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Acerca de mi inagotable energía
Como todo el mundo sabe, yo soy un trabajador incansable, una de esas personas que no sabe estar quieta un minuto, siempre de allá para acá, con nuevas ideas y proyectos, llevando papeles a un lado, acarreando informes al otro, en fin, lo que viene a ser levantando España, coño, que alguien tiene que hacerlo. De todas formas y en ciertos círculos contrarios a mi persona, círculos formados por envidiosos, conciliábulos compuestos por mis más mezquinos enemigos, se explica una nauseabunda calumnia conmigo como protagonista, con el único objeto de hacerme quedar como lo que no soy, justamente como lo más contrario y alejado a mis incansables cuerpo y mente. La calumnia que cuentan estos sujetos es que en cierta ocasión acudí al médico en una silla de ruedas empujada por mi chimpancé mayordomo, medio inconsciente y delirando. Al llegar a la consulta le pude explicar entre lágrimas al doctor que algo horrible había sucedido con mis piernas: habían caído por debajo de la cintura hasta precipitarse al suelo. Después de examinarme y hacerme las pruebas pertinentes --insisto: siempre según quienes cuentan esta insidiosa mentira--, el traumatólogo llegó al siguiente diagnóstico: --Creo que usted simplemente se puso de pie. De ahí la para usted extraña postura que adoptaron sus piernas. En fin, esta historia es absolutamente falsa, yo me pongo de pie a menudo y sé perfectamente cómo se colocan las cómo se llamen de uno cuando está en esa incómoda y desagradable postura. Al fin y al cabo, en algún momento u otro del mes tengo que hacer la cama. De todas formas, es una suerte que mis piernas lleguen al suelo. En caso contrario, no sé qué hubiera ocurrido. Suponiendo que la historia sea cierta, claro, que no lo es.
La máquina de la verdad
Jaime Rubio ha sido llevado de nuevo ante las autoridades judiciales, en esta ocasión por asegurar en voz alta, en un bar y seguramente borracho por completo, que "la tele está muy bien para pasar el rato". Los allí presentes no dudaron en llamar a la policía y retenerle hasta que llegaran dichas fuerzas del orden, con grave peligro para sus vidas y aprovechando para recriminarle su escaso interés por la solidez cultural e intelectual de España y parte de Europa. Después de pasar una noche encerrado en la biblioteca de comisaría, rodeado de las mejores obras de la literatura española del Siglo de Oro y sin poder ver Dolce vita, Jaime Rubio fue arrastrado ante el juez, quien le recordó que estaba en su derecho de llamar a un abogado. Como no le quedaba saldo en el móvil, Rubio optó por defenderse a sí mismo. El fiscal solicitó someter al acusado al polígrafo, para demostrar así su culpabilidad al más puro estilo americano de hace veinte o treinta años. El juez accedió, no sin antes hacer un estimulante elogio del progreso, "que nos permite saber qué pensamos y que en un futuro cercano incluso nos permitirá dejar de pensar, con el más que deseable ahorro de tiempo que supondrá tal cosa. Imaginen, aún más tiempo libre para comprar aparatos electrónicos pequeñísimos". A la pregunta: "¿Es verdad que le importa un bledo el asunto De Juana Chaos?", Jaime Rubio respondió: "Si me tengo que preocupar por cada chiflado que hace cosas raras a la hora de comer, mal vamos", y el detector determinó que decía la verdad. A la pregunta: "¿Has participado en algún montaje para ganar dinero?", Jaime Rubio respondió: "A mí es que el dinero me da igual, mientras haya salud...", y el detector determinó que mentía. A la pregunta: "¿Entendiste algo de Gravity's rainbow?", Jaime Rubio contestó: "Al menos el cuarenta por ciento", y el detector determinó que mentía. A la pregunta: "¿Qué tal tiempo hace en Estocolmo?", Jaime Rubio contestó que nublado y, tras un par de llamadas telefónicas, se comprobó que tampoco decía la verdad. Entusiasmado con el juguetito, el juez pidió que le dejaran probar a él, cosa a la que accedieron encantados todos los presentes. Por desgracia para el juez, pero no para la justicia, el detector determinó que el magistrado mentía al decir que no tenía nada que ver con los atentados de las torres gemelas, por lo que ha sido deportado a Guantánamo. El juicio a Jaime Rubio ha sido pospuesto hasta nuevo aviso. De momento, se le ha confiscado la televisión y se le ha obligado (preventivamente) a leer los treinta y siete libros que lleva publicados César Vidal en lo que va de año, todos superinteresantísimos y llenos de datos curiosísimos, como por ejemplo que los masones mataron a Kennedy, que a su vez era un masón y un rojo.
