Jaime, 26 de junio de 2007, 11:26:52 CEST

Yo fui un tiburón de las finanzas


Fue una época muy dura. No había banco que me concediera un crédito. Hasta que me dije, oye, a los bancos les dan dinero. Las personas. Y todo a cambio de sentirse estafadas. Yo sé hacer cómo hacer que la gente se sienta estafada. Así fue cómo abrí el Banco de Ahorros Municipal. Al principio llevaba muy mal los atracos, pero luego convencí a los ladrones para que abrieran cuentas en mi propia entidad. Era práctico, porque en vez de esperar a que se abriera la caja y pasar por todo el rollo de los rehenes, el helicóptero con piloto y combustible, los billetes sin marcar, etcétera, simplemente transferíamos el dinero de las cuentas de los clientes a las de los ladrones. Con eso de la informática, todo era cuestión de segundos. Y muy limpio: normalmente no moría casi nadie. Los demás clientes se quejaban de que les robaban los ahorros, pero yo les escribí una carta muy amable en la que les recomendaba cambiar de profesión y aprovecharse de las ventajas que nuestra entidad ofrecía al gremio de los atracadores. Digo ofrecía porque en una ocasión coincidieron tres bandas en una misma sucursal y murieron catorce personas y dieciocho gatos, y el Banco de España decidió investigar nuestras actividades. No es que tuviera nada que ocultar, pero me dije, para qué arriesgarse, y cerré el negocio. Obviamente, la policía no se rindió fácilmente. Estuvieron una época llamando por teléfono, para ver si podían hablar conmigo, pero yo ponía voz de mujer y les decía que el señor no estaba en casa. No me salía muy bien la voz de mujer, pero siempre comenzaba las frases diciendo "no soy Jaime, soy una mujer", para evitar que descubrieran mi hábil estratagema. ¿Que por qué dieciocho gatos? Bueno, para ahorrar gastos, nuestras oficinas se situaban en solares abandonados. Y los solares están llenos de gatos. Lo peor eran las viejas que venían a tirar sardinas podridas a los pobres bichos. Yo les decía algo así como, señora, por favor, deje de tirar pescado podrido, esto es un banco. Y me miraban serias y me decían, si jóvenes como usted no abandonaran a los pobres gatitos, yo no tendría que venir hasta aquí acarreando bolsas con mi artritis para que las pobres criaturas no mueran de hambre. Pero, señora, es que el olor molesta a los clientes. ¿El olor?, decían, ¿el olor? Lo que usted huele es el olor al hambre, a la pobreza, a la guerra. Si usted hubiera pasado por una guerra sabría lo que sufren estos gatitos. Ah, pero un día, un día, ah, un día, UN DÍA. Un día, ¿qué, señora? UN DÍA SERÁ JUEVES. Y, efectivamente, un día al cabo de cinco o seis días --ahora no recuerdo exactamente cuántos, tendría que consultar mis notas-- fue jueves. El jueves es un día bastante malo. A todo el mundo le da por hacer lo que no ha hecho en toda la semana y se pasa el día llamando por teléfono. Es aquello que dices, déjame en paz, el martes estuve intentando hablar contigo y enviándote correos y ahora me vienes con prisas. Lee mis labios: vete a la mierda. Por suerte era una conversación telefónica y no pudo leerlos.


 
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