jueves, 4. septiembre 2008
Jaime, 4 de septiembre de 2008, 15:38:47 CEST

8:34


Sebastián Rodríguez suele mirar el despertador mientras se pone la chaqueta antes de salir a trabajar y, casi siempre, el reloj marca las 8:31. A veces, claro, son las 8:32 o las 8:28 o incluso puede que las 8:45, por qué no, al fin y al cabo Sebastián no es particularmente metódico y lo único que le interesa es llegar a eso de las nueve a la oficina. Como más o menos todo el mundo hace igual y más o menos todo el mundo sale de casa más o menos a la misma hora, Sebastián se cruza cada día con más o menos los mismos desconocidos. De su casa al metro, por ejemplo, siempre se encuentra con un tipo alto y con pinta de fortachón, cargado con una bolsa de deporte, y con una chica de veintitantos, de cara simpática y zapatos de colores quizás demasiado vivos para esas horas de la mañana. Sebastián se topa con el posible monitor de gimnasio a las 8:32 (más o menos) en el primer cruce en dirección al metro. A la chica no se la encuentra hasta unos dos minutos más tarde (más o menos), por la misma acera que él, pero en dirección contraria y saliendo de una panadería. Los usa como relojes. Si por ejemplo se cruza con la chica más cerca de su casa, Sebastián sabe que va un poco más retrasado de lo normal, sin necesidad de alzar la muñeca, retirar la manga de la camisa y mirar la hora en el reloj. Como es natural, no siempre es él quien se retrasa, a veces son ellos. También a veces ni los ve, pero Sebastián no es un tipo particularmente obsesivo y comprende que ellos también pueden quedarse dormidos o incluso ponerse enfermos, y que él no es nadie para pedirles explicaciones, sólo faltaría. Pero un día se da cuenta de que la chica hace tiempo que no aparece. Más de lo normal, no puede ser una gripe y es un mes un poco raro para coger vacaciones. Pasan un par de semanas y Sebastián comienza a preocuparse. Claro, puede que haya cambiado de trabajo o que se haya mudado y que, por tanto, su ruta y su horario se hayan visto modificados. Pero Sebastián no puede evitar sentirse intranquilo. Se siente un poco perdido cuando sube su calle; a veces incluso ha de mirar el reloj. Y lo tiene que reconocer: está preocupado, la gente no desaparece así por las buenas. Un día decide que tiene que saber qué ha ocurrido. Por muy sencilla que sea la explicación. Para poder pasar página. Para poder buscar otro reloj. Y la mañana siguiente entra en la panadería y pregunta por la chica, sin más. No sabe si trabaja ahí, si sólo compra algo o si es la hija de la dueña. Pero es la única pista que tiene. Resulta que la veinteañera compra allí un zumo y una pasta cada día, para comer algo a media mañana. Pero además la dueña la conoce de toda la vida: vive en ese mismo edificio, como ella y su marido, desde hace años. La mujer la tiene muy presente porque ella también la echa de menos. Por qué, pregunta Sebastián, ¿se ha mudado? ¿No se ha enterado? Pensaba que por eso preguntaba. Y le explica que la han asesinado. No se sabe quién, se la encontraron un viernes por la noche cerca de casa. Regresaba de cenar con los amigos y alguien, puede que un ladrón, le clavó una navaja en el cuello. Sebastián vuelve a casa, no puede ir a trabajar, está prácticamente en estado de shock. Sí, de acuerdo, no la conocía. Pero la veía cada día. Podría haberla saludado y tampoco hubiera sido tan raro. Era una cría. Veintipocos. Si aún vivía con sus padres. Está indignado. Es un crimen que no puede quedar impune. Tiene que hacer algo. Decide volver al día siguiente a la panadería. Le dice a la dueña que no ha sido del todo honesto. Soy un periodista, dice, estoy investigando el asesinato del que hablábamos ayer. La dueña le cree y le presenta a los padres de su reloj, quienes le presentan a sus amigos e incluso le comentan todo lo que la policía les ha dicho. Después de apenas cinco días de entrevistas, días que tiene que descontar de sus vacaciones, llega a una conclusión absolutamente irrefutable. Sabe quién es el asesino. No es un ladrón cualquiera, es alguien que la conocía, uno de sus amigos. Sebastián se enfrenta al culpable. Sé que has sido tú. Él otro le contesta con una frase que probablemente ha ensayado mucho antes de dormir, si es que puede dormir: no sé de qué me habla. Pero Sebastián sigue hablando, ignorando su débil protesta. Mira, le dice, sé que fuiste tú, no tengo ninguna duda. Asesinaste a una chica que tenía toda la vida por delante, que estaba llena de ilusiones, que tenía ambiciones y proyectos. Fue un crimen horrendo. Y hace una pausa, antes de seguir. Claro que no se puede volver atrás en el tiempo, ¿no? Nada le va a devolver la vida, ¿no? Y los demás tenemos que ir a trabajar cada día, ¿no? Pues verás, tengo un problema. Resulta que yo siempre me la cruzaba a las 8:34, cuando ella salía de la panadería de su edificio. Necesito que alguien me haga de reloj, no sé si me explico, que alguien ocupe su puesto. Necesito puntos de referencia. Si no, me siento perdido. ¿Lo harás? Por favor. Por favor. ¿Lo harás? Tú la mataste, es lo menos que puedes hacer. A las 8:34. Más o menos. Cada día. No soy particularmente maniático, si son las 8:35 no pasa nada. Pero inténtalo. ¿Lo harás? ¿Lo harás?


