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Yo fui un tiburón de las finanzas
Fue una época muy dura. No había banco que me concediera un crédito. Hasta que me dije, oye, a los bancos les dan dinero. Las personas. Y todo a cambio de sentirse estafadas. Yo sé hacer cómo hacer que la gente se sienta estafada. Así fue cómo abrí el Banco de Ahorros Municipal. Al principio llevaba muy mal los atracos, pero luego convencí a los ladrones para que abrieran cuentas en mi propia entidad. Era práctico, porque en vez de esperar a que se abriera la caja y pasar por todo el rollo de los rehenes, el helicóptero con piloto y combustible, los billetes sin marcar, etcétera, simplemente transferíamos el dinero de las cuentas de los clientes a las de los ladrones. Con eso de la informática, todo era cuestión de segundos. Y muy limpio: normalmente no moría casi nadie. Los demás clientes se quejaban de que les robaban los ahorros, pero yo les escribí una carta muy amable en la que les recomendaba cambiar de profesión y aprovecharse de las ventajas que nuestra entidad ofrecía al gremio de los atracadores. Digo ofrecía porque en una ocasión coincidieron tres bandas en una misma sucursal y murieron catorce personas y dieciocho gatos, y el Banco de España decidió investigar nuestras actividades. No es que tuviera nada que ocultar, pero me dije, para qué arriesgarse, y cerré el negocio. Obviamente, la policía no se rindió fácilmente. Estuvieron una época llamando por teléfono, para ver si podían hablar conmigo, pero yo ponía voz de mujer y les decía que el señor no estaba en casa. No me salía muy bien la voz de mujer, pero siempre comenzaba las frases diciendo "no soy Jaime, soy una mujer", para evitar que descubrieran mi hábil estratagema. ¿Que por qué dieciocho gatos? Bueno, para ahorrar gastos, nuestras oficinas se situaban en solares abandonados. Y los solares están llenos de gatos. Lo peor eran las viejas que venían a tirar sardinas podridas a los pobres bichos. Yo les decía algo así como, señora, por favor, deje de tirar pescado podrido, esto es un banco. Y me miraban serias y me decían, si jóvenes como usted no abandonaran a los pobres gatitos, yo no tendría que venir hasta aquí acarreando bolsas con mi artritis para que las pobres criaturas no mueran de hambre. Pero, señora, es que el olor molesta a los clientes. ¿El olor?, decían, ¿el olor? Lo que usted huele es el olor al hambre, a la pobreza, a la guerra. Si usted hubiera pasado por una guerra sabría lo que sufren estos gatitos. Ah, pero un día, un día, ah, un día, UN DÍA. Un día, ¿qué, señora? UN DÍA SERÁ JUEVES. Y, efectivamente, un día al cabo de cinco o seis días --ahora no recuerdo exactamente cuántos, tendría que consultar mis notas-- fue jueves. El jueves es un día bastante malo. A todo el mundo le da por hacer lo que no ha hecho en toda la semana y se pasa el día llamando por teléfono. Es aquello que dices, déjame en paz, el martes estuve intentando hablar contigo y enviándote correos y ahora me vienes con prisas. Lee mis labios: vete a la mierda. Por suerte era una conversación telefónica y no pudo leerlos.
Fobia
Voy al psiquiatra para tratarme una horrible fobia. Tengo un miedo irracional a los asesinos a sueldo que quieren matarme. Es ver a un asesino a sueldo que pretende acabar con mi vida y me entra un miedo absurdo que en ocasiones me ha llevado incluso a llamar a la policía. Obviamente, los agentes que han acudido a mi llamada siempre han recriminado mi alarmismo. Con educación, eso sí. Y también me han obligado a disculparme ante el asesino a sueldo, que ha aceptado mis excusas y ha disparado. Dice el médico que lo mejor que puedo hacer es ir enfrentándome poco a poco a este temor. Así, la próxima vez que vea a un asesino a sueldo que quiera matarme, lo que debería hacer es respirar profundamente e intentar dominar ese impulso que me obliga a gritar y a salir corriendo. Poco a poco podré controlar ese temor y aguantar más tiempo junto a un asesino a sueldo que quiera matarme. De todas formas, ya me han dicho que mis relaciones con los asesinos a sueldo que quieren matarme nunca serán normales. Siempre sentiré miedo y respeto hacia estas personas que me disparan o me apuñalan a cambio de dinero, por muy irracional que pueda parecer este sentimiento y por mucho que aprenda a controlarme en su presencia, e incluso a ser amable y simpático. Envidio a las personas que tratan con alegría y educación a los asesinos a sueldo que quieren matarles, y les invitan a tomar café y charlan de sus cosas e incluso mantienen relaciones sexuales con ellos o ellas. Una conocida se casó con un asesino a sueldo que quería matarla. Tuvieron tres hijos. Y un perro. Los perros también me dan miedo. No me importaría mantener una relación de amistad o lo que surja con una asesina a sueldo. Las hay que son muy guapas. Pero, claro, no se puede ser amigo de alguien que te hace sudar frío, te provoca taquicardia y temblores, y ganas de gritar mucho si se acerca, pistola en mano y apuntando a tu cabeza. Ojalá pudiera evitarlo.
