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abril |
Constancia
María Luisa Velázquez ha batido el récord de mayor tiempo empleado en realizar una maratón. Se apuntó a una carrera que comenzó en Barcelona el 15 de abril de 1964 y cruzó la meta ayer mismo, entre los aplausos de familiares y amigos. "La verdad, entre el trabajo, los niños y las cosas del día a día, creí que no la terminaría nunca, pero estoy francamente contenta y orgullosa de haber podido superarme a mí misma año tras año, gracias a la fuerza de voluntad y a la constancia". María Luisa Velázquez tuvo que dejar la maratón a los pocos minutos de haber comenzado hace casi cuarenta y tres años por "un compromiso de última hora". Sin embargo, retomó la carrera al día siguiente en el mismo lugar en el que la había dejado. A los pocos metros tuvo que retirarse por una caída. En realidad, no se cayó, sino que se calló, es decir, dejó de hablar para respirar correctamente, pero no pudo evitar cometer una falta de ortografía y dar con sus huesos en el suelo. "Me rompí un brazo y, mientras me recuperaba, me enteré de que estaba embarazada y tuve que posponer de nuevo este proyecto de juventud que tanta ilusión me hacía". Durante los siguientes cinco años, apenas arrancó tiempo para recorrer un total de dos kilómetros: "Volví a mi trabajo y poco después tuve a mi segundo hijo. Y antes no era como ahora: las mujeres teníamos que hacernos cargo del hogar y de los hijos, y casi no teníamos tiempo para nosotras". Después, con los dos niños en el colegio, decidió seguir con su maratón: "Al principio sólo me entrenaba: estaba en baja forma y no quería sufrir otra lesión". Por desgracia, nada más terminar su preparación física y reemprender la carrera, Velázquez fue atropellada por una furgoneta. Comprensiblemente, se sintió desanimada tras el accidente. En más de cinco años apenas había logrado completar tres kilómetros y le habían tenido que amputar una pierna. El panorama era desolador. La pierna tardó en crecerle, pero una vez recuperada, María Luisa decidió no echarse atrás: terminaría la maratón, costara lo que costara y tardara lo que tardara. Para evitar más desgracias, no corría más de cinco minutos diarios y no más de dos o tres días por semana, siempre lentito y mirando a los lados antes de cruzar. La cosa aún se retrasó algo más, por culpa de una larga enfermedad que a pesar del adjetivo no era cáncer. Además, en otra ocasión se perdió y no la encontraron hasta cuatro años más tarde, dando vueltas por el supermercado de El Corte Inglés, con cara de agobio. "Pero ya acabé --suspira María Luisa--, ahora espero poder relajarme estos años que me quedan, que tampoco son tantos. Tendré que buscarme un nuevo hobby". Su marido, harto de sustos, le ha comprado una bicicleta estática.
Una lamentable desgracia
Ha ocurrido un terrible accidente. Anoche me acosté con una desagradable sensación de malestar: me encontraba débil, mareado, febril. Y es que había cumplido tres horas de estricta dieta en las que apenas había comido un bocadillo de queso y dos ensaimadas, reduciendo a la mitad mi ingesta habitual de calorías tras la cena. Por cierto, no es que esté gordo, sólo es que tengo los huesos gruesos. Y grasa acumulada a quilos por debajo de la piel. Pero no se puede decir que esté "gordo". El caso es que me acosté famélico, medio desmayado. Al parecer, fruto de esta terrible hambre que me devoraba por dentro --buen juego de palabras-- me levanté sonámbulo a media noche. Desperté en un charco de sangre, rodeado por los estragos de una orgía cárnica. Lo diré tras un punto y aparte, para añadirle más intriga a la cosa: ME HE COMIDO A LOS MONOS REDACTORES. A los diecisiete. Incluido el mayordomo. Crudos. Vivos, de hecho. Obviamente, no enteros, no soy tan bruto. Quedan algunas cabezas, con las que prepararé esos alegres postres navideños que son los sesos helados de mono, y hay suelto algún brazo y bastantes vísceras. Diga lo que diga la sociedad protectora de animales, esto ha sido simplemente un accidente fruto de la necesidad. Un accidente nada grave: tenía ya apartadas a unas cuantas crías y su proceso de formación está bastante avanzado. De todas formas, me veo obligado a dejar el blog durante las fechas navideñas, para acabar con la educación de los monitos. De momento sólo escriben a pluma y hay que enseñarles a usar internet. En fin, sé que la humanidad echará en falta mis textos cruciales sobre el verdadero reto al que se enfrenta mi generación (la urgente necesidad de unas selecciones autonómicas de billar a tres bandas), pero no puedo trabajar sin mis chimpancés. Que paséis una feliz navidad y un próspero turrón duro.
