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¿Quieres hacer el favor de divertirte, por favor?
Quim Monzó escribe sobre los niños (y mayores) a los que les revienta disfrazarse. Monzó habla de dos chavales deprimidos por culpa del carnaval: uno tenía que pintarse la cara y el otro iba disfrazado de ficha de dominó. Ambos habían sido obligados por el colegio a -ehem- divertirse. Este artículo me trae a la memoria un carnavalesco trauma infantil. A mí de niño -de niño, que quede claro- me gustaba disfrazarme. Cada vez que llegaba el carnaval dudaba entre el disfraz de cowboy y uno de Dartacán (el de los Mosqueperros) que me había hecho mi madre. Tampoco me hubiera importado disfrazarme de Drácula alguna vez, pero no llegué a hacerlo. Sin embargo, cuando iba a segundo, a los profesores se les ocurrió la genial idea de que nos hiciéramos los disfraces en clase. Y, encima, que cada clase fuese disfrazada de lo mismo. A nosotros nos tocó ir de payasos. ¿Qué gracia tiene ir de payaso si tus treinta compañeros van exactamente igual? ¿Por qué tenía que pintarme la cara y hacer el ridículo por la calle? ¿Por qué habían convertido una fiesta de disfraces en un desfile de uniformes? ¿Por qué no podía coger mi revólver de petardos? ¿Por qué esas madres que decían cosas como "qué monos" o "qué idea más original" no acabaron en la cárcel? Sólo pude responder a estas preguntas con un llanto de rabia durante el desayuno y con una mirada de odio dirigida a la señu como nunca se ha visto en un payaso.
Un parque a oscuras
Cuando uno pasa de noche por un parque, no puede quitarse de la cabeza la idea de que o le van a violar o le van a tomar por un violador. Si el parque es el de la Ciutadella, la sensación es aún peor: la proximidad del parlamento y de sus ocupantes hace temer también por la cartera. Por cierto, encontrar el parlamento en el parque es sencillo: sólo hay que guiarse por el olor a animal. La excusa que ponen los obreros de la política es que el edificio está justo al lado del zoo. Dentro de unos meses trasladarán el zoo a las afueras y se podrá comprobar quién era el que olía más y peor. Y no, no aprovecharán para llevarse fuera el hemiciclo catalán porque, parafraseando las palabras acerca de la policía que se le escaparon a Joan Rigol en mitad de un pleno, los políticos son otra clase de animales. Una lástima que no pudiera pasar por el parque unas horas antes. Anoche sólo había cuatro locos corriendo sin que nadie les persiguiera y otros cuatro que sacaban a pasear al perro, para espanto de las ocas y patos que correteaban sueltos por los dos estanquitos del parque. Menudos graznidos soltaban los pobres cada vez que a algún despistado se le escapaba el pastor alemán. Y es que a esas horas apenas pude constatar que esa enorme fuente a modo de cascada me sigue dando miedo y que la estatua del mamut ha encogido desde que era niño. Por lo que me han explicado, de día hubiera podido presenciar un divertido espectáculo: gente abrazada a los árboles, con la intención de sentirse en pleno contacto con la naturaleza, de notar el fluir de la vida. Imagino que esta gente pensará que la vida es algo muy pegajoso. Por la resina, más que nada.
