lunes, 25. mayo 2009
Jaime, 25 de mayo de 2009, 9:56:51 CEST

Las ventajas de la ciudad


En esta sociedad en la que prima la angustia existencial y la búsqueda del sentido de la vida por encima de las cosas fáciles y mundanas, mucha gente podría tomar nota del ejemplo de Sergio Romero. Después de doce años aislado en una ermita, reflexionando acerca de lo frágil que es el ser humano y sobre la posibilidad de la trascendencia del yo en un mundo aparentemente material, Romero decidió refugiarse en la comodidad y seguridad de un bufete de abogados. "Imagine --explica--, años abrumado por la eternidad y ahora tan tranquilo, con mis contratitos y mis fusiones y algún que otro accidente de tráfico". Romero ha cambiado por tanto la vida en el campo por la de la ciudad, con lo que ha conseguido una paz interior que no sentía desde su infancia. "Antes tenía que cuidar mi huerto, con todo el trabajo que eso supone. Ahora con un paseíto al supermercado tengo todo lo que quiero… Hace dos años sólo conseguí cultivar zanahorias. Comí zanahorias durante doce meses. Zanahorias, raíces y un par de conejos que cacé a pedradas. Pf. Y ahora lo que quiero. Ayer compré flan y todo". Su experiencia está siendo más que positiva y no duda en recomendársela a todos los ermitaños. "Sé que cuesta dejar la vida de contemplación y meditación, pero claro, el cambio compensa. Uno deja de sentirse insignificante ante la presencia de Dios y accesorio ante la perfección de la madre naturaleza para pasar a ser un tipo importante que lleva corbata y cierra el papeleo de acuerdos millonarios. El otro día me invitaron a comer y todo". No se trata sólo de paz espiritual, Romero disfruta ahora de un afeitado diario, culminado con la aplicación de una crema hidratante, que le está "paliando los estragos de años de curtirme la piel al sol y al frío, sin protección ninguna". También está orgulloso de la elegancia de unos trajes de buen corte, y contento por las ventajas que supone vivir en un pisito del centro de Barcelona, "al ladito del metro: llego al trabajo en diez minutos. Y aquí cerca tengo unos cines y todo. Al principio me molestaba el ruido del tráfico, pero ahora ya hasta me ayuda a dormir. Después de años oyendo lobos y búhos es relajante. Por no hablar de las estrellas. Qué incordio de lucecitas. Parecía el puto Corte Inglés". El ex eremita se estremece al recordar los ataques de los búhos asesinos, que le dejaron cicatrices de picotazos por todo el cuerpo. "Los búhos no son esos animales sabios y despistados que los dibujos animados nos quieren hacer creer --explica--. Son sanguinarios, fieros, astutos, despiadados… Aún me despierto algunas noches gritando y bañado en sudor frío". Romero apenas echa de menos "el contacto íntimo con Dios" que le proporcionaba la meditación trascendental, pero lo cierto es que comienza a sospechar que todo eran alucinaciones debidas al exceso de oxígeno en el aire. El monóxido de carbono le está ayudando a recobrar la cordura, además de un saludable tono grisáceo en el rostro.


 
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miércoles, 20. mayo 2009
Jaime, 20 de mayo de 2009, 14:38:35 CEST

