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Bibiana Aído: "Te debo una copa"
Bibiana Aído nació en 1977 y es ministra de igualdad. Puede que alguien vea muy bien que una ministra sea tan joven, pero yo ya estoy oyendo a mis padres diciendo cosas como: "Fíjate, ha nacido el mismo año que tú y ya es ministra. Y tú, ¿qué? ¿Cómo te va con el blog?" Pues me va muy bien. He ganado premios. Bueno, premio. Un premio. No, no daban dinero. Es una especie de pisapapeles verde. Pero en la fiesta había barra libre. Bueno, el término fiesta es algo exagerado. A ver, si es antes de cenar no es propiamente una fiesta, ¿no? Una merienda, quizás. Encontramos a Bibiana Aído durante una visita suya a Barcelona, en uno de los lugares a los que van las personas de su edad, la discoteca Luz de Gas, donde aprovechamos para intercambiar puntos de vista acerca de su trayectoria y sus proyectos.
El resto de la entrevista, preguntas y respuestas incluidas, en Libro de notas.
¿Te apetece un café?
A: Mi primer impulso fue estrangularle con el cable del teléfono. B: ¿Pero...? A: Mi teléfono es inalámbrico. B: Ah, los odio. Donde esté un buen cable. A: Así que decidí quitarme el cordón de uno de los zapatos. B: ¿Pero...? A: Pero le dio tiempo a huir, claro. Bueno, en realidad no huyó. O huyó de forma bastante tranquila. Teminó el café, bostezó durante mucho rato y salió a la calle silbando. B: Ah, cómo odio a esa gente que sabe silbar y te lo restriega por la cara. A: Cuando acabé de quitarme el maldito cordón salí a la calle tras él, pero el zapato se me caía todo el rato. Le dio tiempo a escaparse calle arriba. Caminando. Parándose a mirar en un escaparate. B: Calle arriba. Encima estaba en buena forma. A: Entonces volví a poner el cordón en el zapato, para recobrar velocidad y, por qué no, elegancia, y corrí también calle arriba. B: Así que tú también estás en buena forma. A: No. De hecho, de ahí viene el infarto. B: Oh. Vaya. Cierto. Ahora entiendo por qué nos rodea este hospital y por qué traigo un ramo de flores. A: Gracias. B: No, si no son para ti. A: Oh. Vaya. B: Tengo una cita. A: Anda. ¿Y está buena? B: No lo sé. Es la primera vez que voy. A: Es una cita a ciegas. B: Supongo que la puedes llamar así, pero en realidad es una cita con un o una dentista. Lo que pasa es que yo soy un romántico y siempre llevo flores a todas mis citas. A: Por eso te trataron tan bien en hacienda. B: Y tan mal en el taller mecánico. A: Y tan bien en la sastrería. B: Y tan mal en aquella cena con aquella morena. A: ¿Y eso? B: Alergia. A: Yo también tengo alergia, pero a los gatos. B: Lo tendré presente. Si alguna vez vamos a cenar juntos, no traeré ninguno conmigo. A: Gracias. B: ¿Y qué piensas hacer? A: Las alergias no se curan, así que me tendré que aguantar. Supongo que si me ataca un gato iré al médico para que me recete algo. B: Me refiero a ese asesinato frustrado. A: Ah. No sé. Al fin y al cabo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Claro que durante todo este tiempo he querido estrangularle. De hecho, le invité a tomar café con esa única intención. No lo sé, la verdad, no lo sé. B: Igual es demasiado astuto para ti. La horma de tu zapato. A: Sí, algo tendrá que ver con los zapatos porque tuve muchos problemas para quitar el cordón. B: Deberías buscarte una víctima más... fácil. A: Igual sí. ¿Te apetece un café? B: Uhm. ¿No querrás... matarme? A: No, no. No. No, por favor. ¿De dónde habrás sacado esa idea? No. Ja, ja. No, no. No. B: Ya. A: Aunque no sería mala idea. Como entrenamiento. Pero no. No, no. Ja, ja. No. Nos conocemos desde hace mucho tiempo y... Vamos, que no. B: Ya. Bueno. A: No, no. Ja, ja. No. Qué idea tan absurda. B: De todas formas, creo que voy a pasar del café. A: Como quieras. Pero no lo hagas porque tenía pensado asesinarte. B: No, no. Bueno, en realidad es por eso. Pero. Bueno. Además tengo que ir al dentista. A: