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El cine está mal hecho
Odio el cine. Profundamente. Es falso. Irreal. De vergüenza ajena. El otro día, sin ir más lejos en el continuo espacio-tiempo, estaba viendo una película en la que un tipo hacía no sé qué en Los Angeles. Creo que intentaba practicar sexo con alguien, pero no estoy muy seguro. Es que me dormí varias veces durante los primeros veinte minutos. El caso es que de repente la acción se trasladaba a Nueva York y la cámara enfocaba justamente --oh, qué casualidad--, a un amigo del tipo que estaba en Los Ángeles. Sí, claro. Trasladémoslo al mundo real. Pongamos que yo estoy en Barcelona --que lo estoy, por cierto-- y tengo un amigo en Pamplona. Esto es francamente absurdo porque nadie en su sano juicio tendría un amigo en Pamplona, con la de ciudades que hay en el mundo. Pero es igual, se trata de un experimento. Pongamos también que una tercera persona me está enfocando con una cámara. ¿Y por qué no? A más de doscientos metros de distancia resulto fotogénico. Y que el cámara se va a Pamplona. Y que se pone a grabar allí. ¿Qué posibilidades habría de que nada más encender la cámara, como ocurre en la película, se pusiera a grabar justamente a mi amigo, de entre toda la gente que aún no ha encontrado un sitio mejor para vivir que Pamplona? Y estamos hablando de Barcelona y Pamplona, ni siquiera de Los Angeles y Nueva York, donde hay muchísima más gente y donde, por tanto, sería mucho más difícil acertar con la persona indicada. Y más a la primera. Un poco de rigor, hombre, que no cuesta nada. También estoy en contra del doblaje. Es un gasto absurdo, ya que las películas se tienen que rodar dos veces: una versión, digamos, normal, y otra destinada a ser doblada en varios idiomas en la que los actores sólo mueven la boca sin emitir ningún sonido para que los actores de doblaje puedan hablar encima sin que se superpongan las voces, como ocurre en los documentales de la BBC. Y luego hay otra cosa: las cámaras, tanto las de cine como las fotográficas, capturan la luz a través de lentes circulares. O eso dicen. Porque si tal cosa es cierta, ¿cómo es posible que las fotografías y las películas sean en formato rectangular? ¿Qué nos ocultan? ¿Por qué nos engañan? Ah, y tampoco me gustan los relojes grandes, pero creo que eso no tiene nada que ver.
Cómo ser inmortal sin morir en el intento
El doctor Hans Adenauer ha desarrollado un método que retrasa la muerte indefinidamente. Todo comenzó hace unos meses, cuando un enfermo terminal de una larga enfermedad cuyo nombre no se pronuncia, pero contra la que siempre se lucha valientemente --pista: comienza por c y acaba por áncer--, acudió a su consulta, dispuesto a entregarse a las prácticas poco éticas, siempre experimentales y de vez en cuando exitosas del doctor de Leipzig. "Al tratarse de un tumor cerebral --explica Adenauer-- sólo teníamos dos opciones: amputar la cabeza o aplicar una técnica que había ideado hacía poco. Como amputar la cabeza por encima del cuello tiene efectos secundarios graves como son la ceguera permanente y la pérdida del apetito, el paciente optó por este nuevo método". En realidad, la idea es tan sencilla que una vez explicada resulta hasta obvia: "Todos hemos oído alguna vez eso de que el tiempo transcurre más despacio cuando uno se aburre. Pues decidí aburrir tanto a mi paciente como para que el tiempo se detuviera". Adenauer obligó al enfermo a contar los bultitos del gotelé de un apartamento de ciento diez metros cuadrados, le instó a ver todas las temporadas de Friends, le recetó conducir por ciudad un mínimo de dos horas diarias, le obligó a leer la prensa económica y le consiguió un trabajo que nadie sabía muy bien en qué consistía, pero para el que tenía que utilizar las hojas de cálculo de Excel. Eso, entre otras muchas actividades que, según Adenauer, "han llevado al paciente a un estado que algunas religiones llaman nirvana y otras pearl jam: para él, el tiempo se ha detenido. Se iba a morir en cuestión de semanas y ya lleva meses viviendo sin que la enfermedad haya avanzado. Podría seguir así durante siglos; todo depende de si alguien le deja un arma cerca". ¿Un arma? "Sí --afirma Adenauer--, podría intentar pegarse un tiro".
