junio 2025 | ||||||
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Mis labores
Cuando hace décadas las mujeres comenzaron a trabajar fuera de casa, los más optimistas imaginaron un futuro en el que cada pareja escogería lo más conveniente según sus gustos y necesidades: que fuera él quien trajera el sueldo a casa, que lo hiciera ella o que fueran ambos, dependiendo del grado de masoquismo y de las apetencias de cada uno. Pero al final ha resultado que no escoge nadie, sino que, por culpa de unos sueldos que obligan a apretarse el cinturón hasta quedarse sin aire, en las familias trabaja hasta el gato. Y es una pena, porque me da que poco a poco tanto las mujeres liberadas como los varones domados van recordando que eso de la realización profesional suele ser una chorrada. En todo caso, y puestos a realizarnos, mejor hacerlo en nuestros ratos libres y no mientras simulamos hacer no se sabe bien qué, por no recordamos qué motivaciones, y a cambio de no se entiende por qué tan poco. Yo mismo, si pudiera escoger -y espero poder hacerlo algún día-, me haría amo de casa sin dudarlo. Es más satisfactorio hacer la compra sin que le timen a uno o cocinar un cordero al horno sin que se queme demasiado, que ser uno de esos agentes de bolsa que se pelean por las migajas de los beneficios ajenos, o uno de esos comerciales que se pasan todo el día sonriendo para vender una partida de tornillos a una constructora. No creo ser el único que tenga estas aspiraciones laborales. Seguro que más de uno sueña con dejar ese trabajo que le está encorvando la espalda y destrozando los nervios para largarse a casita a regar las plantas. Pero es lo que tiene eso del liberalismo y la contención salarial: que ahora los esclavos se venden por parejas. Sin duda, ser amo de casa no es fácil ni descansado. Aunque al menos ya no estamos en esa época en la que las mujeres bajaban al río a lavar la ropa y luego tenían que cocinar (sin horno eléctrico) para once niños y para ese marido que venía de trabajar catorce horas en la mina. Hoy en día hay lavadoras, lavavajillas, aspiradoras. Y un ama (o amo) de casa no tiene jefes: puede poner la música que le apetezca, posponer tareas, echar una siesta y, por supuesto, ver el programa de María Teresa Campos. Sí, de acuerdo, con niños de por medio, la cosa es más complicada. Aunque a veces lo dudo, viendo el trato que muchos padres dan a sus tan queridos retoños: entre semana, los aparcan en la escuela y en clases de piano, de inglés y de ballet; durante los fines de semana y las vacaciones, los deportan a unos campamentos. Además, y ya que me confesaba aspirante a amo de casa, también he de reconocer que a mí eso de los niños no me hace ninguna gracia: creo me conformaré con plantar un árbol.
Otro rollo sobre el príncipe
Pido disculpas de antemano por la poca originalidad del tema, pero me apetecía comentar una cosilla más sobre todo esto de la monarquía. El caso es que estos días se ha hablado bastante del hecho de que Felipe sea el heredero cuando su hermana Elena es la primogénita. Muchos explican que el hecho de que el varón tenga preeminencia sobre sus hermanas es una medida discriminatoria y arcaica. Eso sí, las malas lenguas aseguran que esta medida se mantiene sólo porque Elena no tiene las suficientes luces para reinar y sus papás no querían hacerle el feo de pedirle que dejara jugar a su hermanito. En todo caso, lo que se pide como iniciativa democratizadora de una institución que de democrático no tiene nada, es que el heredero sea el primer hijo, nazca niño o niña. Tal cosa iría de acuerdo con la Constitución, que deja bien claro que no puede haber discriminación alguna por motivos de sexo. Pero, claro, la Constitución también afirma que no puede haber discriminación por motivos de edad. Es decir, ¿por qué ha de ser el primer hijo el escogido? ¿Por qué no el segundo? ¿O el quinto? Para eliminar esta clara situación que va en contra de los derechos de la persona, el heredero debería escogerse por sorteo: reinará el que saque la carta más alta, por ejemplo. Pero no nos detengamos aquí: en la Carta Magna también se puede leer que no puede darse discriminación por motivos de nacimiento. Es decir, no hay razón para ceñir esta lotería a los tres infantes y, por tanto, el sorteo para escoger rey debería extenderse a toda la nación, como en la novela de Chesterton. Llegados a este punto, alguno me dirá que por qué no instaurar una república y elegir por votación a un presidente. No niego que eso sí que eliminaria toda posible discriminación, además de ser democrático sin necesidad de malabarismos. Pero en este país no se puede proponer tal cosa, porque a todo el mundo le ha dado por decir que es repúblicano, pero, eso sí, pragmático y juancarlista. Esto básicamente consiste en decir tres cosas: si funciona, para qué molestarse en cambiarlo; mejor una monarquía que una república, teniendo en cuenta lo mal que fueron en España las dos anteriores; Juan Carlos es un gran tipo: fíjate en lo que hizo durante el intento de golpe de Estado. No seré yo quien juzgue estas arraigadas y populares ideas como frasecillas de cartón piedra, así que creo que no queda más remedio que admitir que la monarquía, para ser compatible con la democracia, ha de pasar por el sorteo universal del trono. Y por la elección democrática del consorte de turno, pero ésa es otra historia.
