miércoles, 18. febrero 2009
Jaime, 18 de febrero de 2009, 12:15:52 CET

Una divertidísima anécdota


Estaba tomándome un cafe cuando... Oh, no. No, por favor. He escrito café sin tilde. No. Ahora tendría que desplazar el cursor hasta la e, con el teclado o con el ratón, darle a la tecla de borrar, y volver a escribir la e, esta vez con tilde. É. Qué pereza. Buf. Es que siempre me pasan estas cosas. Como si tuviera tiempo para perderlo con estos temas. En serio. No puedo dedicarme a los asuntos importantes porque siempre surgen mil tonterías que me impiden hacer lo que de verdad hay que hacer para que las cosas funcionen. No, es que así no se puede. Llego cada día a casa a las tantas de trabajar (ayer eran casi las siete menos veinte) y se supone que tengo que tener tiempo no sólo para escribir, sino también para releer y para corregir. Pero yo también... Cafe. Qué bruto soy. Debería hacer el esfuerzo y corregirlo, por cafre. Pero es que no... Se me quitan las ganas sólo de pensarlo. No merece la pena. Bueno, sí, la merece, pero es que, no sé, estos reveses de la fortuna me desaniman. No sé sobreponerme fácilmente a los contratiempos. Y mira que intento hacer las cosas bien. Ves a los demás, ahí, al tuntún, haciéndolo todo apresuradamente, sin fijarse en nada, de cualquier manera, la mitad de las veces mal y la otra mitad bien, pero por casualidad, venga, hala, qué más dará. Yo intento esforzarme, cuidar un poco las cosas, los detalles, las maneras. Pero claro, no llego. No llego. Es que además todo me pasa a mí. ¿Quién escribe "cafe"? Es que es ridículo. No tiene sentido. No, en serio, es que tengo la negra. Todo me pasa a mí. Soy gafe. En serio. De desgracia en desgracia. Cafe. Cada vez que lo pienso. Es que me sube como una cosa. Rabia. Es pura rabia. Rabia destilada. No, mira, mejor será que lo deje por hoy. Cierro el ordenador, leo un poco, veo un episodio de House y ya. Mañana será otro día. Obviamente. Si es mañana tendrá que ser otro día. Porque si no, la semana se haría muy larga.


 
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jueves, 12. febrero 2009
Jaime, 12 de febrero de 2009, 7:31:25 CET

Miguel Ángel Fernández Ordóñez: "¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?"


Le explico que vengo a preguntarle por sus últimas declaraciones, en las que asegura que el coste del despido desincentiva la contratación. ¿El coste del despido no desincentiva los despidos? "¡No! —contesta—. Eso es absurdo. Te lo voy a explicar: para contratar gente, tiene que haber gente en el paro, porque si no hay gente en el paro, no puedes contratar a nadie, ya que todo el mundo está trabajando. Es decir, hay que animar a las empresas a despedir gente para que después puedan contratar a más. ¡Si no hay paro y despidos, no acabaremos con el paro y los despidos! Si está clarísimo".

La entrevista completa, en Libro de notas


 
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jueves, 5. febrero 2009
Jaime, 5 de febrero de 2009, 8:21:24 CET

Miguel Sebastián: "No lo dije, pero lo pensé"


“Sé por lo que vienes, enano —me dice con su voz aguardentosa, sin levantar la mirada de la cuchilla—. Por mi amenaza a los bancos. Pues ya puedes escribir —y así lo hago— que se me sigue acabando la paciencia y el día menos pensado… Voy a coger y… Vamos… Que cuando yo me cabreo… Es que mira… Es que me pongo nervioso sólo de pensarlo… Arg…” Algo desconcertado por lo que cuesta escribir todo eso, intento pedirle que concrete un poco más: ¿qué hará si los bancos no abren el grifo del crédito? “Como no abran… Como no… Huy… Estos a malas no me conocen, ¿eh? Que me enfado y… Y les digo cuatro cosas bien dichas, ¿eh? Que estos a malas no me conocen”.

La entrevista integral y con cinco cereales, en Libro de Notas.


 
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jueves, 29. enero 2009
Jaime, 29 de enero de 2009, 15:34:39 CET

