marzo 2005 | ||||||
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Una fobia comprensible
Lo que nos ocurre en la infancia nos marca para toda la vida. Bien, después de la obviedad, sigo. Hay mucha gente que le tiene miedo a los payasos. El miedo en cuestión tiene hasta nombre: coulrofobia. No se sabe a ciencia cierta por qué tanta gente padece esta fobia, pero se trata de un miedo más que comprensible. De hecho, los que no nos asustamos de estos pobres señores --que bastante tienen con lo suyo-- tampoco nos extrañamos de que un conocido asesino en serie se disfrazara de payaso o de que el comeniños de la novela It llevara narizota roja. Es decir, que lo normal es tenerles miedo, a pesar de las amables intenciones de la mayoría. Y es que la buena voluntad no es suficiente. Si un tipo con la cara pintarrajeada, una nariz roja, el pelo naranja y zapatos de medio metro se acerca demasiado a un niño pequeño, lo normal es que el pobre chaval se ponga a llorar, presa del pánico. Sin ir más lejos, yo mismo he tenido un par de experiencias negativas con payasos. A mí no me asustan, ojo. Yo veo un payaso y le planto cara si es necesario. Disculpa, Ronald, pero no me pienso comer esa hamburguesa. De todas formas, reconozco que es ver a un tipo con la cara pintada de colorines y notar un sabor amargo en la boca. El primero de estos malos recuerdos fue cuando mis padres me llevaron al circo --es un decir-- de Teresa Rabal. La Rabal se pasó dos horas diciéndole a un payaso que aún no era su turno. La gracia --es un decir-- estaba en que cuando realmente le tocaba, el espectáculo --es un decir-- terminó. En el circo de Teresa Rabal sólo salía Teresa Rabal. Desde entonces, claro, no le tengo miedo a nadie con una nariz roja, pero es ver a la Rabal por la tele y ya me entran los sudores fríos. No, por favor, otra canción, no, que no bote más la pelota, por favor, basta. Mi segundo encontronazo con el sórdido mundo de los zapatones fue cuando en un carnaval nos obligaron a toda la clase a disfrazarnos de payaso. Desde entonces conservo un odio más que razonable tanto a los payasos como a los uniformes. Sé que no es justo, pero es ver a un clown, a un policía o al botones de un hotel y ya me entran ganas de soltarles una patada en la espinilla. Obviamente, sé controlar mis impulsos. Claro que si alguna vez leéis un titular como "arrestado por agredir a un cartero mientras gritaba 'malditos fascistas'", no descartéis la posibilidad de que yo sea el responsable. Total, que me da que los únicos que pueden pensar que a los niños les gustan los payasos son los que tuvieron la suerte de pasar su infancia lejos de ellos.