El príncipe azul
El príncipe heredero había renunciado al trono por amor. Él quería con locura a aquella muchacha que se le había presentado como modelo y que había resultado ser la ex camarera de un bar en el que se servía con poca ropa. Los ciudadanos y periodistas le pillaron tirria a la pobre mujer, y su padre no dejaba de repetir que la pelandusca esa no pondría un pie en palacio, así que el príncipe, enamorado como un burro, no pudo hacer otra cosa que renunciar al trono. Casi todo el mundo aplaudió su romántica valentía, no sin remordimientos y cierta tristeza. Sin embargo, unos años después del divorcio, el príncipe reconocía que lamentaba aquella decisión. No porque al final todo hubiera quedado en nada, ya que seguía creyendo que, al menos, había merecido la pena intentarlo, sino más bien porque algo le roía el hígado cuando veía a su hermano menor recibiendo los honores de un rey recién coronado. Le veía viajando a países exóticos acompañado de su esposa, la elegante hija de un diplomático, o dando el discurso de Nochebuena, o en la toma de posesión de los nuevos ministros y no podía dejar de pensar con cierta envidia que aquel podría haber sido su lugar. Mejor dicho: que aquel debería haber sido su lugar. Y, para acabar de ser sinceros, lo que más le jodía era haberse divorciado porque su hermano se acostaba con la ex camarera, contando con el resignado consentimiento –qué remedio- de la elegante hija de un diplomático.
Dos mitos
Los mitos caen poco a poco. Ahora va Pedro Duque, el más español de los astronautas, y dice que se puede escribir en el espacio con un boli normal. Y que los rusos siempre han usado el equivalente soviético de los Bic, no como los americanos, que sí tienen sus bolis de la Nasa con cartucho de tinta a presión. Otro tópico que también se va haciendo añicos, al menos por mi experiencia, es el de los taxistas de derechas. Se supone que un taxista español ha de estar escuchando la Cope, ya sea la tertúlia política de turno o el partido de fútbol del Real Madrid, y ha de aprovechar cualquier oportunidad para soltarle al pasajero -quien, recordemos, no puede huir- un discurso sobre lo terrible que es la inmigración y la mano dura que hace falta con la delincuencia. Pues resulta que estos retroconservadores al volante ya son cada vez menos. Es más, no hace mucho me encontré (en Barcelona) con un taxista de Jaén que resultó ser catalanista hasta el extremo del independentismo. Obviamente, sigue habiendo taxistas de derechas. Recuerdo uno que explicó que había tenido los dos peores trabajos que se pueden ejercer: policía y taxista. Durante su etapa de poli, allá por los sesenta y setenta, había sido uno de esos grises que apaleaba estudiantes. El tipo aseguró que en las manifestaciones de ahora "no se sueltan palos ni nada, hombre, lo de antes sí que era bueno". Con Franco pegábamos mejor. A pesar de todo, parecía hasta entrañable, el hombre. Y al menos es una de las pocas personas de derechas que no ha sido maoísta en su juventud, lo cual tiene su mérito. Total, que se registran avances en la guerra contra los lugares comunes, guerra, por supuesto, perdida de antemano, porque si no se pudieran explicar cosas como que en el espacio no se puede escribir con un boli normal o que los esquimales tienen más palabras que nosotros para referirse al color blanco, ¿de qué se iba a hablar durante las cenas?
¿Por qué habría de asustar un sombrero?
Sé que muchos me odiarán por lo que voy a decir: me parece mucho más interesante un sombrero que una boa que digiere un elefante. Entre otras cosas porque debajo del sombrero suele haber una persona, cosa que no pueden decir todas las serpientes. Además, hoy en día y por desgracia, ya no se ven sombreros, mientras que para ver boas sólo hace falta coger el metro y acercarse al zoo. Reconozco que no es tan fácil ver a esa misma boa tragándose un elefante, pero eso sólo es porque en los zoos todo suele estar demasiado ordenado y a los reptiles los mantienen alejados de los mamíferos. En cambio, ya no se ven sombreros por ningún lado. Si alguien conoce a algún tipo que los lleve, igual no sería mala idea enviarlo a algún zoológico o, mejor, a una feria ambulante, para exhibirle junto a la mujer barbuda. El último intento que recuerdo por poner de moda dicha prenda fue el que, allá por los años ochenta, puso en marcha la sastrería Modelo de Barcelona. El comercio en cuestión se sacó de la manga una campaña bastante original: uno se hacía allí un traje y le regalaban el sombrero. Por aquel entonces yo apenas tenía una decena de años -o menos-, por lo que no pude aprovechar esta promoción que, además, acabó resultando un fracaso. Un fracaso original, pero fracaso al fin y al cabo. Y me sabe mal porque, a pesar de que odio las corbatas y de que mi cabello me gusta mucho, pocas cosas me resultarían más agradables que entrar en una cafetería en pleno invierno, quitarme el abrigo y la bufanda, y colgar mi sombrero. Pero, vaya, en Barcelona no hay inviernos de verdad y encima, lo reconozco, me falta valor para lucir dicha prenda: no me atrevería a salir a la calle con sombrero, a sabiendas de que sería el único que luciera uno. Por otro lado, tampoco me resultaría fácil comprarlo. Si no me equivoco, no hace mucho cerró una de las dos últimas sombrererías que quedaba en la ciudad. Por cierto, tanto hablar de sombreros me ha recordado que mi hermana me ha perdido El Golem. Si es que hay libros que no se deben prestar.