Pasado
Marcial Gómez aceptó una curiosa oferta de estas que llegan por internet y que normalmente no son más que algún timo: antecedentes criminales falsos. Según el correo que le enviaron, una oscura empresa supuestamente belga le ofrecía antecedentes de todo tipo: robo, extorsión, tráfico de drogas, soborno, incluso asesinato. Gómez aceptó, no sin alguna que otra duda, pero encantado ante la posibilidad de que le comenzaran a respetar. Y es que Gómez siempre había sido un tipo pequeñajo y calladito, de estos que no llaman la atención y que, cuando la llaman, es para mal: porque se le ha caído algo o, peor, porque se ha caído encima de algo. Así, decidió invertir parte de sus ahorros en esos antecedentes y comprarse un pasado criminal. Nunca ha querido explicar exactamente qué delitos compró, pero sí se sabe que a los pocos días de adquirirlos y a pesar de la apariencia de estafa, la policía comenzó a llamar a la oficina preguntando por él. Esto hizo que sus compañeros le invitaran a tomar café, cuando normalmente le ignoraban. Y a las pocas semanas, algunos tipos de aspecto peligroso aparecieron por el edificio donde vivía, buscándole, con lo que consiguió que los vecinos le hicieran caso en las reuniones y que incluso la señora casada del cuarto le sonriera de aquella forma en la que también sonreía al divorciado del segundo. Por lo poco que él mismo ha explicado, algunos de esos tipos hamposos, con sus chaquetas de cuero y sus acentos del este de Europa, se le acercaron preguntándole si volvía a estar en el negocio. Gómez intentó explicar el error, pero dado su historial, los criminales (los de verdad) se negaron a creerle y le obligaron a colaborar con ellos. Por los viejos tiempos, decían, que no hay quien se crea que te has vuelto un ciudadano honrado. Ahora mismo y después de un par de esas colaboraciones, Gómez está en la cárcel. Es el típico preso pequeñajo y calladito, de estos que no llaman la atención y que, cuando la llaman, es para mal. Quiere demandar a la empresa belga que le vendió su pasado delictivo, pero su abogado no se lo recomienda: "Con sus antecedentes, usted no convencerá a ningún juez".
Terapia
Sebastián Delgado es el fundador del Taller de Escritura Terapéutica, centro creado para ayudar a expresar mediante la escritura los males que uno padece, de forma que se comprendan mejor y facilitando, hasta cierto punto, que uno los relativice o incluso se libere de ellos. Delgado explica que todo comenzó hará unos tres años: "Pillé un resfriado de los bestias, de esos que te tumbas a dormir y te das cuenta de que sólo puedes respirar por uno de los agujeros de la nariz. Algo horrible. Intenté canalizar mis sentimientos mediante la literatura y plasmé todo mi sufrir en una novela: seis meses más tarde no quedaba ni rastro del resfriado y además era verano. Todo gracias a mi libro". Al taller que dirige Delgado se acercan personas con todo tipo de dolencias: "Conjuntivitis, otitis, hepatitis y varias itis más, niños con la varicela, ancianos artríticos, artrósicos y reumáticos, diabéticos, alérgicos, miopes, de todo". En el taller les ayudan a expresar sus síntomas, intentando que la creación ayude a la curación. "No nos conformamos con que los enfermos escriban una especie de diario de sus dolores --explica--, sino que pretendemos que encuentren una forma de expresar artísticamente todo lo que sienten. Por ejemplo, mi primera novela, A moco tendido, era demasiado autobiográfica. En cambio, ahora estoy trabajando en un nuevo libro sobre una mujer con gastroenteritis, cuando lo que hago en realidad es hablar de mi experiencia como niño asmático". Lo importante, aclara, es que los sentimientos son los mismos: "La escritura nos sirve para explorar nuestras limitaciones y anhelos, ya sea la tendencia a marearnos cuando vamos en coche o las ganas de que se nos pase el dolor de cabeza. Es la misma energía que nos servirá para poner las cosas en claro y curarnos". Obviamente, no todo el mundo está preparado: "Siempre pongo el ejemplo de un antiguo alumno mío, que no supo visualizar sus problemas y entregarse a la terapia liberadora de la escritura. Apenas conseguía hilar algún que otro pareado sobre sus espasmos. Murió hace dos meses. Del mismo tumor cerebral que tenía cuando vino a nosotros".
