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Yo fui donante de órganos
Siempre me ha parecido evidente que hay que ser donante: ¿por qué dejar que se echen a perder todos esos órganos que ya no usamos? ¿Qué sentido tiene que se queden ahí, pudriéndose, sin ni siquiera ver la luz del sol, cuando podrían salvar vidas? No es ni siquiera una cuestión de generosidad, sino de simple lógica.
Fui organista y maestro de capilla en la catedral de Lierbenhorstraffen, en la Renania Ulterior, y me jubilé de mi cargo hará ya casi tres años, después de más de tres décadas entregado en cuerpo y alma a la música sacra, tanto a su interpretación como a su composición. Cuando me retiré, me llevé el órgano a casa, dado que era mío, pero lo cierto es que no lo suelo tocar porque mis vecinos tienen la incomprensible costumbre de dispararme cada vez que comienzo.
Por eso la semana pasada decidí ir con mi órgano a un hospital, con el objetivo de regalárselo a un enfermo que pudiera aprovecharlo. Tuve problemas con el personal de seguridad, dado que el órgano abultaba mucho y además decían -hay que ser mala persona- que molestaba a los enfermos. Molestar. ¡Si salva vidas! Además, lo único que hacía era ir entrando en las habitaciones para preguntar quién necesitaba un órgano. ¡Tendré que saber a quién dárselo! ¡Que sólo es un momento!
Al final y después de tres días vagando por los pasillos y esquivando a los guardas, di con un señor que respondió afirmativamente a mi pregunta.
-Pues está usted de suerte, caballero. Mire lo que le traigo. -Oh. Ehm. Vaya, me sabe mal, pero es que yo necesito un pulmón.
No hay nada que odie más que un desagradecido. El hombre estaba muriéndose y se ponía quisquilloso y selectivo. Si necesitas un órgano, aprovecha el primero que encuentres. No te mueras por pijo. No estás en posición de escoger.
Intenté explicárselo, exponiendo argumentos de forma sensata y razonable, para convencerle de que no podía dejarse morir. Es decir, le abofeteé varias veces mientras le gritaba HIJO DE PUTA, VOY A SALVARTE LA VIDA.
Al final decidí tomarme la salud por mi mano, ya que el loco este seguía enrocado en su excusa del pulmón. Le tiré sobre la cama, me puse encima a horcajadas, cogí uno de los cuchillos de plástico que había en la bandeja del almuerzo y le abrí el pecho. Fue más difícil de lo que creía, porque el cubierto se partió en dos cuando iba por la mitad y la última parte la tuve que hacer a mano y ayudándome con los dientes.
Una vez abierto y haciendo caso omiso de los gritos, le saqué ambos pulmones (no sabía cuál era el malo y no quería equivocarme) y le puse el órgano entre las costillas. Costó encajarlo porque mide casi doce metros de alto, pero pude hacer espacio quitando el bazo, que al fin y al cabo nadie sabe lo que es ni para qué sirve. Finalmente cerré la herida con unas tiritas MO-NÍ-SI-MAS de Bob Esponja.
El postoperatorio fue muy complicado. Prácticamente tuvo que aprender a respirar de nuevo. Ayudándose con el teclado, claro. Casi hubo rechazo, pero por suerte yo estaba allí para darle de collejas y advertirle de que EN ESTA CASA NO SE TIRA NADA.
Sí, en esta casa. Porque me mudé con él y su familia para asegurarme de que la recuperación iba bien.
En realidad, técnicamente sólo me mudé a su calle, donde planté una tienda de campaña desde la que observaba a mi paciente a través de unos prismáticos. Y a su mujer cuando se duchaba. También traía un megáfono que utilizaba para recordarle al enfermo que se tomara su medicación. Gracias a este aparato me hice muy popular en el barrio: la gente me tiraba comida desde las ventanas, la mayor parte en mal estado, pero lo que importa es el detalle de agradecimiento.
