lunes, 23. junio 2008
Jaime, 23 de junio de 2008, 9:52:08 CEST

La economía se hunde en el más negro de los abismos y quien lo niegue merece una muerte lenta y dolorosa


El índice de dedos por mano ha caído un 0,3 por ciento en el último trimestre, dejando la tasa interanual en el 4,18, el número más bajo desde 1991. Según los expertos, esto podría provocar una caída de la producción y el consumo en la industria de los guantes, que provocaría a su vez un efecto en cadena en todo el sector textil, luego en el global de la economía y, final y trágicamente, haría mella en la calidad de las series de televisión. Y en septiembre estrenan la tercera temporada de Dexter, por lo que no deberíamos correr riesgos inútiles. Este dato horrible que por sí solo ya debería llevarnos a todos a salir a las calles gritando y estirándonos de los pelos se une a la caída de aciertos por primitiva y al excesivo incremento del dato de dudas por compra -creo, no sé, quizás--, que ha llevado a un alarmante incremento del índice de remordimientos por gasto, especialmente en el sector pastelero. Es decir, la felicidad se agota. No se trata de mero alarmismo: hay tiendas que, con la fácil y poco comprometida excusa del buen tiempo, ya no venden guantes: "Es un producto que nosotros no tocamos", asegura por ejemplo Matías Fernández, dueño de un concesionario de automóviles y, en tanto que traidor a los guantes, uno de los principales responsables de la crisis de los dedos y, por tanto, merecedor de cárcel y torturas. Según los analistas, el número de niños con seis o más dedos se ha ido reduciendo de forma acelerada a lo largo de los últimos años, mientras que los accidentes laborales y los resultados de ciertos arriesgados juegos sexuales se han mantenido estables, a pesar de los avances en implantes. Algunos expertos aseguran que mientras el índice se mantenga por encima de cuatro no existe problema real, ya que el quinto dedo es el meñique, que casi no sirve para nada, excepto, quizás, para lucir anillotes de oro o tomar el té de forma afectada. Así, por ejemplo. ¿A que doy rabia, con el meñique levantado, en plan qué fino soy, cuando todo el mundo sabe desde 1983 que la gente elegante en realidad no hace estas cosas? En conclusión, el meñique está sobrevalorado y pasado de moda. Es mi penúltimo dedo favorito. De todas formas, quedan lejos esos tiempos en los que el índice de dedos por mano superaba el cuatro y medio, tiempos que los fabricantes de guantes creyeron que nunca iban a terminar. Y ahora están todos suicidándose por las esquinas. Salvo los pocos previsores que diversificaron la producción y fabricaron también calcetines, conscientes de que la gente los luce incluso en las prótesis.


 
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domingo, 22. junio 2008
Jaime, 22 de junio de 2008, 23:29:47 CEST

¿Qué es ese ruido?


¡Oigo a un montón de gente gritar! ¡Imagino que habrán sido contagiados por algún virus que les ha convertido en peligrosos zombies caníbales! ¡No, listo, no; eso no es una película! Suerte que tengo un rifle, ya que yo soy liberal y creo que las armas no matan. Voy a apostarme en la ventana y liarme a tiros con todos esos muertos vivientes. No me deis las gracias. Sólo hago lo que creo que debo hacer. Ah, oigo sirenas, petardos, cláxons... Cláxones... ¿Cómo es el plural? ¡Bocinazos! ¡Estoy rodeado! ¡Si al amanecer no he regresado, dile a Mary Lou que jamás la quise y que sólo le dije que me casaría con ella para que me dejara en paz! ¡Dale este reloj a mi hijo, y si no tengo hijos, dáselo a... No sé, a un niño! No, espera, que el reloj es bueno. Quédatelo tú y cámbialo por un par de jamones. Me queda un consuelo: me llevaré a unos cuantos zombies caníbales por delante. No, no me llaméis héroe. Llamadme Sebastián. Siempre me ha gustado cómo suena ese nombre. Sebastián. Sebas. El Sebas. No, es igual, llamadme héroe.


 
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lunes, 16. junio 2008
Jaime, 16 de junio de 2008, 9:58:50 CEST