Bastaría con fijarse un poco


Odio las confusiones. Comprendo que son inevitables, que no hay nada que hacer, que somos humanos y que los humanos nos equivocamos. Pero a veces es demasiado. En serio. A veces. Me enfado y todo. Porque a veces. En serio. Es que. Es por no fijarse. No llega ni a incompetencia. Por no fijarse. Yo fui víctima de una confusión poco menos que irritante. Un claro ejemplo de lo que comentaba. Ni incompetencia: dejadez. La gente no se implica de lleno en su trabajo. Es que ni siquiera presta un mínimo de atención. Todo le es igual. No es que no sepa, no es que no sea capaz. Es que ni lo intenta. Ni se preocupa. Le importa un bledo. Un bledo así de grande. Pues bien, hace poco me enteré de que yo en realidad no soy yo, sino que soy Jacobo Moreno. Socio de un concesionario en Ciudad Real. Cuarenta y siete años. Casado y con tres hijas. Al parecer, alguien se había liado en el departamento correspondiente. El típico despistado que no se fija en las cosas. Que hace su trabajo rápido y mal. Por cumplir el expediente. De cualquier manera y entre café y café. Y así no se hacen las cosas, no señor. Porque así es como salen mal. Igual hasta se dio cuenta. Pero dijo bah, qué más dará. Ya está hecho. La carpeta está archivada. Nadie se enterará. Da lo mismo. Ah, pero yo me enteré. Porque al final estas cosas se saben y desde luego no dan lo mismo, no señor. Es que uno acaba percibiendo que no es quien cree ser. Por esa desazón y comezón interior. Esa sensación de estar en el lugar equivocado. Un constante preguntarse por el sentido de la vida, no ya cuál es, sino si ni siquiera hay alguno. La exasperante sensación de no encontrar trajes de mi talla. Me puse rojo de la rabia nada más enterarme. Me salió hasta un sarpullido, fíjense, aún me ve un poco aquí en el brazo. Porque claro, y ahora qué. Ese señor ya se había acostumbrado a mi vida y a mi identidad. Y yo a la suya, por supuesto. Pero en fin, las cosas, o se hacen bien o no se hacen. Y había que buscar una solución. Intenté explicárselo de forma racional. Pero no escuchaba. Decía que no, que su vida era suya, por no hablar de su identidad. Argüía que mis sentimientos eran normales: ante el misterio de la vida y nuestra ignorancia respecto al origen de la misma, lo normal era sentirse abrumado y superado. También se lo intenté explicar a su esposa. Pero me trataba de loco. Aunque me miraba con buenos ojos. Normal, se había enamorado de él, que en realidad era yo. Y yo era un yo mejorado al yo que ella conocía. Más joven y atractivo, para empezar. Al final la señora y yo entablamos una relación más que amistosa. Ella no acababa de entender el problema existencial que nos atañía a Jacobo y a mí, pero me ayudó a disponer del cadáver de su marido, que en realidad no era su marido porque su marido era yo. A alguno le puede parecer una solución excesiva. Pero dadas las circunstancias, era lo mejor. De pura lógica: mejor que una persona fuera quien debía ser a que no lo fuera ninguna de las dos por culpa de la comodidad y de la estrechez de miras de uno de ellos, que en realidad no era el uno sino el otro. El juicio fue desagradable, pero se admitió mi impecable razonamiento. Tenía mis dudas, porque la gente además de vaga tiene la costumbre de ser medio idiota, pero supongo que supe explicarme. El caso es que había dos identidades en disputa: la mía y la de Jacobo. Yo disponía de la de Jacobo y exigía la mía de vuelta. Jacobo no tenía derecho a la mía y rechazaba la suya. Si la rechazaba, si no la quería, si no la usaba, no dejaba de ser también mía, así que el hecho de matarle no fue más que un suicidio. Lo malo es que su mujer no es mi tipo. Pero en fin, es normal, no le puedo echar nada en cara al pobre hombre. Hizo lo que pudo con mi identidad, del mismo modo que yo seguro que cometí errores al vivir su vida. Pero es una buena mujer y los chicos, ja ja, son unos diablillos encantadores. Ahora ya está todo bien. Prácticamente ha desaparecido la desazón existencial que sentía sin saber bien por qué. Esa náusea que me provocaba una vida que me parecía absurda. Y con razón. Porque no era la mía. Todo por culpa de un inepto. Un cretino incapaz de hacer lo mínimo. De leer bien un par de nombres. Quiero pensar que fue sin mala intención. Pero es que hay mucho inútil suelto. Mucho vago. Mucho idiota.