Me tuve que ir poco antes de que la recuperación fuera completa, ya que la esposa del transplantado me disparó con una escopeta por una confusión bastante ridícula, cuando una noche en la que ella estaba sola en el sofá, creí por error que se me estaba insinuando, trepé por las cañerías y me planté en su comedor con los pantalones en los tobillos y cantando: "Hazme el amor, aprisióname...!"
Había interpretado mal las señales. Aunque menuda buscona. Me acababa de gritar: "MALDITO LOCO, SAL DE NUESTRA CALLE DE UNA VEZ", cosa que obviamente quería decir que abandonara la calle y por tanto entrara en su casa.
Seguro que sólo estaba jugando conmigo. Las mujeres son todas unas desequilibradas.
En fin. El caso es que el señor este del trasplante de órgano está muy bien. Y a veces cuando respira suena Bach. Todo son ventajas.
Huérfano
Hay historias que a uno le conmueven y la de Víctor Roure es una de ellas. Me la han explicado esta tarde y me he pasado dos horas y diecisiete minutos llorando, haciendo uso nada menos que de treinta y nueve pañuelos de papel. Treinta y nueve. Casi cuatro paquetes. Con la que está cayendo.
Víctor Roure era un pobre huérfano al que adoptó hace un año un matrimonio barcelonés que no puede tener hijos, al ser ambos zurdos. La historia de Roure es la que me interesa, ya que eso de que sean zurdos no me da ninguna pena: es por puro vicio.
Roure nació en 1947 en el seno de una acomodada familia de la zona alta barcelonesa. A los 18 años entró en la Universidad de Derecho, donde conoció a la que sería su esposa, Teresa Fabregat. Se casaron cuando él aprobó las oposiciones a notario y aunque al principio le tocó plaza en Lleida, al cabo de pocos años y gracias a los contactos de su padre, pudo volver a Barcelona, donde tuvieron a sus tres hijos.
Su vida era razonablemente feliz y no sólo por las facilidades económicas que le permitían, por ejemplo, disfrutar de un bonito dúplex en Barcelona, además de una casa en la Costa Brava. El buen ánimo de Roure, su tranquilidad y su saber disfrutar los pequeños placeres, le ayudaron sin duda a encarar la vida con optimismo y alegría.
Pero, ay, la desgracia se cernía sobre aquella vida tan alegre, casi cumpliendo esos temores populares en realidad injustificados según los cuales tanto bien ha de verse compensado por algún mal en un momento u otro. En 2009, el padre de Roure murió de un infarto. Menos de un año más tarde y sin duda de pena, ya que hasta entonces gozaba de buena salud, fue su madre la que falleció.
El pobre Roure, viéndose huérfano, metió algunas de sus posesiones en una pequeña maleta y, despidiéndose de su mujer y de sus hijos, se fue a un humilde pero bien cuidado orfanato, donde unas monjas le trataron lo mejor que pudieron, sacando el máximo provecho a sus escasos medios.
Es duro quedarse huérfano a los 63 años. Comprensiblemente, las familias prefieren adoptar bebés recién nacidos, aunque eso suponga inagotables trámites en países extranjeros.
Roure veía cómo de vez en cuando, menos de lo deseado, algunas parejas acudían al orfanato y miraban a los niños, con pena y tristeza. Sobre todo cuando alguno de ellos, como el propio Roure confiesa avergonzado que hizo en alguna ocasión, se acercaba a ellos y les preguntaba si querían ser sus papás.
Nuestro protagonista tuvo suerte: fue adoptado hace un año, como he dicho, y su adaptación ha sido razonablemente buena, teniendo en cuenta que estas situaciones nunca son fáciles y siempre hay pequeños roces. Por ejemplo, a Roure le costó mucho adaptarse a la guardería y no acaba de entender por qué no puede ir de paseo solo con su esposa o a ver a sus hijos. Pero poco a poco y entre los tres van creando una nueva familia que sabrá darle a este huerfanito un presente lleno de amor y un futuro repleto de esperanza.
Siempre quise ser músico
Me hubiera encantado ser músico, pero por culpa del racismo y de las ideas preconcebidas por parte de la sociedad, mi carrera se vio frustrada desde el comienzo. Y es que nadie creía que alguien como yo, un cáncer con ascendente escorpio, pudiera realmente dedicarse a la música.