Así no hay forma de dedicarse a la música


Mi carrera musical se vio arruinada por las descargas ilegales. Así es: a los que nos arriesgamos, a los que probamos y experimentamos, nos es mucho más difícil abrirnos camino y pagarnos las mansiones en las islas del Pacífico. Necesitamos una industria que nos apoye y una asociación de autores que les rompa las piernas a quienes estén en nuestra contra. Cuando comencé, hace algo más de trescientos años, la cosa era mucho más sencilla y agradable que hoy en día: sólo teníamos que buscarnos a un mecenas noble o eclesiástico que nos protegiera. Por desgracia, el mío era un tipo enclenque y cobarde: no me protegía nada. De hecho, en mi primer año de carrera musical me dieron varias palizas. Al parecer, mi música arriesgada e innovadora no era del agrado del sector más conservador del público, que insistía en agredirme mientras gritaba cosas como: "¡Para, maldita sea, déjalo ya, ME SANGRAN LOS OÍDOS!" Mi protector intentaba interponerse entre esos energúmenos y yo, pero apenas aguantaba la primera embestida. Me engañó. Me dijo que sabía kárate. En realidad sólo había leído un libro de historia de Japón. El caso es que, dadas las circunstancias, yo fui el primer músico en intentar establecerse de forma independiente. Cogí mi clavicémbalo y me fui de gira por las tabernas alemanas, interpretando versiones de Bach y Haendel, además de temas propios. Era la joven promesa del pop barroco y la crítica internacional me auguraba un gran futuro en cuanto se inventara el gramófono. Mientras tanto, fui recibiendo varias palizas. Para eso me contrataban. Dos florines por escuchar mis temas (la primera cerveza incluida en el precio de la entrada) y un florín extra por arrojarme cosas a la cabeza. Hice una fortuna. Casi seis florines (yo cobraba una tercera parte de la recaudación). Al fin parecía que mi música se iba abriendo paso, del mismo modo que la brecha en mi cráneo se iba abriendo camino con cada golpe de jarra. De todas formas, comprendí que mi arte era minoritario y que jamás conseguiría tocar en las grandes catedrales, ni llenar las salas de los palacios más suntuosos. Qué fea es la palabra "suntuoso". La sustituiré por otra palabra que me guste más: y que jamás conseguiría tocar en las grandes catedrales, ni llenar las salas de los palacios más coches. No tocaba las clásicas cancioncillas ni utilizaba recursos facilones como la "armonía", o la "melodía", o el "ritmo", entre otros trucos baratos, como las "notas". Así pues, y con la intención de llegar a ese público selecto, elevado y disperso que sí podría disfrutar de mi arte, inventé el a-mule (analogic mule). La cosa era parecida a las descargas de hoy en día, sólo que como no existía internet, la cosa iba algo más lenta. Consistía en que, por ejemplo, un tipo que quería que tocara en su casa, para su fiesta de cumpleaños o su despedida de soltero, me tenía que enviar un a-mail (analogic mail, también llamado "carta") y yo cargaba mi clavicémbalo en mi mula y me desplazaba al lugar en cuestión. Música a domicilio. Y también portátil: en caso necesario tocaba el clavicémbalo subido a la mula mientras acompañaba, por ejemplo, a algún peregrino del camino de Santiago. El problema fueron las descargas ilegales, cada vez más frecuentes. Después de tocar, la gente se empeñaba en no pagarme, con excusas como "has hecho llorar a nuestros doce bebés", "el perro se ha arrojado al río en cuanto has empezado a tocar" o "arg, me sangran los oídos". Pf. Excusas de mal pagador. Lo peor era que muchos clientes me escribían para robarme el clavicémbalo o la mula. Sin ni siquiera dejarme tocar antes. Después de apenas unos meses, tuve que abandonar la iniciativa y, en consecuencia, el mundo de la música, cada vez más mediocre y uniformado. No me gusta criticar por criticar, pero, no sé, el Haydn este... A ver, seamos sinceros, ¿ciento cuatro sinfonías? Eso es pura avaricia comercial. Claro, al final suenan todas iguales, que sólo cambia la letra. En fin. Así nos va. Sobre todo a mí.


 
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jueves, 12. junio 2008
Jaime, 12 de junio de 2008, 9:03:24 CEST

Google: "Al principio se hace raro"


Google ha ganado el premio Príncipe de Asturias. Y eso sin haberlo comprado, ni nada, que es lo habitual para el buscador este. De hecho, en cuanto entro en su despacho, Google insiste en comprarme la chaqueta y las gafas de sol por un total de tres millones de euros, pero rechazo la oferta porque confío en ganar más gracias a la publicidad. Sobre todo con la que llevo en la espalda de la americana: El Corte Inglés, nada menos. Me pagan quince céntimos por cada uno que diga que viene de mi parte antes de pagar. Llevo casi menos de un euro ingresado.

Lee el resto en Libro de notas. Bueno, si te apetece. Ahora no nos vamos a poner tontos. Yo lo hacía con la mejor de las intenciones. La mejor no siempre es buena; sólo es la menos mala.


 
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jueves, 5. junio 2008
Jaime, 5 de junio de 2008, 8:54:15 CEST

Juan Costa: "¿Es que Mariano no tiene sentido del ridículo?"


Al parecer, Juan Costa podría presentarse como rival de Mariano Rajoy en el próximo congreso del Partido Popular, con la astuta intención de perder para que no pierda Esperanza Aguirre. Sé que suena supercomplejo y es difícil de entender, pero es que la alta política es así: la constante toma de decisiones estratégicamente fundamentales y fundamentadas para poder… er… ayudar a la… ciudadanía a que… er… los tertulianos puedan… comer. Juan Costa me recibe en su despacho y no puedo evitar preguntarle si es el hermano gemelo viejo y pijo de Pedro Martínez de la Rosa, a lo que me contesta con un "deja que te interrumpa aquí —le permito que lo haga: al fin y al cabo 'aquí', o sea, 'allí' es su despacho y tampoco es plan de imponer mis normas en casa ajena—. Han llegado hasta a mis oídos (ambos) insidiosos rumores al parecer procedentes de personas que dicen conocerme desde mi época de bachiller e incluso prebachiller y que aseguran que yo jamás he pegado un palo al agua. Para desmentir esos rumores aquí en el suelo hay un barreño repleto hasta casi rebosar (de agua, claro), mientras que en mi mano izquierda sostengo una garrota. Voy a proceder a darle un palo (¡y qué palo!) al agua".

El resto de la entrevista, como cada miércoles o lo que sea que es hoy que es muy pronto por la mañana, en Libro de notas.


 
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