Nadie te vigila


Se suele decir que la ciencia ficción nos avisa de ciertos peligros. Aunque no suele acertar. Últimamente, por culpa de internet, la televisión y el 11 de septiembre, se habla mucho del Gran Hermano que nos vigila, siguiendo 1984, de George Orwell. Según quienes ven en esta espléndida novela un trasunto de lo que ocurre hoy día, vamos de cabeza a una sociedad en la que estaremos totalmente controlados, en la que se registrarán nuestros movimientos, nuestras compras, nuestras decisiones; en la que no se nos permitirá tener nuestras propias ideas ni tomar nuestras propias elecciones. A esto, cómo no, se le añaden cuatro pinceladas de cyberpunk desnatado al estilo del "poder de las hiperglobalizadas y omnipresentes grandes corporaciones". El error tal vez provenga de no pensar que, en su libro, Orwell se refería más a lo que ocurría cuando lo escribió que a lo que pensaba que podría ocurrir en el futuro. De hecho, las mejores novelas de ciencia ficción no son simplemente de anticipación, sino que en ellas el autor critica la sociedad en la que vivía. Así pues, me parece más lógico pensar que hoy día la tendencia es la contraria a la del Gran Hermano, como avisan John Gray y Peter Sloterdijk: vamos, quizás, hacia una disgregación brutal del conocimiento, de la sociedad, de las opciones. Nadie nos controla, aunque exista la tecnología necesaria para hacerlo. Tampoco se nos obliga a adorar a nadie. En cuanto a las malvadas empresas, se olvida que lo único que quieren es una buena cuenta de resultados. Y para eso no hace falta sojuzgar el mundo, basta con adaptarse a él. Coca-cola no torturará a nadie para que beba sus refrescos. Sencillamente se los venderá. Otra cosa es que las empresas no quieran asumir los peligros y costes sociales y ecológicos de sus actividades. De todas formas, todo esto no es una buena noticia. La conclusión es más bien dramática: así como en la obra de Orwell cada uno de los individuos era fundamental y había que contar con él al precio que fuere, en el actual proyecto de libre (¿libre?) mercado global no importa lo que hagamos, las libertades de las que disfrutemos, las seguridades con las que contemos. El sistema es tan flexible que ya se ocupará de adaptarse él mismo para absorbernos y utilizarnos convenientemente. Nos espera un mundo disgregado, gaseoso, molecular, en el que a la ausencia de objetivos personales y sociales concretos la querrán llamar libertad. Los rasgos de 1984 que aún reconocemos (posibilidades de control, creación de enemigos al estilo de Sadam Hussein, pérdida de privacidad) son más bien los ecos de la Guerra Fría, de la caza de brujas, de las purgas estalinistas.
 
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Ninguno supo reaccionar entonces. Tampoco lo sabe nadie ahora. Se han cometido demasiados errores; lo grave es que ahora son voluntarios. Y las muertes se rebajan al nivel de excusas.
 
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La utopía liberal


La izquierda necesita un nuevo discurso equilibrado y claro. Los artículos y libros de Ignacio Ramonet o de Noam Chomsky no están exentos de razones, pero, admitámoslo, los panfletos sólo sirven para que los ya convencidos se convenzan aún más de lo genial de su convencimiento. Lo mismo pasa con la derecha y, por ejemplo, Jiménez Losantos. De ahí lo agradable que resulta leer a John Gray. Un tipo que no es un progresista, ni mucho menos, sino un economista conservador (al estilo británico, no al estadounidense) cuyas primeras ideas eran cercanas al thatcherismo más liberal. Sin embargo, Gray es lo suficientemente honesto como para ver claros los errores y peligros del actual proyecto de libre mercado global, que además de amenazar toda cohesión de la sociedad, pretende eliminar cualquier alternativa, tal y como intentaron fascismos y estalinismos. Una de las muchas ideas que sugiere Gray en Falso amanecer es que este neoliberalismo con ansias globales y totalitarias no es más que una nueva utopía, por irrealizable y por sus pretensiones de perfección. Gray explica que las utopías políticas y sus planes de mundos perfectos no fallan por chocar con las imperfecciones humanas, sino porque a duras penas son perfectas en las mentes de quienes las defienden. Para el resto no son más que nuevos monstruos construidos sobre el error, el horror y la vanidad.
 
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Batasuna (algunas dudas)


