lunes, 4. julio 2011
Jaime, 4 de julio de 2011, 18:51:14 CEST

Los límites del humor los marca mi tiroides


Hay gente que no tiene sentido del humor. El otro día fui a casa de un amigo, tiré la puerta abajo y me comí a su perro. Y se cabreó. Mucho. Muchísimo. Mi amigo, quiero decir. Al perro no le dio tiempo. No se calmó (mi amigo) ni cuando le expliqué, entre carcajadas y mientras me secaba una lagrimilla, que sólo era una broma. Una broma que evidentemente no supo encajar. No es el único caso similar que me he encontrado. Algunos me retiraron la palabra porque no entendieron lo gracioso que resultaba que les secuestrara y apaleara con ayuda de unos conocidos rumanos, o que quemara su coche, o que les echara tres o cuatro pastillas de Viagra en el vino, con cómicas consecuencias. A la gente le falta sentido del humor. Sí, reconozco que a veces mis bromitas pueden resultar un poco incómodas, pero hay que saber apreciar el lado humorístico y ver que no me estoy riendo de ellos, sino con ellos. Bueno, eso en caso de que se rían y no corran a buscar un objeto contundente. Jaja, el del Viagra, jaja, no tardó en encontrarlo. Luego le dio un infarto y se murió. Pero qué dos minutos de risa más fuerte. Casi me da un infarto a mí también, con la tontería. En todo caso, no hay límites para el humor. Por supuesto, con excepción de lo que ya sería falta de respeto. Por poner el primer ejemplo que me viene a la cabeza: no me gustan los comentarios acerca de mi sobrepeso. Porque yo tengo un problema de tiroides. Soy un enfermo. Uno no se ríe de los enfermos. De los de verdad. Eva tiene cáncer, pero no es lo mismo: ella necesita afrontar su situación con algo de humor negro, que yo eso lo leí no recuerdo dónde; en Tele Cinco, creo. Lo mío es diferente. No estoy gordo porque quiera. De hecho, si exceptuamos este problema de tiroides yo apenas tengo tendencia a engordar. Podría comer los seis phoskitos que de cada desayuno sin apenas notarlos. De hecho, no los noto incluso a pesar de mi condición médica: me mantengo estable en mis ciento quince kilos. Veinte. Treinta. Es igual, no es una cuestión de cifras. En todo caso, lo importante es que se puede hacer broma con todo, siempre que no se me falte al respeto. Pero es un problema médico de verdad. Insisto porque mucha gente no me cree y yo lo paso mal, verdaderamente mal. Es muy irritante avisar a un amiguete de que vas a pasar a saludar por su casa, omitiendo -porque yo sí que tengo sentido del humor- la hilarante orden de alejamiento claramente falsa, y llegar y que no haya comprado chocolate. Necesito ingerir azúcar cada media hora, más o menos, porque si no, me vuelvo muy irritable y ya no es culpa mía que tire los jarrones y vuelque las mesas, que es todo cosa de la tiroides, como les intenté explicar a aquellos policías que se empeñaron en llevarme al cuartelillo sin dejarme pasar antes por la pastelería. En fin, que me dio una terrible bajada de tensión que me nubló el pensamiento y que apenas pude calmar mordiendo a uno de los guardias. Aproveché la confusión resultante para salir más o menos corriendo, de forma lenta y bamboleante. Los dos policías no tardaron en darme alcance, pero me dio tiempo a sacar el móvil y decirle cuatro cosas bien dichas a mi supuesto amigo, mientras intentaba recobrar el aliento. -¿Qué parte de "quiero chocolate" no entiendes, hijo de puta insensible? Apenas pude acabar la frase. Me agarraron y me llevaron a comisaría, donde me metieron en un calabozo que tuve que compartir con unos señores que no parecían muy de fiar. Uno de ellos, consejero delegado de un banco, me ofreció una interesante cuenta corriente, todo hay que decirlo, con unas condiciones inmejorables: yo les daba mi dinero para que hicieran lo que quisieran con él, y ellos a cambio sólo me cobraban un litro de sangre al mes, además de poder contar libremente con mis órganos en caso de que algún miembro del consejo de administración necesitara un trasplante. Acepté encantado. Los bancos lo están pasando mal y todos tenemos que arrimar el hombro para echarles una mano.


 
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