Yo fui un bibliotecario incomprendido
Toda esta polémica acerca de si Rosa Regàs no ha trabajado como debía al frente de la Biblioteca Nacional o si sólo la han obligado a irse por ser mujer, me ha recordado mi época como director de la Biblioteca de Catalunya. Sí, se escribe casi igual que en español, pero, para quienes no dominen la lengua de Josep Pla, aclararé que se pronuncia algo diferente: Catalonian Neishional Laibreri. Apenas aguanté dos semanas en el puesto, a pesar de mis impagables (y aún impagados, por cierto) esfuerzos. Evidentemente, me despidieron por racismo: no soportaban ver a un negro con un cargo de responsabilidad. En su defensa, los responsables de mi despido adujeron que yo no era negro, lo cual justamente demostraba su racismo, ya que sólo negaban mi pertenencia a la comunidad negra y no el hecho de que no hubieran tenido ningún inconveniente en despedirme si hubiera sido afroeuropeo. También dijeron que en las dos semanas en las que había ostentado el cargo en cuestión, ni siquiera me había pasado por la biblioteca. Lo cual era cierto, pero ¿qué esperaban? Nadie me dio la dirección. No soy adivino. Sólo me dijeron algo así como nos vemos el lunes, a las once tenemos una reunión de no sé qué. Muy bien, pero ¿dónde, maldito cretino? Y me dijeron, en la sala de juntas, por supuesto. Es decir, yo tuve que pagar las consecuencias de que otra persona no hiciera bien su trabajo. Lamentable. Fue una pena, porque tenía ideas muy buenas para la biblioteca. Quería comprar dos o tres libros al mes: así en un año tendríamos unos cincuenta o sesenta libros más. Está bien pensado, ¿no? Quiero decir, en muchas bibliotecas hay libros viejos y tal, ¿no? Pues mejor ir comprando alguno nuevo de vez en cuando. No sé, el premio Planeta y eso, de los buenos de tapa dura. Que se vea que nos preocupamos por la cultura. También quería poner un par de teles. De las grandes de plasma. Así, si alguien se cansaba de leer, podía distraerse un rato con la Ana Rosa o lo que fuera. Vamos, para modernizar un poco el tema. Y ordenadores con internet. Y una Play Station. Por aquel entonces no había Wii, pero ahora la pondría seguro. No puede ser que sólo haya libros en una biblioteca: nadie quiere ir a un sitio en el que sólo hay libros. Quizás la gente sin amigos y algún que otro pirómano. Ah, también hubiera puesto un bar. Con descuento para las señoritas, que así la cosa está más animada. Es lo que hacen en las discotecas: descuento para ellas, para que así haya más ellas y los ellos vayan detrás babeando. Se llena más la cosa. Así sí que molaría ir a una biblioteca. Hubiera ido hasta yo. Pero no, pretendían que fuera a trabajar a un sitio lleno de polvo, cuya dirección desconocía y donde nos discriminan a los negros. Desde luego, si no me hubieran despedido, hubiera acabado dimitiendo en no más de ocho o nueve años, dependiendo de lo que pudiera haber ahorrado del sueldo.