Ya es Navidad en La decadencia del ingenio
Una diputada popular ha pedido que se condecore a los miembros de una subcomisión parlamentaria, cuyo trabajo un poco más y no sirve para nada. No seré yo quien le niegue una medalla a tan digna servidora, entre siesta y siesta, de los intereses patrios. Es más, yo le daría encantado una o dos condecoraciones, aunque me temo que las únicas que podría conseguirle serían las que uno puede encontrar dentro de un Kinder Sorpresa. Yo no he trabajado tan duro como esa señora, sólo faltaría, así que no aspiro a que me cuelguen una medallita de la solapa. Ni siquiera un pin. Pero creo que tengo derecho a unas vacaciones. Y, como en vacaciones uno tiene más tiempo libre, resulta que no voy a tener tiempo para escribir por aquí hasta el año que viene. Vamos, que no es plan de acercarse mucho al ordenador cuando uno tiene fiesta. Es una pena, porque quería decir alguna cosilla sobre esa encuesta que comenta JR, según la cual el 64 por ciento de los españoles separa la basura. Creo que buena parte de esos dos tercios no ha comprendido la pregunta y en realidad hacen lo mismo que yo: separar la basura, sí, pero sólo de las cosas que no son basura, no sé si me explico. Pero estaba hablando de mis vacaciones. Quería añadir que a mí las Navidades me gustan. Algunos critican el consumismo de estas fiestas, pero a mí me gustaría que todo el mundo pudiera ser consumista incluso a fin de mes. Otros hablan de la hipocresía que supone tener buenos sentimientos apenas un par de semanas, pero digo yo que sería peor no tener ni un mísero buen sentimiento de esos en los doce meses del año. Obviamente, no todo es bueno en Navidad, a pesar de que incluso hace frío -es que también me gusta el frío-. Por ejemplo, mis tías, que no tienen nada que envidiar a las tías Agatha y Dahlia de Bertie Wooster. Son más o menos como ellas, sólo que sin fortuna heredable. En definitiva, que entre que me voy a pasar unos días fuera y que voy a estar demasiado ocupado durmiendo, comprando regalos y peleándome con mis tías -especialmente con Mercé, para que suelte la botella de cava-, será mejor que me vaya despidiendo hasta el año que viene, no sin antes desearos felices fiestas y constitucional año bueno. Esperemos que en 2004 no entre la guardia civil a disolver el parlamento catalán y que Atutxa recupere la cordura que mostraba no hace tanto tiempo. No sé qué pasa, pero siempre acabo hablando de política.
Dejad que los locos se acerquen a mí
Estaba en el metro, leyendo y sin meterme con nadie, cuando un tipo barbudo, cuarentón y feúcho se me ha acercado y me ha dicho al oído: "Tú eres un fantasma". Al principio me he asustado, claro, me están diciendo que estoy muerto, así, de sopetón, hasta que me he dado cuenta de que se refería al otro significado de la palabra fantasma. Me hubiera gustado discutir tranquilamente esta opinión, pero me fue imposible: el tipo me lo había dicho justo cuando se abrían las puertas del vagón, de modo que cuando levanté la cabeza me encontré con que este nuevo amigo ya caminaba aprisa por el andén, en dirección a las escaleras. Esto me ha sorprendido. No porque sea la primera vez que me llaman fantasma -me han dicho cosas peores-, sino porque los chiflados y los borrachines suelen ser más simpáticos y amables. De hecho, ése es su problema, que son demasiado simpáticos y amables. Recuerdo por ejemplo un viaje de tres cuartos de hora en autobús nocturno al lado de un simpatiquísimo tipo que no paraba de hablar. Yo sólo le decía que sí a todo y él me explicaba que se había tirado los últimos diez años trabajando en el campo valenciano, aunque acabó admitiendo -como si yo le hubiera forzado a ello- que había pasado esos