Claro, claro, ningún problema. Déjame a solas en este sucio hospital. B: Tengo la cita programada desde hace más de un mes. No es una excusa. A: Yo no he dicho que fuera una excusa. B: Mira: traigo flores. Y me he puesto colonia. A: Yo no digo nada. B: Sí que lo dices. Me estás reprochando que te... A: Yo no te estoy reprochando nada. B: No, ya veo. Te recuerdo que tú querías asesinarme. A: No mezcles cosas que no tienen nada que ver. B: Mira, lo siento, pero tengo que ir al dentista. A: Podrías llamar y decir que vas otro día. B: Y qué hago con las flores. A: Eso, vete, que te has gastado quince euros en un ramo de mierda. B: Oye... A: Así valoras nuestra amistad. En quince euros. B: Insisto en que querías asesinarme. A: Eso, no soy capaz de matar a nadie y no me quieres echar una mano. B: Mira, lo siento, pero me voy. Tengo prisa. A: Vete, vete. No te necesito para nada. Ni a ti ni a nadie. B: Oh, vale, me quedo. Pero sólo un rato. A: ¿En serio? B: Sí, es igual. Puedo quedarme un rato más y pillar un taxi. Llegaré diez minutos tarde y en paz. A: Guay. B: Total, los dentistas siempre le hacen esperar a uno. A: Y no sólo los dentistas: también los peluqueros. B: Y los abogados. A: Sí. B: Uhm. A: Bueeeno. B: Sí. A: Ehm... B: Hace calor, ¿eh? A: Sí. En la calle no tanto. B: Ya. A: Uhm... ¿Un café? B: Me voy. A: No, espera. B: Te odio. A: No digas eso. B: Te odio. A: Oh, últimamente todo me sale mal. B: Ya, bueno, será por algo.
Yo no soy monárquico, soy juancarlista
De la serie Grandes temas de los artículos de opinión (3)
El 14 de abril (hoy para el lector; ayer para ese otro lector que siempre llega tarde a todas partes) se celebra el aniversario de la proclamación de la II República, un sueño que se terminó, como demuestra el hecho de que en España tengamos rey. Sí, sé que estos ejercicios de política ficción no suelen ser más que la proclamación de ideas extravagantes e imposibles de comprobar, pero me atrevo a decir que si tras la muerte de Franco se hubiera proclamado la III República, hoy en día Juan Carlos I difícilmente sería rey de España. Ahí queda eso. Es cierto que durante la República se cometieron muchos excesos: ahí tenemos la figura de don Segundo García, que el 7 de septiembre de 1934 se bebió él solito dos botellas de vino barato y acabó blasfemando en medio del Paseo de Gracia. Casi murió atropellado por un tranvía. Le salvó el hecho de que a esa hora no circulaban tranvías. Un borracho afortunado. Las blasfemias de don Segundo recibieron una respuesta más que tibia por parte de las autoridades: un sereno apenas le pidió, educadamente además, que hiciera el favor de bajar la voz. Esta connivencia con los anticlericales provocó una ola de protestas por parte del sector conservador de Barcelona: la señora Remei Montserrat, vecina insomne que a pesar de la edad conservaba un oído casi perfecto, envió una carta de protesta al director de La Vanguardia, firmada por su marido para darle más autoridad al asunto. La carta fue desestimada y jamás publicada. Sin duda, este incidente aislado demuestra lo inestable que era el equilibrio de las fuerzas políticas republicanas y lo inevitable que fue el alzamiento. Se podrán decir muchas cosas de Franco, pero lo cierto es que durante su necesario gobierno de transición al liberalismo, nadie oyó blasfemar a don Segundo García. Perdió el habla en 1935, tras dejársela olvidada en uno de esos tranvías que casi le mata. Pasó a anotar sus blasfemias en servilletas de papel. Las iba esparciendo por Barcelona, cosa que le valió el hábil sobrenombre de "El Tío Ese Guarro Que Lo Llena Todo De Papeles". Poco antes de morir aún tuvo tiempo de ver cómo la juventud compraba espráis de pintura y se dedicaba a hacer grafitis. Sí, don Segundo había nacido antes de tiempo. Como la República. Qué bonito queda terminar así, cerrando el círculo. Lástima que la cosa pierda si se explica.
