junio 2011 | ||||||
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La violencia en el cine
Yo no soy de esos que van por ahí diciendo que no les gusta el cine para hacerse los interesantes. Disfruto con una buena película, aunque en casa y por la tele, que se ve mejor y más tranquilo. Antes me gustaba ir a alguna sala de cine y disfrutar del ambiente, pero ya no, eso ya se acabó. Y es que ya no se puede ir al cine por culpa de los extremistas. Hace un par de semanas fui a ver la última de Woody Allen, Midnight en Paris, y pasé verdadero miedo. Estaba rodeado de hooligans de estos, sobre todo señoras de sesenta años, que se carcajeaban a risotadas y aplaudían cada vez que se hacía mención del psicoanálisis o el personaje de Owen Wilson tartamudeaba. Lo peor fue al final. Claro, el entusiasmo iba creciendo y cuando salieron los títulos de crédito, toda esa gente quiso salir a celebrar el que (no se puede negar) había sido el mejor trabajo de Allen en años. Y aquí comenzó lo malo. Yo comprendo lo de sentirse identificado con el estudio de las relaciones y de las inseguridades que hace Woody Allen, pero me parece excesivo salir gritando como locos, coreando "Allen, Allen, Allen es cojonudo, como Allen no hay ninguno" y "vamos a ganar el Oscar", como si ellos fueran coproductores o algo parecido. Sobre todo porque me arrastraron en sus celebraciones, sin dejar que me escabullera, dando saltos, soplando cornetas, salpicándome cerveza que no sé de dónde habría salido y además, ¿qué hace una señora de sesenta años bebiendo cerveza a morro de una botella de litro? Eso está feo. Por supuesto, no tardó en aparecer un grupito de admiradores de los hermanos Coen en una esquina, con sus gafas de pasta y sus barbas de tres días, buscando follón. Unos acusaron a los otros de aburridos, los otros llamaron a los primeros repetitivos y así hasta que se llegó a usar por ambas partes el adjetivo. Sí, el adjetivo. "Sobrevalorado". Entonces comenzaron las patadas, los puñetazos, los lanzamientos de botellas, el incendio de papeleras, los coches volcados, los elefantes furibundos aplastando cabezas. Yo seguía allí, lo recuerdo, atrapado entre los que aseguraban que Woody Allen sólo sabía juntar dos frases ingeniosas por película y los que soltaban que El gran Lebowski no era más que una peli para frikis. Y de paso me llevaba algún empujón y unas cuantas patadas de algunos y de otros, mientras intentaba huir. Por supuesto, acabó apareciendo la policía. Cosa que tampoco acabó con mi sufrimiento: comenzaron los porrazos, los balazos de goma y las bombas lacrimógenas. A mí me dio todo de pleno. Cuando me quise dar cuenta, estaba en una celda con dos costillas rotas, la pierna derecha llena de hematomas y los ojos rojos y llorosos. Estos son los ejemplos que dan los cinéfilos. No saben disfrutar de una película sin ponerse a gritar y a insultar a los demás, ni siquiera cuando la película es buena. Y esta gente hace mucho daño al cine, porque estamos hablando de cuatro grupitos de las filas de atrás, una fracción ciertamente minoritaria, pero al final es la que se ve y la que sale por la tele y la que ha dado, por ejemplo, a las películas de Woody Allen esta fama de incitadoras de disturbios. Las academias del cine tendrían que tomar medidas contra la violencia de una vez por todas. Pero claro, no pueden tomar decisiones contundentes porque eso va en contra de una parte importante de su público, y todos sabemos los trapicheos que hay por ahí de entradas gratuitas, críticas favorables e incluso drogas. Es lo que hay. Es una pena, pero es lo que hay. En todo caso, yo no vuelvo al cine: ya veré las películas desde mi inofensivo sofá.