Disculpas
Buenas, sí... Ehem... Esto... Ehem... No sé cómo comenzar... Me siento tan avergonzado. Pero tanto. Y eso que no ha sido cosa mía, ¿eh? Conmigo no la tome, que yo sólo soy el mensajero. Pero, claro, me sabe mal que el cuerpo para el que trabajo haya cometido este terrible error. Aunque igual no es tan terrible. Quiero decir, teníamos un cincuenta por ciento de posibilidades de acertar. Culpable, inocente, ¿quién iba a saberlo? El caso es que, en fin, al parecer resulta que sí, que tenía razón, que usted no lo hizo. Encontramos a ese hombre manco. Comprenda que no lo teníamos fácil: como era manco, no dejó huellas. Lo que realmente nos sabe mal es, bueno, en fin, haberle ejecutado. No sé, quién iba a pensar que, en fin, íbamos a estar equivocados. Confiese que incluso usted llegó a dudar. Las pruebas eran convincentes. Un tipo dijo que le había visto en la ciudad a la hora de los hechos. El verdadero culpable era un hombre, como usted. Los dos con el pelo castaño. Bueno, usted es moreno y él es pelirrojo, pero si no tenemos en cuenta la barba, los veinte centímetros de altura y los cuarenta quilos de diferencia, ustedes dos son clavaditos. Ah, bueno, y lo del brazo. Comprendo que igual está, no sé, molesto. Enfadado, incluso. Sobre todo por la tortura previa. Pero tiene que entender que el caso había armado revuelo entre la ciudadanía. No podíamos conformarnos con pegarle cuatro tiros o colgarle de una soga. Teníamos que ser ejemplares con usted. Para quitarle a la gente las ganas de ir por ahí quemando oficinas. Bueno, en fin, esto es todo lo que tenía que decirle. Créame cuando le digo en mi nombre y en el nombre del organismo al que represento que lamentamos profundamente el error. Y que si podemos hacer algo por usted, no dude en decírnoslo. Bueno, algo hemos hecho... Está cuarto en la lista de resurrecciones. Cuando se pueda resucitar a la gente, claro, que ahora no... De momento, no se puede, no... En fin... Pero las palabras clave son "de momento", que estas cosas ya se sabe, en fin, el progreso y la ciencia, que avanzan y, bueno, en fin, qué le voy a contar que no sepa. Total, si así está mejor. Más tranquilo. No tiene que madrugar, ni nada. Su única obligación es descomponerse lentamente y luego dejar que sus propias bacterias y algún que otro insecto acaben de devorarle. Aunque entiendo que igual, no sé, le apetecía más estar vivo. Lo comprendo, sí, no crea, lo comprendo perfectamente. No lo comparto, pero lo comprendo. Ahora no puede ir al cine, si le apetece. Bueno, yo tampoco puedo, pero no es lo mismo. Es que a mí me da miedo la oscuridad. Pero eso ya son temas míos. Igual a usted también le da miedo la oscuridad y lo que le gustaría es ir al bingo, por ejemplo. Lo entiendo. Lo entiendo perfectamente y, bueno, lo siento. En fin, tengo que... Tengo que acabar un par de cosillas... Si me disculpa. Tenga, le dejo mi tarjeta... Sí, se la dejo en este bolsillo, que ahora no puede... en fin, cogerla usted mismo. Si, en fin, necesita algo... Una autopsia o, no sé, lo que sea, llámeme. Bueno, si puede. Si no, tengo una ouija de esas en casa, así que, en fin, seguimos, bueno, en fin, seguimos en contacto.
