febrero 2005 | ||||||
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enero | marzo |
¡Mec!
Hace unos días a Alber le indignaron los claxonazos con los que un cretino obsequiaba a una ambulancia. No creo que estos bocinazos sorprendan a alguno, a pesar de que los conductores eternamente cabreados no son más que una ruidosa minoría. O eso quiero pensar. En todo caso y según la normativa, el claxon sólo ha de usarse para advertir de peligros y evitar accidentes. Pero lo cierto es que se usa más bien para desahogarse. En un semáforo el primero de la fila tarda más de cinco segundos en darle al acelerador una vez se enciende la luz verde y mec. O igual a otro no le ha gustado que un tercero se haya parado en un stop y mec. O el que tiene delante tarda más de lo que le gustaría en incorporarse a la ronda y mec. Lo más divertido --es un decir-- es cuando uno oye decenas de mecs y marramecs en un atasco. Ah, genial. El claxon desintegra coches, por eso se usa tanto cuando el tráfico está imposible. Dos toques de bocina y uno puede circular sin problemas. Y a casi todo el mundo le parece supernormalísimo. Mucha campaña de civismo en el metro para que la gente no se cuele, mucha grúa recogiendo coches, mucho no hagas ruido si es tarde que a los vecinos les molesta, pero no sé de nadie a quien le hayan puesto una multa, cortado un dedo o al menos llamado la atención por aporrear el claxon. Oiga, usted, ¿a qué viene tanto mec? Disculpe agente, es que tengo un mal siglo. Por cierto, casi igual de molesto que lo de oír bocinazos mientras uno se dirige al metro a las ocho de la mañana y aún intenta despertarse, es que algún anormal le haga luces en la autopista. De todas formas, con esto de las luces a veces me doy cuenta de que el excesivamente cabreado soy yo. No siempre acierto a agradecer esta advertencia como es debido. Porque al fin y al cabo el rey del tunning o el señor del Audi que tengo detrás simplemente intenta hacerme ver lo revolucionado que voy: me recuerda que no puedo circular a más de ciento veinte aunque vaya por el carril de la izquierda. Por tanto, levanto el pie del acelerador hasta reducir los veinte o treinta kilómetros por hora que marca de más mi Seat Cafetera. Una vez he reducido suavemente y después de mirar bien por el retrovisor --al menos dos o tres veces--, me pongo a la derecha, como todo conductor responsable. Con mucha tranquilidad, sin precipitarme. Y si, como ocurre a menudo, veo que el amable conductor que tenía detrás se embala y va a una velocidad excesiva, no dudo en ponerme detrás suyo a una distancia razonable y devolverle el favor haciéndole las mismas luces que él me ha hecho a mí. De nada.