diez años en la cárcel. En ese momento se dedicaba a vender cocaína, aunque su mujer no sabía nada. Desde entonces, por las noches voy en taxi. La amabilidad de esta gente, es también exagerada. Para empezar, los borrachuzos y los tocados del ala se ponen a hablar con el primero que ven, sin hacer distinción de sexo, de edad o de clase social. Son bastante más demócratas que la gente sobria. Por otro lado, yo no sé si los niños y los borrachos son los únicos que dicen la verdad, pero lo que es seguro es que son los únicos que me hablan de usted. Es más, los dipsómanos suelen estar obsesionados con la educación. -Shi esh que she han perdido losh modales, ¿no eshta ushted hic de acuerdo? -Sí, lo estoy. -La gente ya no hic da ni buenosh díash, ni lash buenash tardesh, ni nada. -Pues no. No da nada. -Ni en el ashshenshor. -Ni en el ascensor. -En losh pueblosh esh diferente hic. En lash ciudadesh, ya she shabe. Sí, señor, ya se sabe. También es curioso que cuanto más tarda uno en sacárselos de encima, mejor le tratan. Normalmente comienzan hablándole a uno de usted, luego le dicen "señor" y acaban soltando algún que otro "caballero". Creo que, si se les deja seguir, elevan el cargo a "molt honorable", aunque aún no he hecho la prueba. De todas formas, hay que decir que la de hoy no ha sido mi única experiencia desagradable con un locuelo. No hace mucho, un señor que olía a vino se puso a mi lado en el metro. Y luego me dijo que yo estaba demasiado cómodo y que ocupaba más espacio del que me tocaba. Lo dijo casi sin tartamudear. Lo gracioso del caso no es sólo que yo sea más bien delgadillo y qué él fuera una especie de Papá Noel sin gorro, sino que el vagón estaba vacío. Éste era un borracho algo nazi: estaba obsesionado con su Lebensraum.
Actualización: Creo que había olvidado activar la opción de permitir comentarios en esta historia. No creo que hayáis sido millares los decepcionados, pero, en todo caso, que sepáis que ahora sí podéis escribir alguna cosilla. Disculpas.
Terrorismo digital
(Dos hombres sentados cara a cara en una vieja mesa de madera. José, con una mano vendada; el vendaje está sucio y ensangrentado. Le falta un dedo. Un agente, uniformado y pulcro. La única luz es una lámpara anticuada que está entre ambos. En la mesa hay una grabadora con un micro que señala a José.) AGENTE: A ver si le entiendo... Usted decidió cortarse el meñique de la mano izquierda. JOSÉ: Exacto. A: Porque le apetecía. J: Sí, quería experimentar el dolor que siente uno al cortarse un dedo. A: Y para que no se lo volvieran a coser... J: Lo pasé por la batidora. Junto a unos tomates, rodajas de pepino y ajo. Lo colé, lo puse en el microondas tres minutos y me lo tomé. Acompañado con pan y una copita de vino tinto. (El agente vuelve su cara con gesto de disgusto.) J: Sabía como una crema de, no sé, pollo. (El agente mira al suelo y suelta un gemido de desaprobación y asco al mismo tiempo.) A: (Vuelve a mirar a José con el ceño fruncido.) ¿Pero no se da cuenta de que lo que ha hecho es una barbaridad? J: ¿Una barbaridad? ¿Por qué? A: Es una animalada. J: Quizás. Pero es mi dedo. Lo que haga con él es cosa mía. A: ¿Su dedo? Usted es un egoísta. J: No le entiendo. A: Todo su cuerpo forma parte de la sociedad y ha de servirla convenientemente. ¿No comprende que si le falta un dedo no puede rendir al cien por cien? Si aún hubiera sido un accidente, se le podría perdonar, pero en estas circunstancias... J: ¿En estas circunstancias? A: Esto es un clarísimo atentado económico. Su juego, su experimento, trae inexcusables perjuicios a la sociedad. (Ahora es José quien baja la mirada, avergonzado.) Ahora habrá que curarle, tendrá que estar un tiempo de baja, sin producir, y