Acerca de mi inagotable energía
Como todo el mundo sabe, yo soy un trabajador incansable, una de esas personas que no sabe estar quieta un minuto, siempre de allá para acá, con nuevas ideas y proyectos, llevando papeles a un lado, acarreando informes al otro, en fin, lo que viene a ser levantando España, coño, que alguien tiene que hacerlo. De todas formas y en ciertos círculos contrarios a mi persona, círculos formados por envidiosos, conciliábulos compuestos por mis más mezquinos enemigos, se explica una nauseabunda calumnia conmigo como protagonista, con el único objeto de hacerme quedar como lo que no soy, justamente como lo más contrario y alejado a mis incansables cuerpo y mente. La calumnia que cuentan estos sujetos es que en cierta ocasión acudí al médico en una silla de ruedas empujada por mi chimpancé mayordomo, medio inconsciente y delirando. Al llegar a la consulta le pude explicar entre lágrimas al doctor que algo horrible había sucedido con mis piernas: habían caído por debajo de la cintura hasta precipitarse al suelo. Después de examinarme y hacerme las pruebas pertinentes --insisto: siempre según quienes cuentan esta insidiosa mentira--, el traumatólogo llegó al siguiente diagnóstico: --Creo que usted simplemente se puso de pie. De ahí la para usted extraña postura que adoptaron sus piernas. En fin, esta historia es absolutamente falsa, yo me pongo de pie a menudo y sé perfectamente cómo se colocan las cómo se llamen de uno cuando está en esa incómoda y desagradable postura. Al fin y al cabo, en algún momento u otro del mes tengo que hacer la cama. De todas formas, es una suerte que mis piernas lleguen al suelo. En caso contrario, no sé qué hubiera ocurrido. Suponiendo que la historia sea cierta, claro, que no lo es.
Pasado
Marcial Gómez aceptó una curiosa oferta de estas que llegan por internet y que normalmente no son más que algún timo: antecedentes criminales falsos. Según el correo que le enviaron, una oscura empresa supuestamente belga le ofrecía antecedentes de todo tipo: robo, extorsión, tráfico de drogas, soborno, incluso asesinato. Gómez aceptó, no sin alguna que otra duda, pero encantado ante la posibilidad de que le comenzaran a respetar. Y es que Gómez siempre había sido un tipo pequeñajo y calladito, de estos que no llaman la atención y que, cuando la llaman, es para mal: porque se le ha caído algo o, peor, porque se ha caído encima de algo. Así, decidió invertir parte de sus ahorros en esos antecedentes y comprarse un pasado criminal. Nunca ha querido explicar exactamente qué delitos compró, pero sí se sabe que a los pocos días de adquirirlos y a pesar de la apariencia de estafa, la policía comenzó a llamar a la oficina preguntando por él. Esto hizo que sus compañeros le invitaran a tomar café, cuando normalmente le ignoraban. Y a las pocas semanas, algunos tipos de aspecto peligroso aparecieron por el edificio donde vivía, buscándole, con lo que consiguió que los vecinos le hicieran caso en las reuniones y que incluso la señora casada del cuarto le sonriera de aquella forma en la que también sonreía al divorciado del segundo. Por lo poco que él mismo ha explicado, algunos de esos tipos hamposos, con sus chaquetas de cuero y sus acentos del este de Europa, se le acercaron preguntándole si volvía a estar en el negocio. Gómez intentó explicar el error, pero dado su historial, los criminales (los de verdad) se negaron a creerle y le obligaron a colaborar con ellos. Por los viejos tiempos, decían, que no hay quien se crea que te has vuelto un ciudadano honrado. Ahora mismo y después de un par de esas colaboraciones, Gómez está en la cárcel. Es el típico preso pequeñajo y calladito, de estos que no llaman la atención y que, cuando la llaman, es para mal. Quiere demandar a la empresa belga que le vendió su pasado delictivo, pero su abogado no se lo recomienda: "Con sus antecedentes, usted no convencerá a ningún juez".