No cabe ninguna duda acerca de la connivencia (y dependencia) entre ETA y Batasuna. Y, desde luego, no merece ningún respeto un partido que no condena (y supuestamente apoya moral y logísticamente) asesinatos y atentados terroristas. Pero no creo que la ilegalización de este partido sirva para acabar con el terrorismo. Ni siquiera creo que vaya ayudar, sino que más bien parece previsible un aumento de la división de la sociedad vasca y, en consecuencia, que aún sea más difícil vivir allí con toda normalidad. Especialmente para aquellos que llevan escolta. La ilegalización de Batasuna igual supone mayores dificultades para los terroristas, pero es también una excusa más. Una excusa cruel e imbécil, sin duda. Aunque, claro, matar por la independencia (o por la dependencia) de un país es ya de por sí bastante imbécil. Sinceramente, no tengo ni idea de lo que se puede hacer en el País Vasco. Aunque sí me atrevo a caer en el tópico del necesario diálogo (por una vez, no falso por tópico), aunque sin olvidar que el problema no es tanto hablar (ya se ha hecho) como dejar claras las bases sobre las que se establecerá este diálogo. Ambas partes han de asumir que tendrán que ceder. Quizás mucho. Si todo se limita a acciones policiales y a la ilegalización de Batasuna, me temo que poco se va a arreglar. Los arrestos no han solucionado gran cosa hasta ahora, y no creo que se pueda meter en la cárcel a todo el que esté dispuesto a cometer atentados. Por poner un ejemplo, y asumiendo las diferencias que existen entre ambos conflictos, en Irlanda del Norte no acabaron con el terrorismo expulsando al sur a los católicos ni metiéndolos en la cárcel. Cosa que no quita, claro está, que cuanto pueda hacer la policía por evitar asesinatos y arrestar a asesinos sea más que necesario y encomiable. Pero si todo se mantiene igual, con asesinatos y arrestos, y si la ilegalización de Batasuna no ayuda (dudo que lo haga) habrá que preocuparse por el "y luego, ¿qué?" ¿Estarán dispuestos en Madrid a radicalizar de modo brutal e insensato el conflicto? ¿Declararán el estado de excepción? ¿Meterán los tanques en Bilbao? ¿Creerán que es factible (y no, no lo es) una solución al estilo Bader Meinhoff? Por supuesto, me alegraré si resulta que estoy equivocado y que es un acierto, y no una especie de vendetta política, ilegalizar Batasuna. Pero lo dudo. Lo dudo mucho.
 
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La derecha está de moda


Después de leer la entrevista a Boris Izaguirre y a Jaime Bayly en el Magazine -sin versión en internet- de La Vanguardia, uno constata que la izquierda, definitivamente, ha perdido la batalla de la imagen. Ya no está de moda ser de izquierdas; la gauche divine ha muerto y los pijos son conservadores, que es lo que se lleva. "Se espera que el intelectual latinoamericano esté vinculado a la izquierda, pero Bayly aboga por la derecha", afirma Izaguirre, que añade: "Es que en el fondo la izquierda no nos lleva a ninguna parte, yo me he comprado una casa gracias a desnudarme en televisión y, bueno, no sé si mi éxito arrollador hubiera sido posible en un país de izquierdas, creo que sólo podría haber triunfado en la España del PP". A lo largo de la entrevista, además, los televisivos escritores optan por Mario Vargas Llosa e hijo, dejando a un lado a Gabriel García Márquez. Y a Izaguirre y Bayly hay que tenerles en cuenta, porque, de escribir no sé, pero de modas, tendencias e imagen nadie sabe más que ellos. La verdad es que este cambio no me sorprende. Desde la época de Reagan y Thatcher, la derecha ha sabido maquillarse y presentar hábilmente como nuevo lo que en realidad es lo de siempre. Las gentes de izquierda se han (nos hemos) limitado todo este tiempo a sonreír con desdén, a señalar con el dedo y a decir, entre risitas idiotas: "ji, ji, si son fachas, quién les hará caso". De la izquierda exquisita que retrataba Tom Wolfe -esos millonarios antisistema- hemos pasado a la derecha popular -esos parados antisubsidios. Al final, claro, ha resultado que la política neoliberal es el modelo a seguir, incluso por los partidos progresistas: de ahí los patéticos esfuerzos de Giddens y Blair por crear una tercera vía, que no es más que la vía de siempre. Y es que resulta mucho más fácil llegar al ciudadano diciendo -maquillando ligeramente lo que se dice- que los extranjeros vienen a robar, que el que no trabaja es porque no quiere y que los impuestos no son apenas necesarios, que entrar en sutilezas acerca de política fiscal o de derechos de los inmigrantes. Además, y por culpa de veinte años de dejadez, la izquierda no sólo necesita actualizar de modo real su discurso, sino también defender su pasado -al menos, lo que merezca la pena defender. Porque ahora resulta que cuando se habla de izquierda no se está hablando de socialdemocracia, sino que uno se refiere al stalinismo. Del mismo modo que durante todo este tiempo la gente de izquierdas asociaba la derecha, por muy democrática que fuera, con los fascistas. Los partidos reaccionarios han conseguido ocultar ese pasado y además humillar a la progresía gracias a los revisionistas: Franco, Mussolini, McArthur, Kissinger, Pinochet eran malos, pero -y éste es el pero odioso, el de "yo no soy racista, pero"- las izquierdas contra las que se enfrentaron fueron o habrían sido peores. Así pues, los delitos de la izquierda sirven, simple y llanamente, de excusa, de justificación de los crímenes de la derecha. El caso más claro es el de la oposición Hitler-Stalin, en el que se cuentan muertos y se comparan campos de concentración y gulags en un ejercicio sencillamente imbécil. Así pues, o los partidos progresistas renuevan su discurso, se acercan de nuevo al ciudadano y dejan de tratar a los partidos de derechas como rebañitos de fachas indocumentados o aquí hay neoliberalismo para rato, por mucho pijín antiglobalización que clame contra el imperio del mal que se supone que es Estados Unidos. Se acabó el hablar de obreros, de capitalismo salvaje y demás melonadas. Y, en todo caso, no vale copiar y presentar el trabajo con otro título y otras firmas (¿de acuerdo, señor Giddens?). Así, al menos, hasta que progre y rojo dejen de sonar a insulto.
 
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