Cuando se dice de alguien que no está mal para la edad que tiene, en realidad le estamos llamando viejo y feo. Algo parecido ocurre con Turquía, país del que, razonablemente, sólo se pueden elogiar sus logros políticos y sociales cuando se compara su situación con la de, por ejemplo, Argelia o Irak.
Así pues, no sorprende la preocupación con la que se ha recibido la victoria electoral del AKP, un partido islámico moderado. Muchos temen que su llegada al poder pueda significar un retroceso en ese particular laicismo turco, impulsado y apoyado por el ejército. Preocupación que actualmente es más que comprensible, dado que Turquía es un clásico aliado de Estados Unidos, y Bush no se puede permitir perder los escasos amigos musulmanes.
De todas formas, el líder de este partido, Recep Tayyip Erdogan, ya
ha asegurado que su intención no es sólo mantener la democracia laica del país, sino además seguir eliminando obstáculos a los derechos humanos, como la tortura o las trabas a la libertad de expresión. En
La Vanguardia se recoge la voluntad de este partido de presentarse casi como una de las clásicas democracias cristianas europeas. Sólo que islámica en lugar de cristiana, claro está.
De momento, no veo por qué hay que dudar de la sinceridad de Erdogan. Su partido puede ser islámico, democrático y plural, siempre que este islamismo siga las ideas e interpretaciones más abiertas e incluso más heterodoxas de la religión. Además, y aunque la comparación pueda no servir de mucho, las democracias cristianas no quemaron brujas ni obligaron a nadie a ir a misa los domingos.
Así pues, y como vivo a bastantes kilómetros de Ankara, me permito el cómodo lujo de ser moderadamente optimista. Si el AKP consigue gobernar con cierta dignidad, podría ser una buena prueba de que el islam es compatible con una sociedad laica. Y esto podría significar un buen avance en la modernización definitiva de Turquía, además de un ejemplo para otros países islámicos.