Las mentiras de la prensa
Los periódicos mienten. Constantemente. Una frase tras otra. Parece como si los periodistas obtuvieran placer sexual engañando a los pobres y honrados ciudadanos, e incluso a los ricos y deshonestos ciudadanos, por no hablar de las ciudadanas de toda condición. El último ejemplo con el que me he topado lo encontramos en la prensa mexicana. Uno de los redactores de La Jornada escribe lo siguiente, al parecer sin remordimientos de conciencia: "Cuando Mozart escribió su Concierto para piano No. 27, con su acostumbrada pulcritud, unos meses antes de morir, jamás se imaginó la travesía que enfrentaría el manuscrito en el futuro. El preciado documento se salvó de bombas y pillajes antes de ser parte de una disputa diplomática en el siglo XXI." Esto es falso. Mentira. Es más, no es cierto. Si leemos los diarios de Mozart y buscamos entre las páginas que escribió meses antes de morir encontramos la siguiente anotación: "Estoy escribiendo, con mi acostumbrada pulcritud y unos meses antes de morir (acabo de consultar la fecha en la Wikipedia), mi Concierto para piano No. 27. En más de una ocasión he imaginado la travesía que enfrentara este manuscrito tan pulcro en el futuro. El preciado documento, imagino, se salvará de bombas y pillajes antes de ser parte de una disputa diplomática en el siglo 21. También imagino que en el siglo 22 quedará destruido en un incendio. Y que en el siglo 24 será reconstruido gracias a un invento que aún no tiene nombre". Una vez más, las mentiras de los periodistas quedan al descubierto. Y sólo es un ejemplo. Es más, el propio Mozart tropezó con otro embuste periodístico, como explica en esta anotación escrita apenas unos días más tarde que la anterior: "Estaba comiéndome uno de esos bombones con mi cara que venden a los turistas que se pasean por Austria, cuando leí en el periódico la siguiente nota: 'Cuando Bach escribía su inacabado Arte de la fuga, con su acostumbrada pulcritud, unos meses antes de morir, jamás se imaginó la travesía que enfrentaría el manuscrito en el futuro. El preciado documento se salvó de bombas y pillajes antes de ser parte de una disputa diplomática en el siglo XVIII'. Esto es mentira, como casi todo lo que llevan a cabo quienes se dedican al joven oficio de periodista. Ayer mismo estaba leyendo los diarios de Bach y di con este fragmento: 'Estoy escribiendo, con mi acostumbrada pulcritud y unos meses antes de morir (acabo de consultar la fecha en la decimotercera edición de la Enciclopedia Británica), mi Arte de la fuga. En alguna ocasión he imaginado la travesía que enfrentara este manuscrito tan pulcro en el futuro. Este preciado documento, imagino, se salvará de bombas y pillajes antes de ser parte de una disputa diplomática en el siglo 17. También imagino que un tal Glenn Gould grabará polémicas interpretaciones en el siglo 20". Ah, la historia se repite: los músicos mueren pocos meses después de componer pulcramente alguna obra y los grandes genios creadores (Mozart, Gepetto y yo mismo, por citar los tres primeros nombres que me vienen a la mente) destapamos las mentiras de la prensa internacional. Concluiría este texto entonando una emotiva y patriótica canción, pero el juez me lo tiene prohibido.
Tractatus: el musical
La semana que viene se estrena De lo que no se puede hablar hay que cantar, el musical basado en el Tractatus Logico-Philosophicus, de Ludwig Witggenstein, con música y letra de un tipo que conoció a Leonard Bernstein. Según palabras del director del espectáculo, Juan Sánchez, "el montaje trata de forma rigurosa la concepción del lenguaje del filósofo austriaco, haciendo especial hincapié en las limitaciones de nuestros conceptos e ideas. Y todo con canciones muy bonitas". Sánchez ha contado con María Antonia Ruiz, doctora en filosofía, para afinar con la adaptación al español de la obra: "Las ideas de Wittgenstein quedan muy bien reflejadas --explica la profesora Ruiz--, sobre todo gracias al excelente trabajo de los actores". Lucía Dora está entusiasmada con la obra que protagoniza: "Este papel es un caramelo para los actores, es el personaje con el que soñamos cuando comenzamos nuestras carreras. Imagine: tengo una canción en la que hablo de la diferencia entre las proposiciones absurdas y las insensatas". Su compañero sobre el escenario, Ramón Caldas, subraya la dificultad técnica del montaje: "Enfrentarse a una obra de este tipo supone un reto para todo el equipo: hay música, una orquesta que actúa en directo, situaciones tensas y emotivas que te llevan al límite cada noche. Ahora tengo muchas ganas de comenzar, pero creo que será uno de esos papeles que pueden acabar agotando emocionalmente a un actor. Hay que prepararse muy bien". La obra se estrena este viernes en el teatro Ágora. Sánchez confía en permanecer en cartel "al menos toda la temporada. Nunca se sabe, pero es un espectáculo muy completo, con música, romance, acción. Creo que va a gustar mucho".