 
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lunes, 1. septiembre 2008
Jaime, 1 de septiembre de 2008, 16:26:37 CEST

Cómo ganar un concurso de belleza


Un señor de Cuenca ha sido nombrado Miss Universo, aprovechando un despiste de la organización. Al parecer, el empleado encargado de escribir el nombre de la modelo china que ganó el certamen, tecleó por error Alberto Ramírez Mateo en lugar de Qu Ying Ko, en lo que la organización ha tachado de comprensible desliz, dada la proximidad de las letras Q y A. Alberto Ramírez Mateo, funcionario de 42 años, ha llorado de emoción al conocer la noticia y ha asegurado que dedicará su reinado a luchar por los más desfavorecidos y a hacer todo lo posible por lograr la paz en el mundo. Tras imponérsele la corona en el ayuntamiento de su Cuenca natal, Ramírez salió volando por la ventana en dirección a Ossetia del Sur, donde se espera que se enfrente a Vladimir Putin en una épica pelea a puñetazos y rayos láser. El propio Putin ganó el mismo concurso en 2004, aunque fue atrapado por el lado oscuro a las pocas semanas de ser nombrado la mujer más bella del planeta.


 
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jueves, 10. julio 2008
Jaime, 10 de julio de 2008, 15:15:08 CEST

Una reflexión serena acerca de la contaminación lumínica


He oído muchas quejas absurdas acerca de una cosa llamada "contaminación lumínica". El término ya de entrada es absurdo. ¿Cómo va a ser contaminación si ni se respira ni huele? En todo caso, suponiendo que la luz sea mala --porque ahora resulta que la luz es mala--, ¿cuál es el problema? ¿Que de noche ya no se ven las estrellas en las ciudades? ¿Y quién quiere ver las estrellas? Son blancas y están (a efectos prácticos) quietas. Guau. Qué pasada, ¿no? Puntos de luz inmóviles. Buf. No se me ocurre nada más emocionante. Vamos, que si esas estrellitas quieren que perdamos el tiempo contemplándolas, que hagan algo que mole. Que haya más cometas y que las explosiones se vean desde aquí. Que cambien de color. Que organicen, no sé, peleas de estrellas. O bailes, incluso. Pero bah. Estrellas. No hacen nada por nosotros y pretenden que nos pasemos ahí las noches mirándolas. Pf. Con la de series que hay. Es que ¿qué se han creído? No, en serio. ¿Estas estrellas de qué van? ¿De estrellas? (Ja, ja...) No, en serio, que estoy cabreado. Que alguien me diga cuándo fue la última vez que vio a una estrella tocando al piano una versión más o menos aceptable de Night and day (ja, ja... Las estrellas van de estrellas...). O cocinando un risotto comestible. O saltando a una piscina desde un trampolín a veinte metros de altura. Pero no. Las estrellas no hacen nada de eso. Sólo están ahí. Atrayendo planetas con su fuerza gravitacional. Despilfarrando energía. Alejándose las unas de las otras. Vamos, hombre. Y yo tengo que ir apagando las luces para que cuatro chalados sin vida se dediquen a mirarlas. Anda ya. Pero no es sólo cosa de las estrellas. Se ve que también se perjudica a los animales nocturnos. Hombre, lo que faltaba. Los búhos y las ranas y los murciélagos saliendo de noche y dicen que les molesta la luz del pueblo. No, ahora tenemos que apagar las farolas para que los bichos estos salgan de noche. Un empleo es lo que les hace falta. No, en serio, si tuvieran que salir de la cama a las siete y media para llegar a la oficina más o menos puntuales, se les iban a quitar las ganas de salir por ahí de noche. Porque a mí también me gusta tomarme mis copichuelas y volver a las tantas, pero no voy por ahí quejándome de que al día siguiente tengo resaca. Soy consecuente con mis actos. Digo que tengo dolores menstruales y no voy a trabajar. Que hagan eso los búhos, que se inventen una excusa (no sé, un tumor o algo) y que no vayan a la oficina al día siguiente. Pero que no se quejen de las luces de las pistas de aterrizaje del aeropuerto. No, si ahora tenemos que aterrizar de oído. Además, ¿qué se supone que tenemos que hacer? ¿Eh? ¿Volver a las velas? ¿Conducir a oscuras? ¿Romper farolas? ¿Eso tengo que hacer? ¿Salir a la calle a romper farolas? ¿Eso? ¿Como un gamberro cualquiera? ¿Coger una piedra y romper farolas? Pues mira, lo voy a hacer. Bocas, que sois todos unos bocas. (...) Ya está. He roto cuatro farolas. ¿Y qué has hecho tú, eh, jipi? Quejarte, ¿no? Lloriquear por las esquinas, ¿no? Pues hablando no vas a conseguir que se acabe la contaminación lumínica esa. Fíjate que yo estoy a favor y he roto cuatro (4 --IV--) farolas. He hecho más por el bienestar de las estrellas en un rato que tenía libre que todos los comunistas del mundo desde que cayó el muro de Berlín. Y además me he desahogado. Tirar piedras mola. Las agencias de viajes deberían ofrecer fines de semana de intifada. Mejor que un spa. Es que llevo un estrés encima que no me aguanto. En serio. Es que julio es un mes malísimo: el trabajo es el mismo y están todos de vacaciones. Yo también me hubiera ido, pero ya se sabe, el jefe tiene prioridad para escoger. Qué le vamos a hacer. En fin.


