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Ya no se lleva
Ha llegado un punto en el que el discurso que remueve las conciencias no es el alternativo, sino el conformista. Y es que el discurso crítico, el que nos dice que todo está de pena y que la vida es un asco, es justamente el que esperamos oír. Concuerda con nuestras expectativas y, en consecuencia, nos tranquiliza o al menos nos deja igual. En cambio, nos incomodan los mensajes como los de los anuncios de televisión, los que nos recuerdan que somos unos afortunados y que no tenemos por qué avergonzarnos de tenerlo todo. Haber nacido en occidente no es culpa nuestra. Así, incomoda más la derecha conservadora que esa izquierda rompedora que ya no rompe nada. Es más moderno ser un liberal que un socialdemócrata. Y todo esto no quiere decir que la actitud correcta sea la del conformista (u optimista, como se prefiera). Ni todo lo contrario. Sólo que es fácil acostumbrarse a la mayoría de las cosas y que los péndulos tienen eso, que van de un lado al otro.
Otro informe
Escucho por la radio que unos cincuentones, entre los que se encuentra Emili Prado, acaban de publicar el enésimo informe acerca de lo malamente que está la juventud, hay que ver, como si eso no se llevara diciendo desde que el primer anciano se dio cuenta de que por ahí correteaba un veinteañero haciendo lo que él ya no se acordaba que también había hecho. El caso es que en este informe se viene a explicar que los jóvenes -y, al parecer, sólo los jóvenes- están tan afectados por la telebasura que hacen juicios de valor chabacanos como los de Crónicas marcianas y tienen ganas de ir a programas de testimonios a explicar sus experiencias. Cosa que supone admitir que los medios afectan directamente, sin filtros, a un segmento determinado de la población (según este trabajo, el que está entre los 14 y los 24 años, con lo que me libro por los pelos). Y eso a pesar de que la clase y el alcance de los efectos de los medios de comunicación no están ni mucho menos claros, a pesar de la cantidad de estudios que se han hecho al respecto en los últimos cincuenta años. Por otro lado, qué suerte tuvo la generación de los autores, que nacieron tres décadas antes que los jóvenes de hoy en día y pudieron debatir acerca de La República de Platón o sobre las antinomias kantianas, con Bach de fondo y bebiendo café keniata. No como nosotros, que no hacemos más que discutir sobre Gran Hermano y enviar cartas al Diario de Patricia para que nos dejen explicar que el gato es nuestro y nos lo follamos cuando queremos. En fin, que los jóvenes de antes sí que eran jóvenes, y no como lo de ahora, que están mal hechos. Vaya, al menos eso parece cuando uno escucha ciertas quejas sobre la degradación cultural de nuestra sociedad, como si los obreros de las fábricas del XIX hubieran ido leyendo a Homero en el tranvía. Sin embargo, me llama la atención las pocas veces que se tiene en cuenta que los cincuentones esos que tanto hablan son justamente los que gobiernan, los que dirigen esos canales de televisión que tanto nos embrutecen y, diantres, los que nos han criado. A ver si va a ser verdad que somos unos deshechos humanos y a ver si además ellos van a tener buena parte de culpa.
Íntimo y personal
Han condenado a un tipo a dos años de cárcel por leer, fotocopiar y entregarle al juez el diario de su esposa, con la intención de demostrar que la muchacha le era infiel. Por supuesto y de entrada, estoy de acuerdo con la condena: está muy feo eso de leerle el diario al prójimo y me parece muy bien que el juez haya estimado que incluso dentro de la pareja uno tiene derecho a mantener un espacio de privacidad. De todas formas, me gustaría decir que no creo que un diario sea precisamente un "espacio de privacidad". Nunca me he acabado de creer eso que dicen algunos de que escriben ciertas cosas para sí mismos y no quieren que nadie las lea y las guardan bajo siete llaves. Entre otras cosas porque buena parte de los libros que se publican son, justamente, diarios, a veces incluso acompañados del adjetivo "íntimos". Muchos hasta los cuelgan en internet, exponiéndolos así a las búsquedas de Google, que no es poca cosa. En definitiva, me da la impresión de que quienes escriben diarios en realidad lo hacen pensando en su publicación cuando sean escritores reconocidos y apreciados. Si es que no lo son ya. Y esperan que el texto de la contraportada deje bien claro que publicar un libro tan personal le ha supuesto al autor quedar desnudo ante sus lectores. O alguna otra tontería semejante. Por otro lado, hay que ser muy torpe o muy vanidoso para serle infiel a la pareja y encima dejar constancia de ello por escrito, al más puro estilo Corín Tellado. Sobre todo si ya hace años que se ha dejado atrás la adolescencia. Como si no estuviera clarísimo que lo primero que hace todo el mundo en cuanto ve un cuaderno abierto sobre una mesa es echarle un vistazo. Y si el contenido es jugoso, mejor aún. Por muy feo que esté.
Being José Luis de Vilallonga
José Luis de Vilallonga pide en su último artículo colaboración a los lectores: le gustaría que le ayudaran a escribir una novela sobre el mundo del teatro. Uno podría pensar que Vilallonga ya está mayor y que requiere de unas cuantas manos amigas que le ayuden a escribir, del mismo modo que a lo mejor necesita un bastón para caminar. Pero en realidad no pide ayuda para redactar, sino para combatirse a sí mismo: "Mi problema consiste en que todavía no he decidido si mi héroe va a ser un personaje de ficción o si lo voy a encarnar yo mismo con nombres y apellidos, lo que sería como dar una continuación a mis memorias, lo que me gustaría evitar a toda costa". Todo esto es muy raro, porque, cada vez que ha cogido papel y pluma, Vilallonga no ha hecho nada más que hablar de Vilallonga, lo que me parece muy bien, porque lo hace de maravilla. Es decir, que ya debería estar acostumbrado a sucumbir a su propio ego, cosa que además parece hacer encantado. Pero puede que el marqués de Castellvell ya no sea aquel joven de setenta años que no dudaba en hablar, por ejemplo, de los cientos de mujeres con las que se había acostado -la mitad, al menos, nobles o famosas. Ahora resulta que quiere hablar de personas que no se han ido a la cama con él. Todo indica, pues, que ya no tiene fuerzas para resistir su propia persona. Lo que, por otro lado, es absolutamente normal: ser José Luis de Vilallonga durante tanto tiempo tiene que resultar una experiencia agotadora. De todas formas, alguien tendría que avisarle de que, en realidad y como todo el mundo, acabará hablando de sí mismo. Por mucho que disimule o se disfrace tras un personaje de ficción. Ficción, dice, a quién pretende engañar.
Enterrar (apunte)
Un profesor mío decía, probablemente plagiando a alguien, que escribir es la forma más fácil de olvidar. La tradición oral era la que realmente ejercitaba la memoria, ya que sólo quien apunta algo se puede permitir el lujo de olvidarlo. Pocas veces recordamos la dirección que hemos anotado en la agenda. Del mismo modo, cuando escribimos algo más que direcciones, permitimos que los demás sepan de nuestras manías a cambio de que para nosotros queden enterradas. Así pues, la hoja de papel en la que hemos volcado lo que queremos o podemos olvidar -ya sea un cuento o un número de teléfono- es, en el mejor de los casos, un plano para volver a encontrar lo ocultado; en el peor, un ataúd.