Lo dicho, racismo.
No todos los cáncer hemos nacido para limpiar cochiqueras. NO AL DETERMINISMO ASTROLÓGICO.
Dicho lo cual, intenté meterme en el mundillo musical ya muy joven. Cuando cumplí 47 años decidí que quería aprender a tocar la guitarra, para poder emular a grandes virtuosos de este instrumento, como Paco de Lucía, Slash y Torrebruno. Acudí a una tienda de instrumentos del barrio y pedí que me dejaran probar una.
Pasé tres noches en la cárcel.
Fue un claro ejemplo del racismo policial que tanto vemos en las películas americanas. Y lo de acordonar la zona y que vinieran expertos en antiterrorismo con trajes para protegerse de peligros biológicos fue un tanto exagerado. Puede que mi versión de Greensleves no se ajustara del todo a los cánones, pero hay que tener en cuenta que era mi primer contacto con el instrumento y seguramente el dueño de la tienda ya tenía problemas psiquiátricos de antes. No tiene sentido que le ingresaran sólo por esos tres minutos de nada.
Después de aquella experiencia desagradable, pensé que sería buena idea probar con el canto. Tengo una voz muy delicada y con un timbre muy bonito. Suena como un cencerro pequeño rascándose contra una superficie metálica y rugosa. Además tengo una tesitura muy amplia. Puedo entonar cualquier nota que esté entre el do y el re bemol. Aunque admito que me cuesta llegar al re bemol.
En todo caso, me apunté a clases. Y casualmente aquella tarde todos los perros de Barcelona corrieron Ramblas abajo y se arrojaron al mar. Además, mi profesora pilló al mismo tiempo una enfermedad terrible que por algún motivo hacía que le sangraran los oídos. El caso es que corrieron rumores absurdos por culpa de estos hechos sin ninguna vinculación entre sí ni conmigo, y mi profesora no quiso volver a verme, además de alertar a todos sus colegas acerca de mí.
Lo único que ocurría es que me identificaban como causa de esos hechos fortuitos sólo porque soy cáncer. Con ascendente escorpio. La gente ve lo que quiere ver.
Esta cancerofobia resulta indignante.
Pero no me rendí, al contrario, decidí que probaría suerte con otro instrumento, alguno quizás más afín a mi -no lo niego- singular sensibilidad artística. Tuve que irme a Sabadell, dado que no me dejaban entrar en ninguna otra tienda de instrumentos musicales en Barcelona (insisto: racismo), pero encontré una recién abierta que no tenía ese absurdo e innecesario cartel con mi cara en la puerta y entré para que me aconsejaran. Dudaba entre el saxofón y el violoncello.
Pude probarlos, pero resultó que el dueño de esta tienda también estaba loco (los músicos son todos unos psicópatas racistas, por lo que parece) y en un ataque de ira, me cortó las manos.
En el hospital no pudieron volvérmelas a coser, ya que el dueño de la tienda las había seguido machacando con el hacha después de arrancármelas, así que me trasplantaron otras. Eran las manos de un asesino recién ejecutado. Y claro, al salir del hospital comencé a estrangular ancianas sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.
Hay que decir que el juez fue muy comprensivo. He de guardar las manos dentro de la celda durante los próximos veintisiete años, pero yo puedo hacer lo que quiera. Aunque en realidad no puedo moverme mucho y me paso el día sentado en el pasillo de la prisión. No puedo dormir dentro de la celda, claro, porque yo soy un hombre libre. Y rascarme resulta complicado. Pero por lo demás, bien.
Estoy intentando convencer a las manos para que se apunten a clases de flauta. Ya os contaré.
Cómo aprovechar la rotación de la Tierra para vivir más cómodo y descansado
Hace muchos años que casi no camino, aprovechando que la Tierra gira sobre su propio eje. Por las mañanas simplemente desayuno, me ducho y me visto, para luego quedarme quieto, dejando que la Tierra rote debajo de mis pies. Luego subo cuatro calles caminando, estas sí, y llego a la oficina.