 
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martes, 21. abril 2009
Jaime, 21 de abril de 2009, 12:57:38 CEST

Porque sí


Su obsesión con el cumplimiento de las normas le llevaba a cruzar la calle cada vez que veía un semáforo en verde. Sabía que el verde quería decir que tenía permiso para cruzar y no que estuviera obligado, pero no podía dejar de pensar que si tenía permiso sería por algo. Asimismo, cuando se encontraba un semáforo en rojo no esperaba a que cambiara de color, sino que seguía caminando por la acera hasta que daba con uno en verde. Y es que las cosas no se hacen porque sí. Las autoridades competentes no son tontas, de ahí que se llamen “competentes”, y si permitían cruzar la calle en determinados momentos era por supuesto pensando en el bien general de la sociedad. Se permitía el paso porque este paso era adecuado. No se obligaba, claro, pero una cosa era la ley y otra la ética. Cada semáforo en verde era por tanto un ruego: haznos las cosas más fáciles, parecían decirle los gobernantes, cruza ahora y por aquí, sigue nuestro plan y todo irá mucho mejor para todos. Estaba convencido de que actuar de otra forma era un error que iba en perjuicio del bien común. De hecho, cuando estaba con sus amigos y familiares y surgía el tema, no dudaba en defender su práctica: los semáforos están estudiadísimos, los intervalos y sus frecuencias, medidísimas; si una de estas señales se ponía en verde permitiendo el paso, no era porque sí. No. Las cosas no se hacen porque sí. En absoluto. Había causas bien fundadas. Motivos imperiosos. Razones consistentes. Todo con vistas a que los peatones pudieran circular con la mayor fluidez posible. Y sí, reconocía que a veces perdía el tiempo cruzando a cada semáforo o caminando hasta encontrar uno que le diera vía libre. Pero si todo el mundo lo hiciera, esto llevaría sin duda grandes beneficios a la sociedad. Por ejemplo, los peatones no se pararían en medio de la calle, esperando a cruzar y obstaculizando así a los demás su camino. Y… Er… Hm… Entonces miraba muy serio a sus interlocutores, bebía un trago de lo que estuviera bebiendo y… Er… Hm… En serio, sería… Lo mejor… Porque no se… Hm… Pararían… Las cosas no se hacen… No se hacen… Las cosas no se hacen porque sí, ¿no? No, en absoluto. Y se reafirmaba en sus ideas con cada burla, con cada duda, con cada pregunta fuera de lugar. No, no se hacen porque sí. Y si la gente le hiciera caso, todo iría mucho mejor. Las calles serían ríos de gente, con meandros fluidos y… En fin… Las cosas no se hacen porque sí y punto.


 
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miércoles, 4. marzo 2009
Jaime, 4 de marzo de 2009, 8:51:22 CET

Hay gente mala por el mundo


Nadie sospechaba que tras la fachada del alegre asesino en serie J. R. H. se ocultaba un aburrido oficinista. Incluso sus vecinos aún explican lo sorprendidos que se quedaron cuando descubrieron que J. R. H. ocupaba su en apariencia inocente tiempo libre cuadrando balances. "No sé --explica una señora que vivía puerta con puerta con él--, parecía muy majo... Yo siempre le veía descuartizando y enterrando cadáveres de universitarias... Lo normal en un chico de su edad. Y a mí siempre me ayudaba cuando iba cargada con mis quilitos de cocaína". No es la única: en su calle recuerdan lo esmerado que era al esparcir los restos de cadáveres, lo mucho que sabía acerca de alegres prácticas como la extorsión y el entusiasmo con el que hablaba del que decía era su hobby: la fabricación de explosivos caseros. Pero no, la nitroglicerina y la sangre no eran el centro de su vida: mientras de día asesinaba y torturaba a universitarias, de noche trabajaba en una oficina, aprovechándose de la diferencia horaria con América. Al parecer y aunque aún está por confirmarse, se dedicaba a llevar la contabilidad de una empresa importadora de cafeteras de inducción. J. R. H. llevaba sus atrocidades al extremo más repugnante: lucía corbata, traía el almuerzo en un táper, leía la prensa, tomaba cortados con sus compañeros de trabajo (sí, no actuaba solo en sus fechorías) y los lunes se quejaba de lo mal que había jugado su equipo de fútbol favorito. Los policías que le apresaron, hombres hechos y derechos que han visto de todo, no pueden disimular una mueca de asco cuando hablan de los interrogatorios llevados a cabo ante el juez. Porque J. R. H. ha confesado muchas otras costumbres repugnantes: tomaba sopa con regularidad, planeaba comprarse un coche de marca francesa, está enganchado a The office y a House y coleccionaba relojes de bolsillo. Según los juristas consultados, J. R. H. podría pasar treinta años en prisión. La pregunta es: ¿qué hacemos con este sujeto dentro de treinta años? ¿Es posible la reinserción? Los datos de contables reincidentes son alarmantes y nos llevan a considerar la posibilidad de quemarlos vivos a todos y a cada uno de ellos y matar a todas y a cada una de sus familias, para erradicar de raíz cualquier posible multiplicación de un hipotético gen de la contabilidad.