A perpetuidad


Se está cometiendo una terrible injusticia conmigo. Comprendo que cometí un crimen horrible y que merezco un castigo, hasta ahí no tengo nada que decir, pero esta condena sobrepasa lo humanamente concebible, a pesar de lo horrendo del crimen. Horrendo a decir de la mayoría y daré el adjetivo por bueno aunque habría mucho que comentar al respecto. Porque en todo caso y por muy espantosas que fueran mis acciones, no merezco, ni muchísimo menos la pena que se me ha impuesto. De acuerdo: la cadena perpetua puede ser un castigo justo en determinadas circunstancias. Y podría serlo --no lo negaré, al menos por ahora-- para los delitos que yo he cometido. Pero no lo es si se aplica a mí. Sí, a mí. Porque cualquier otra persona, al menos por lo que yo sé, se quedaría en la cárcel los restantes veinte, cuarenta o cincuenta años de su vida, los que fueran. Pero yo... Yo no lo tengo tan fácil. Porque, como ya intenté aducir durante el juicio, soy inmortal. No puedo pasarme la eternidad en una celda. No es justo. Puedo admitir --y lo haré sólo para probar mi razonamiento y no porque esté de acuerdo-- que sería hasta cierto punto justo encerrarme hasta que murieran los familiares más cercanos de aquellos a quienes, bueno, asesiné, digámoslo así, ya que es lo que dice la prensa, aunque ya sabemos todos que la prensa cojea de tantos pies que va en silla de ruedas. Pero una vez esta gente haya muerto y su sed de venganza --me resulta difícil usar el término justicia para referirme a las consecuencias de mis actos-- no pueda saciarse más, ¿qué sentido tiene mantenerme aquí? Porque yo no habré muerto. Y a los, no sé, nietos de sus primos no creo que les importe ya mi suerte, si es que les importa ahora. Soy consciente de que mi inmortalidad ni siquiera fue tratada en mi juicio. pero no fue culpa mía: mis abogados se negaron a usar ese recurso y una vez los despedí y decidí defenderme a mí mismo, el juez se negó a tener en cuenta mi, digamos, singularidad. Y eso a pesar de que al fiscal le salió mal su jugada: insistió en que pretendía hacerme pasar por loco para conseguir una pena reducida y trajo a un perspicaz psiquiatra que dio buena cuenta de mi excelente salud mental. La consecuencia lógica no es difícil de deducir: si no estoy loco, es porque digo la verdad. Comprendo que es difícil de creer. Al fin y al cabo, todo el mundo muere, o eso parece. Sin embargo, hay no pocos hechos que prueban que yo eludiré ese fin fatal. Para empezar, nací en 1977 y desde entonces no me he muerto nunca. Me rompí un tobillo y no guardo ninguna secuela, cosa que da buena cuenta de mi inusitada capacidad de regeneración. Conservo todo el cabello y no luzco ni una sola cana. Mi apariencia juvenil es la envidia de mis compañeros de trabajo: aparento menos años de los que tengo porque me quedé estancado en los veinticinco. Es más, desde entonces luzco este mismo grano en la mejilla, sin que haya cambiado un ápice. Estoy seguro de que ningún dermatólogo podría encontrar una explicación razonable a esta anomalía. Exijo por tanto que se revise mi condena y se adapte a mis circunstancias especiales. ¿Qué tal cuarenta años? ¿Cincuenta? No estoy pidiendo ningún trato especial, al contrario: de ser mortal, no hubiera vivido muchos años más. Sí, cuando salga tendré toda la vida por delante, y eso puede dolerle a muchos. Pero cuarenta años son muchos años. Demasiados, incluso. Pero sentémonos y comencemos a hablar partiendo de ahí.


 
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miércoles, 28. enero 2009
Jaime, 28 de enero de 2009, 8:52:46 CET

Pues yo


A: Disculpe el retraso. Es que me he muerto por el camino. B: Menos mal, comenzaba a pensar que le había pasado algo. A: ¡Hombre! B: ¿Sí? A: Que me he muerto. B: Aham. A: ¿Y le parece poca cosa? B: Pf. Todo el mundo lo hace. A: ¿Ah, sí? ¿A cuánta gente conoce usted que se haya muerto? B: Napoleón, Gandhi, Felipe González, entre otros muchos personajes históricos españoles. A: Bueno, ya, pero yo no lo había hecho nunca. Y diría que usted tampoco. B: Pues yo una vez conocí a un señor que luego se murió. A: Oiga, que vengo del más allá, podría mostrar un poco de respeto. B: Pues yo una vez estuve en Italia y también es muy bonito. A: ¿No quiere saber cómo es la vida después de la muerte? B: Pues yo una vez leí un libro sobre el tema y era muy interesante. A mí me gusta mucho leer, tengo casi siete libros en casa y otros dos en el apartamento de Lloret. A: Sé si Dios existe o no... Se lo podría decir... Y gratis. B: Pues yo de niño iba a catequesis. A: ¡Está bien, pues no le contaré nada! B: Lo importante es que yo he ganado: cada uno de mis "pues yo" superaba sus estúpidos comentarios y dejaba en evidencia su ridículo egocentrismo. A: ¬¬ B: Oiga, a mí no me venga con emoticones, que le parto la cabeza. A: Es que no se me ocurre ningún gruñido que recoja todos los matices de ¬¬. B: A ver, pruebe con grumpf. A: Grumpf. B: A mí me ha sonado bien. A: No sé, no sé. Creo que le sobra fastidio y le falta algo de ceja alzada, no sé si me explico. B: Pruebe a decir grumpf con la ceja alzada. A: Grumpf con la ceja alzada. B: Hm. A: Exacto: hm. B: No es lo mismo, no. A: ¿Lo ve? B: Pero es que tuve una mala experiencia con un emoticono. Le presté dinero y... En fin, ya se imagina cómo sigue la historia. Estas cosas de dinero son siempre desagradables. Desde entonces jamás le presto dinero a nadie. A: Pues yo una vez le presté dinero a mi hermana. B: Ah, maldito. Me ha pillado. En mi propio juego. A: Ja, ja. La venganza es un plato que se sirve cuando hay suerte. A: Eso dicen. B: Sí que lo dicen, sí. A: A veces. B: Bueno. A: Parece que refresca. B: Sí... A: Aham... B: ¿Y qué tal es eso de estar muerto? A: Psa. B: Sí, ¿no? A: Sí, bueno. B: Tiene mucha fama, pero luego. A: Pero luego también. B: También, ¿qué? A: También tiene fama. B: Es lo que tiene la fama. A: ¿Qué tiene? B: Dos sílabas. A: Cierto. B: Bueno, ya hemos llegado a mi piso. A: Hasta luego, buenas noches. B: Buenas noches.


 
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