mayo 2004 | ||||||
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abril | junio |
Justo lo que quería
No sé si es por casualidad o debido a las costumbres amatorias de la generación de nuestros padres, pero el caso es que en mi grupo de amigos casi todos hemos nacido entre abril y agosto, sufriendo el pegajoso calor de Barcelona nada más venir al mundo. Es decir, que llevo ya algunas semanas de cena de cumpleaños en cena de cumpleaños y, lo que es peor, devanándome los sesos para encontrar regalos que sean lo suficientemente dignos como para que mis amigos puedan al menos seguir mirándome a la cara. El caso es que justamente hace poco leía lo que Theodor W. Adorno escribió en Minima Moralia acerca de los regalos. Adorno explica que "el regalo privado se ha rebajado a una función social que se ejecuta con ánimo contrario, con una detenida observación del presupuesto asignado, con una estimación escéptica del otro y con el mínimo esfuerzo posible". "La decadencia del regalar -sigue el filósofo- se observa en el triste invento de los artículos de regalo, ya creados contando con que no se sabe qué regalar, porque en el fondo no se quiere". Y termina criticando aquello del "si prefieres otra cosa, lo puedes cambiar", que para Adorno viene a ser un "aquí tienes tu baratija, haz con ella lo que quieras si no te gusta, a mí me da lo mismo, cámbiala por otra cosa". Creo que al pobre hombre le hubiera dado un síncope si hubiera llegado a ver estos horribles vales regalo por 20 o 50 euros que ofrecen en sitios como el Corte Inglés o Zara. Para acabar de rematar este alentador panorama, llega Quim Monzó y se queja en el Magazine de La Vanguardia de los regalos que "se hacen por compromiso, para cubrir el expediente. Lo último que se valora es que al regalado le puedan o no gustar". De todas formas, y a pesar de Adorno y de Monzó, no acabo de ver claro que los peores regalos sean los que se hacen por puro compromiso o sin ganas. Hay gente que con todo el cariño y la buena intención del mundo regala libros de Coelho o ropa que a los payasos de Micolor les parecería algo atrevida. Por no hablar de los que todos hemos tenido que hacer en el colegio para los días del padre y de la madre. Esos poemas redactados entre treinta alumnos, esos ceniceros con forma de huevo frito o esas absurdas flores de papel. En definitiva, prefiero un regalo horrible hecho sólo para salir del paso que uno de estos regalos bienintencionados. Si a uno le regalan algo espantoso y se sabe que es por compromiso, siempre puede esconderlo en el armario. Pero si se lo regalan con todo el cariño del mundo (y eso, por desgracia, se nota), sólo hay dos opciones: o sufrir el regalo, o esconderlo y sufrir a cambio los remordimientos de conciencia que le recuerdan a uno que es un desagradecido. Visto el panorama, igual me decanto por hacer algo que comenta el propio Monzó: regalar algo espantoso adrede, sólo para ver cuánto tarda el obsequiado "en esconderlo y fingir que se ha roto".