Mi viaje a la Meca
Está prohibido ir a La Meca si no eres musulmán. Por este motivo, más de uno se ha hecho pasar por servidor de Alá para visitar esta ciudad sagrada. Como Sir Richard Francis Burton. O como yo mismo. Evidentemente, esta tarea que podría suponer la muerte para los cuatro inútiles de siempre, fue algo sencillo para mí, que domino el árabe, llevo perilla y tengo más que amplios conocimientos sobre la cultura y la religión de la zona. Comencé por ir a la embajada de Irán a pedir un necesario visado. Después de un par de horas, consiguieron convencerme de que no estaba en lugar correcto y accedí a acudir a la embajada de Arabia Saudí, aunque yo siguiera sin acabar de verlo claro. --¿Cuál es el motivo de su visita? --Me preguntó el funcionario de turno. --Soy musulmán y voy a peregrinar a la Meca. El tipo sospechaba, así que me habló en su lengua. --Eso es árabe --dije. Casi añadí algo así como "am malahá am malahá" entre risotadas, pero por suerte me vi interrumpido. --Veo que usted conoce el idioma. Es decir, ha estudiado el Corán en la lengua sagrada. Es decir, usted es musulmán. Tenga su visado y feliz peregrinación. Mi astucia y mis conocimientos habían engañado a ese terrorista en potencia. Con el visado, no tuve problemas para llegar a la capital del país, Riad. Sí que es cierto que unos agentes me retuvieron unas horas en la aduana hasta que pude explicar convincentemente el hecho de que un peregrino, aparte de ir en tejanos, luciera un crucifijo en el cuello. Al final me los gané explicándoles que quería ese fin (una muerte dolorosa) para todos los cristianos. Riad es una ciudad bellísima, llena de rascacielos, hombres con camisas blancas y pecho descubierto, y bultos negros que se mueven y que algunos identifican como mujeres, digo yo que por el olor, porque tampoco es que hablen mucho. El contraste de culturas es ciertamente notorio. Por ejemplo, en los bares resulta ofensivo tomar una Coca-cola. No les gusta que lleves una camiseta con el tío Sam diciendo: "We need you for the U.S. army". Es posible que te miren mal si, por ejemplo, te levantas para ir a buscar tu té a la barra y sueltas algo así como: "Si Mahoma no va a la montaña..." Desde luego, no te aconsejo que te rías cuando te saluden con un "salam aleikum". Y tampoco se te ocurra preguntar si no hay nadie que "hable en cristiano" en ese "desierto de mierda". Cuando salí del hospital (dos costillas rotas y dieciséis puntos en varias partes de la cara, nada serio), ya había aprendido esa poco agradable lección. Decidí alquilar un coche para ir hasta la Meca. Tardé en llegar más de lo esperado porque me despisté y cogí la carretera para no musulmanes. El inconsciente, que me traicionó. Un poco más y me descubro ante las autoridades, con la tontería. Suerte que al menos la gasolina es barata y el rodeo no me dejó en la ruina. Sólo tuve que cavar un hoyo y salió a chorro. En serio. Ya en la Meca, nada más aparcar y poner un pie en el suelo, vi como una turba de histéricos se dirigía hacia mí, gritando y con los ojos encendidos en sangre. Una clara muestra de la habitual intolerancia de los fanáticos musulmanes. Por suerte, unos soldados árabes me sacaron de allí a rastras. Logré hacerme entender mezclando inglés con palabras que yo me inventaba y que sonaban a árabe. Y ellos lograron hacerse entender mezclando inglés con palabras que sí que eran árabes y con algún que otro porrazo extraviado. Al parecer, no podía aparcar donde lo había hecho. Como se ponen los árabes con esto del civismo, pensé. Con poner una multa hubiera bastado, digo yo. En todo caso, que lo sepa todo el mundo: en el patio donde está la Kaaba no podéis aparcar, por mucho que a según qué horas esté vacío. Pasé dos meses en una cárcel de Arabia hasta que las gestiones del embajador español consiguieron que se me conmutara la condena de medio año de prisión por la de pena de muerte. Un error del traductor permitió que se me pusiera en libertad.