Tengo que ir con cuidado, porque la Tierra gira a una velocidad de 465 metros por segundo y sólo puedo quedarme parado durante algo menos de cinco segundos y medio. De lo contrario, pasaría de largo. Y esto es un problema, igual que volver a casa, porque el planeta sólo gira en un sentido y tengo que esperarme casi 24 horas a que dé un poco menos de la vuelta completa y pueda llegar a mi piso o a lo que me haya saltado. Sí, claro, a veces le doy impulso a la Tierra con los pies, pero con eso no gano más de dos o tres horas.
Al principio me costaba mucho calcular e incluso llegué a caer al mar en una ocasión, por lo que fui objeto de burlas cuando llegué a la oficina, pero ahora incluso programo mis vacaciones teniendo en cuenta los destinos que hay más o menos a mi altura: Estados Unidos, Portugal, Italia, Bulgaria, Kirguistán. A veces me reincorporo a la Tierra en medio de la nada, pero llamar a un taxi suele salir más barato que coger un avión.
Coger un avión es tirar el dinero.
El médico me dice que debería caminar más porque nunca hago ejercicio, pero si cierro los ojos y me quedo muy quieto, en cuanto los abro, ya está como mínimo a un kilómetro de distancia, gritándome cosas que no oigo.
Estereotipos
Resulta muy ofensivo viajar por España y comprobar el alto número de estereotipos erróneos que existen sobre los catalanes y que no son más que ideas preconcebidas que no tienen ninguna base en la realidad.
Por ejemplo, es habitual oír y leer que los catalanes tenemos tres brazos. Es cierto que en algunas comarcas cercanas a la central nuclear de Ascó (se llama así) hay un porcentaje elevado de personas con un número poco habitual de extremidades, pero esto no es desde luego mucho menos habitual que en otras regiones de España y de Europa. De hecho, yo paso días enteros en Barcelona sin cruzarme con nadie que tenga más de dos brazos. Como mucho, algún muñoncete con dedos a la altura del hombro.
¿Y qué hay de ese rumor absurdo según el cual disparamos a los pelirrojos? Es una costumbre que a mí personalmente me gusta. No hay nada más divertido que salir un sábado por la mañana con la escopeta al hombro y volver a casa después de un agradable paseo con dos o tres cabelleras rojizas. Pero no es una tradición únicamente catalana y, de hecho, es de origen portugués.
Todo comenzó cuando Guifré el Pilós, conde de Barcelona durante el siglo IX, permitió y promovió la caza de pelirrojos, llamándolos "fils de lo diable", para añadir "mas si algú vos pregunta, dieu que són costums de los homens e dones de les terres de Portugal e dissimuleu xiulant e mirant a lo sostre". (Traduzco para quien no tenga nociones de catalán medieval inventado: "Pero si alguien os pregunta, decid que son costumbres de los portugueses y disimulad silbando y mirando al techo, compro oro").
Por cierto, también es totalmente falso que los catalanes tengamos algún tipo de inquina hacia los portugueses, esas sucias ratas de cloaca; que yo le deba dinero a nadie, porque en serio, no sé de qué estás hablando, creo que te confundes; que la mitad de la población haya sido abducida y programada por alienígenas, aunque a mí una vez me pasó, y que la cerveza Moritz sea barcelonesa.
En serio, es zaragozana.
En definitiva, los estereotipos en realidad reducen a las personas a meras etiquetas y eso es un error. Un error que puede llegar a ser insultante. Como cuando se comenta que los catalanes somos todos unos vagos.
A mí siempre me lo dicen:
-Jaime, eres un vago.
-¿Ya estás metiéndote con los catalanes? No consiento insultos a mi patria.
-¿Qué dices de los catalanes?
-Ah, ahora menosprecias la nación catalana, con siglos de historia a sus espaldas.
-Pero si yo hablaba de ti.
-¿Y yo qué soy? ¿Judío? ¿Y qué tienes en contra de los judíos, nazi?
Normalmente eso basta para que me dejen seguir durmiendo durante las reuniones.