La tortura no es arte ni etcétera
De la serie Grandes temas de los artículos de opinión (2)
Estoy en contra de los toros porque son muy violentos. El otro día me puse delante de uno y casi me mata. También me insultó y me amenazó. Yo no le había hecho nada. Pero los toros son así, brutos. Se les va la pinza y, hala, venga, a liarse a broncas. A pesar de eso, también estoy en contra de las corridas de toros. Especialmente porque el término "corrida" favorece la profusión de chistes malos. Luego además está el tema de la tortura. Quiero decir, ya no los echan por la tele ni nada, pero siguen siendo superaburridos. Son un rollazo insoportable. Como, no sé, marear a un perro, en plan, tirándole cosas para que vaya a buscarlas o haciéndole dar saltitos para que intente agarrar un hueso de plástico que tienes en la mano. Pero, claro, con eso igual te pasas diez minutos. Y luego te aburres. Pues con los toros, lo mismo, sólo que se empeñan en torear unos seis o siete por tarde. ¿Qué sentido tiene? Falta ritmo. Y variedad. Tendrían que hacer dos toros, un oso, un perro, dos leones, un elefante y un oso panda. Puede que los osos panda sean monos, pero yo no me fiaría. Monos en sentido figurado: ya sé que no son monos, sino osos. Por eso se llaman osos panda. En todo caso, lo que quiero decir es que los gatos panda son grandes, tienen garras enormes y una boca lo suficientemente amenazadora como para sospechar. Lo del bambú es una tapadera, imagino. Seguro que cuando estás confiado, pensando en que esos bichos tan monos (y tan poco osos) que comen hierbas son no sólo inofensivos sino también simpáticos, te agarran de un zarpazo y te arrancan la cabeza. Claro, bajas las defensas y ¡zas!, te conviertes en comida de panda. En esto consiste el darwinismo y por eso estoy en contra de las corridas de toros y a favor de las corridas de osos panda. Los animales no son simpáticos. Un ser irracional no puede ser simpático. Ni siquiera todos los racionales lo son. Sergio es un borde, por ejemplo. Si le conocierais sabríais por qué lo digo. Maldito Sergio. Y me debe quince euros. Además, como los panda están en peligro de extinción, necesitan muchas corridas. Ja, ja. No, si los hago yo no son malos. No tanto, al menos.
P.D.: Reconozco que torear a un elefante es lento y trabajoso. Pero eso ya no es torear, sino elefantear, como su propio nombre indica.
En contra de la pena de muerte, como las personas de bien
De la serie Grandes temas de los artículos de opinión (1)
Estoy en contra de la pena de muerte porque impide la reinserción del acusado. A mí una vez me ejecutaron y me dio tanta rabia que prometí no cambiar mi modo de vida. De todas formas, como me habían condenado por un delito que no cometí, después de mi muerte seguí cumpliendo la ley escrupulosamente. Cumplir la ley escrupulosamente es lo mismo que cumplir la ley, pero con una palabra más. Y de las largas. Fue en Estados Unidos, aunque era otra época, cuando la vida era más dura en ese país y la discriminación racial era aún peor de lo que es hoy en día. Nueva York, febrero de 2008. Un hombre murió apuñalado. Una salpicadura de sangre cayó accidentalmente sobre mi ropa, a pesar de que yo estaba a varios kilómetros de distancia. Eso, las huellas dactilares casi idénticas a las mías encontradas en el arma que algún policía corrupto dejó en mi chaqueta, fotos (probablemente un trucaje) y varias decenas de testigos pagados por la Cia eran los únicos indicios que tenía la fiscalía para procesarme. Pero la prensa exigía una cabeza de turco y yo por aquel entonces lucía un hermoso mostacho al estilo otomano. Ellos no tenían caso, pero yo no contaba con la simpatía del público: un hombre negro, de origen judío y convertido recientemente al islam que no callaba su preferencia por la Pepsi, en lugar de la Coca-cola (aj, qué asco, Coca-cola). Ni siquiera me apoyaban los homosexuales. Al parecer, el sector más duro del lobby gay no veía bien que me gustaran las mujeres. Fascistas. Sólo se puede ser homosexual a su manera, por lo que parece. El juicio fue una pantomima. Que dijera eso tampoco gustó mucho a la opinión pública. ¿Yo cómo iba a saber que aquel juez era sordomudo y ese tipo un intérprete? Pensaba que me estaba haciendo burla cuando testificaba. De ahí el puñetazo. Pero ahora ya he pagado mi deuda con la sociedad. Bueno, en realidad, no. Porque yo era inocente. Pero, vamos, que ya puedo ir al cine y todo eso. No puedo tocar cosas metálicas y cuando me acerco mucho a la tele se pierde la señal. Pero soy capaz de desfibrilarme a mí mismo. Aunque los médicos dicen que no me exceda, por mucho gustito que dé, que lo mío ya es vicio.