 
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lunes, 2. marzo 2009
Jaime, 2 de marzo de 2009, 15:13:37 CET

Un error habitual


Te metes en la piscina de cemento fresco y vas andando hacia el centro. Notas que el cemento te llega cada vez más arriba y además está cada vez más seco, pero aún así no te paras: sigues caminando hacia donde cubre, con determinación, confiando en que, no sé, una vez llegues más adentro, el cemento se convertirá en agua o simplemente desaparecerá. Por supuesto, no tienes ningún motivo para pensar tal cosa. En realidad, los hechos te llevan la contraria: sigues caminando y el cemento te va cubriendo más a cada paso y, por supuesto, cada vez está más seco y te cuesta más dar cada uno de esos pasos. Finalmente, el cemento se seca. Del todo. Y tú estás ahí, en el centro de la piscina, con cemento hasta el cuello, sudando, moviendo los ojos a un lado y a otro, buscando no sabes bien qué, pero confiando en que sigues por el buen camino, aunque ya no puedas caminar, que en seguida se aclarará todo y que todo acabará bien. Un par de palomas se posan sobre tu cabeza. Por supuesto, te picotean la cara. Se te cagan encima. Te picotean un poco más. Incluso notas el sabor a hierro de alguna pequeña gota de sangre que te llega a los labios. Las espanta una ciega borracha que lleva unas tijeras y tropieza contigo. Te toca y decide que necesitas un corte de pelo. A pesar de que no tiene mucho cuidado, la mayor parte de los tijeretazos van a dar en el cabello. Bien. Estás de suerte. Algunos no, claro, pero ¿quién quiere dos ojos si con uno ya se puede ver? Al fin y al cabo, la visión estereoscópica está sobrevalorada. La ciega se va. Viene un tipo con un palo de golf y una cesta llena de bolas. Deja una de las pelotas sobre tu cabeza y practica su drive. Deja otra y vuelve a darle. Tienes suerte, otra vez. Es bueno. Claro que hasta los mejores fallan de vez en cuando. Pues bien. Estás ahí. Atrapado en cemento seco hasta el cuello. Con la cara llena de picotazos y cortes. Te falta un ojo, probablemente también trocitos de las orejas. Hay un loco que está jugando a golf sobre tu cabeza y que ya te ha dado más de un golpe. Y eso duele. Pues bien. En lugar de gritar y de pedir auxilio, en lugar de... de... no sé, de berrear y de llorar, de aullar desesperado, en lugar de todo eso, sonríes. Al sonreír te escuece alguno de los cortes de los labios, pero sonríes. Y piensas, recuerda, estás metido en cemento hasta el cuello, con la cara destrozada y un tipo va a acabar rompiéndote la cabeza, pero piensas: "Joder, no me sentía tan vivo desde hace años". Pues bien. En resumen, es eso.


 
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