La ardua y poco reconocida tarea de envenenar a espías
Esto del asesinato del espía ruso me ha recordado una anécdota muy graciosa que me ocurrió cuando era doble agente doble en Berlín Oriental. Dos veces doble porque me dedicaba a hacer creer a todo el mundo que era agente de la Cia cuando en realidad era agente de la Cia. En una ocasión tuve que asesinar a un espía soviético, aunque ahora no recuerdo si era porque se trataba de mi trabajo o sólo era algo que tenía que hacer para proteger mi falsa identidad falsa. El caso es que le invité a mi apartamento de Unter den Linden y le ofrecí un martini con vodka, un combinado que simbolizaba la unión de ambos bloques (él creía que había ligado). Preparé las bebidas en la cocina y arrojé cierto veneno a su vaso. Llevé los martinis a la salita y le ofrecí uno de ellos. Después de brindar por un mundo en paz, nos llevamos las bebidas a los labios. Y justo entonces, ja, me di cuenta de que mi bebida era la envenenada. Qué despiste, ¿no? Y eso que había ido todo el camino por el pasillo repitiendo mentalmente "la mía es la de la izquierda, la mía es la de la izquierda". Me sentía como un imbécil rematado. Es como cuando vuelves a casa porque te has olvidado el paraguas, aprovechas para beber agua, luego recoges un cojín del suelo, apagas una luz que te habías dejado encendida y sales por la puerta sin pensar en el paraguas hasta que llegas al portal y te vuelves a dar cuenta de que llueve. En fin, que me quedé helado como la propia guerra mientras el tío bebía tan tranquilo. --¿No bebes? --Me preguntó, ofreciéndome sin saberlo un clavo ardiendo. --No, pero veo que tú sí. --¿Que insinúas? --Tú sabrás. El que se pica, ajos come... --¡Yo jamás envenenaría a un recién conocido! A un viejo amigo, por supuesto, ojalá pudiera hacerlo todos los días, pero aún no tengo motivos para acabar contigo. No te has intentado ligar a mi novia, ni me has dejado tirado en Florencia, ni me debes dinero, ni... --Ya, claro. --Me ofendes. Y te voy a demostrar que yo no le he hecho nada a tu bebida. Y cogió mi vaso y echó un largo trago de martini con vodka con Mr. Proper jabón de Marsella. Ah, those were the days...
Y si...
O. J. Simpson va a publicar un libro en el que narra cómo hubiera matado a su mujer, en caso de haberlo hecho. Siguiendo esta moda iniciada por el deportista retirado, voy a comenzar una serie de novelas protagonizadas por el no-asesino Ignacio Fuencarral, cuyas siglas forman hábilmente la conjunción condicional inglesa IF. Ignacio Fuencarral narrará los asesinatos que NO cometió COMO SI los hubiera cometido. El primer libro enlazará con temas de actualidad y se titulará Cómo hubiera colgado a Sadam Husein, en caso de haber sido su verdugo. El libro explica cómo hubiera escogido la cuerda, cómo hubiera probado el mecanismo de la trampilla, cuáles no fueron sus reflexiones durante la noche anterior, qué sentimientos no tuvo, pero hubiera podido tener, al ver cómo Sadam se dirigía al patíbulo. En el segundo título (Old Jolly Bloody England) nos explicará cómo no dejó Oriente Medio para irse a Londres, y nos hablaría de lo que hubiera sentido si uno de sus antepasados hubiera sido Jack el Destripador, cosa que no es verdad. También narrará cómo decidió no emularle y no violar ni asesinar a una prostituta de los bajos fondos londinenses. El tercer título nos introducirá en la que hubiera sido su biografía si se tratara de una vida atormentada y no de una normal y aburrida. En Así no maté a mi abuela, pero ganas no me faltaron recordará la que no fue su infancia, pero podría haberlo sido: una familia pobre, un padre alcohólico, una abuela tirana y una madre anulada. Y cómo hubiera huido de ese triste panorama: hubiera asesinado a su abuela y hubiera salido corriendo sin mirar atrás para iniciar una vida que lo convertiría en un terrible y sanguinario asesino. Hay que aclarar que en realidad tuvo una infancia feliz en Cuenca y su abuela es una señora muy agradable que le sigue dando cinco euros cada vez que le ve. El cuarto libro de la serie nos descubrirá las que no fueron sus andanzas como asesino a sueldo de mafias del este. En Yo jamás fui un sicario Fuencarral explicará sus trabajos (y placeres) imaginarios en el sur de España, en la Costa Azul francesa, en Cerdeña, en Berlín y en Varsovia, además de incluir un final trepidante en París. El quinto libro, La no muerte de IF, revelará el que podría haber sido el error fatal de este no-asesino: enamorarse. Rebeca García, femme fatale a pesar de su apellido, hubiera engañado al protagonista para que asesinara a su marido. En tal caso, la maraña se hubiera enredado y el cuerpo de IF hubiera acabado cayendo cataratas del Niágara abajo. El sexto y último libro, El no retorno de IF, explicará cómo Fuencarral se hubiera salvado de su caída a las cataratas, en caso de haber caído, y cómo le hubiera ajustado las cuentas a la pérfida Rebeca, en caso de que la tal Rebeca hubiera existido. Espero que os gusten, suponiendo que se escriban, que no se escribirán, y que los leáis, cosa que no haréis.