después ya veremos si su rendimiento seguirá al mismo nivel... ¿Cuál es su profesión? J: Trabajo en una oficina. A: ¿Y ha de teclear? ¿Usa un ordenador? J: Sí. A: Ya ve a lo que me refiero. J: (Alza de nuevo la cabeza.) Pero no necesito el meñique izquierdo. A: ¿No? Piense. ¿Con qué dedo teclea el shift, la tecla de la flechita? (José calla.) A: ¿Lo ve? Lo siento, pero habrá que presentar cargos. Necesitará un abogado. Discúlpeme un minuto. (El agente se levanta y sale de la habitación. José se queda solo. Mira a su alrededor. Toca el micrófono. Se mira la mano. Entonces se mete la mano derecha en el bolsillo, de donde saca una pequeña navaja. La abre. Pone la mano izquierda sobre la mesa y coloca la hoja de la navaja sobre el anular. En ese momento, el agente entra corriendo y agarra de los brazos a José. Consigue quitarle el arma. El agente la cierra y se la guarda en el bolsillo. Se queda de pie, enfrente suyo.) A: ¿Qué diablos está haciendo? J: ¡Es mi dedo! A: No, no es su dedo. No todo son derechos, las personas también tenemos responsabilidades. Y hay unas leyes que cumplir. J: Pero es mío. A: ¿Cómo ha conseguido esconder esta navaja? J: No ha sido difícil. A: ¿Por qué iba a hacerlo otra vez? Vamos, conteste, ¿por qué? (José calla unos segundos, sin poder aguantarle la mirada al agente.) J: Cuando me corté el meñique, lo hice sólo por probar. A: Sí. Es lo que ha dicho. J: Bueno, pues me gustó. A: ¿Cómo? J: ¡Que me gustó! Fue agradable. Y quiero repetirlo. A: ¿El qué? ¿Cortarse un dedo? ¿Hacerse un consomé? ¿Eso fue agradable? Usted está mal de la cabeza. J: No sé cómo explicarlo. El dolor me hace sentirme bien, más fuerte. No todo el mundo es capaz de renunciar así como así a algo tan propio como un dedo. A: Pero bueno, ¿qué se ha creído? ¿Que puede ir por ahí cortándose sus dedos? ¿Sólo porque le gusta? J: ¡Son mis dedos! A: ¿Y piensa cortárselos todos? J: ¿Y cuál es el problema, si eso es lo que quiero? A: Sólo tiene diez, se lo recuerdo. J: Seguiré con los de los pies. A: ¡Está loco, no puede hacer eso! J: ¿Por qué no? ¡Son míos! A: Pero usted tiene que producir, tiene que trabajar, el Estado no puede mantener a sonados como usted. J: En la sociedad hay mancos y cojos y ciegos... A: Pero no por voluntad propia, maldita sea; no puede ser una carga para el erario público sólo porque le dé la real gana. Tiene que pensar en su país. A veces hay que renunciar a los deseos, a los gustos, a las aficiones por nuestra patria. Hay que trabajar, piense que podríamos entrar en el G-8. ¡Y usted no puede ser una rémora para nuestro Producto Interior Bruto! J: ¡Puedo trabajar sin dedos! A: Ah, sí, ¿de qué? ¿De pianista? J: De profesor de gimnasia. (El agente se calla un momento. Vuelve a sentarse en su silla.) A: Lo tiene todo pensado, ¿verdad? (En lugar de contestar, José mira al suelo.) Pero no es tan fácil. ¿Y los gastos médicos? ¿Y las manos ortopédicas? J: (Levanta la cabeza con cierto orgullo.) Yo asumiré ese gasto. A: Gasto que los ciudadanos responsables han de dedicar al consumo, para sostener la economía. Y hay industrias más importantes que la ortopedia. ¡Le recuerdo que estamos intentando salir de una crisis económica! J: Me da igual, yo haré lo que me dé la gana. A: No tiene ningún derecho, no lo consentiré. J: Usted no es quién para consentir nada. No puede vigilarme las veinticuatro horas del día, ¿sabe? A: Sí, sí que puedo. Al lo menos, lo intentaré. J: (Mira otra vez al suelo. Se encoge un poco y gira el cuerpo a su derecha. Habla en voz más baja, sin que le importe si el agente le oye o no.) Son mis dedos. A: Usted me da asco. (El agente apaga la grabadora y saca la cinta. Sale de la habitación.) J: Son mis dedos. (Se apaga la luz.)