Yo fundé El País
(Cuando me pidieron amablemente que enviara un texto a Blog de bloggers, decidí enviar "Yo fundé El País". También muy amablemente, una de las personas responsables de la sección me pidió que enviara otro, para ahorrar complicaciones. Algo un pelín absurdo, la verdad, porque sólo es un texto tontorrón que no puede ofender a nadie. Creo que la prensa se toma demasiado en serio a sí misma. Por eso los editoriales y muchas columnas de opinión se escriben con ese lenguaje engolado y pomposo y pretenciosamente analítico que sólo resulta ridículo. Y de ahí esa manía de cogérsela con papel de fumar, no se vaya a ofender quien no tiene motivos para ofenderse.)
Mucha gente no lo sabe, pero yo fui uno de los fundadores de El País. Mi paso por el rotativo fue breve, pero intenso, y sin duda ayudó a consolidar el que hoy en día es el periódico de referencia español. Todo comenzó en 1975, cuando vivía en Madrid. Sí, puede que alguno aduzca que en aquella época no sólo no vivía en Madrid, sino que ni siquiera había nacido, pero ¿acaso el verbo aducir no suena fatal? Por aquel entonces necesitaba un nuevo reto profesional. Mi negocio de teléfonos móviles no había funcionado, al parecer porque la sociedad no estaba lo suficientemente madura para el producto. O al revés, no lo recuerdo. Además y sin duda, eran tiempos de cambios. Con Franco recién muerto, uno ya podía salir a la calle sin miedo a cruzárselo y a que le soltara una pena de muerte recién firmada o, peor, un discurso. La gente era más joven que ahora. Muchos de los que ahora están muertos, entonces vivían. No existía internet y un número importante de personas aún era en blanco y negro. Sí, eran otros tiempos, como demuestra el hecho de que hayan pasado más de treinta años. Visto el ambiente, me animé a participar en un proyecto que mis buenos amigos Polanco y Cebrián estaban poniendo en marcha. Les conozco desde hace mucho. Polanco y yo estudiábamos juntos en Polonquia, por allá a comienzos del XVIII. Y Cebrián venía mucho a mi bar. Por aquella época le llamábamos C-Brian. Y sí, tuve un bar. Me vi obligado a cerrarlo porque eran los clientes los que me exigían cada noche que no bebiera más y me fuera a casa de una vez por todas. Y, encima, mi manía de beber a morro del grifo de cerveza no era del agrado de los más quisquillosos. Ciertamente, no hay excusa para este comportamiento, pero tengo que decir en mi favor que estaba pasando por una mala época: mi novia de entonces me había dejado y por algún extraño motivo creía que la recuperaría si me ponía a cantar borracho debajo de su ventana a eso de las cuatro de la mañana. No acabó de funcionar. Demasiado cursi, supongo. El caso es que Polanco y C-brian, rodeados de un equipo de profesionales ejemplares, estaban sacando adelante lo que después sería El País. Por aquel entonces, el proyecto era muy diferente a lo que finalmente fue: ellos pensaban en comercializar relojes con correas de colores. Fui yo quien les convenció de que se lanzaran a la prensa escrita. Quizás tuvieran algo que ver mis ansias de contribuir a la consolidación de la incipiente y aún débil libertad de expresión. Puede que fuera por la pasión que sentía y siento por el periodismo. Quizás fue por el hecho de que había comprado una imprenta y no sabía a quién revendérsela. Por supuesto y dejando al margen los negocios poco éticos, también aproveché para hacer mis pinitos como periodista. Para el primer diario publicado, escribí un artículo certero, crítico, analítico y algún que otro esdrújulo más. Se titulaba: "No a la guerra de Iraq". Los lectores no lo comprendieron. Creo que se trataba de un texto demasiado avanzado para su tiempo. Ah, la historia de mi vida. En definitiva, mi paso por El País fue un negocio redondo. Para mí, porque la imprenta resultó ser un timo de cuidado. Pero para cuando se dieron cuenta yo ya estaba en París, esperando que me recogiera la cigüeña, y el diario comenzaba su andadura con una segunda imprenta, ésta ya con todas las piezas, incluyendo el botón de encendido y el sitio ese por donde se pone el papel. Por cierto, las imprentas de hoy en día son una maravilla, nada que ver con las de hace treinta años: te caben en un bolsillo, van por usb y tienen bluetooth de ése. Y vuelan. Un lujo. La i-offset de Apple es mi favorita. La blanca, claro. Mantengo el contacto con mis viejos amigos Polanco y Cebrián. A través de nuestros abogados.