 
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viernes, 4. julio 2008
Jaime, 4 de julio de 2008, 14:18:27 CEST

Sobra gente por todas partes


El profesor Jakob Adenauer ha llegado a la alarmante conclusión de que sobra gente. "Hay mucha, demasiada --explica en un artículo publicado en The nature of science--, más de la que hace falta para vivir". Según Adenauer, cada persona necesita un número muy limitado de congéneres para llevar una vida normal: "Algo de familia, para ser engendrado y pasar las navidades sin deprimirse; un puñado de amigos, para salir por ahí; un puñado de amigas, para volver de ahí; productores, transportistas y vendedores de comida, ropa y otros artículos; un elenco variado de actores para las películas, series y obras de teatro, cuatro o cinco jefes y compañeros de trabajo, cocineros, camareros y dos o tres taxistas; quizás también algún poeta y uno o dos pintores. De brocha gorda". Así pues, no harían falta más de cuarenta o cincuenta mil personas, tirando muy alto, para llevar una vida urbanita, completa y moderna. La pregunta que se hace el profesor de Leipzig es: "¿Por qué consentimos entonces que haya seis mil millones de personas de más? ¡Yo no necesito a toda esa gente! ¡Es un absoluto despilfarro de espacio y energía! Hay que llevar a cabo YA un genocidio sostenible". Según Adenauer habría que exterminar a esos miles de millones de personas innecesarias. El profesor también propone una ley que obligue a quien le sobreviva a suicidarse, ya que su existencia pasaría a ser absolutamente gratuita. "Estoy manteniendo a miles de millones de impresentables a los que ni siquiera conozco --concluye el doctor en Física--. Las autoridades deberían tomar cartas en el asunto, exterminar a esos parásitos y luego pegarse un tiro". Adenauer añade que el inicio de la temporada de rebajas no ha tenido nada que ver con su declarada apuesta por lo que llama "desagradable y sangrienta, pero necesaria para mi bienestar, operación quirúrgica".


 
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jueves, 26. junio 2008
Jaime, 26 de junio de 2008, 7:28:21 CEST

Un tipo que quiere permanecer en el anonimato: "Lo único que mola es cuando se pegan los hinchas"


Hay gente odiosa en este mundo que habitamos. Gente a la que uno desea, por ejemplo, agarrar por las orejas para golpear su cabeza repetidamente contra el borde de una mesa. Hoy me veo obligado a entrevistar a una de esas personas. Lo hago no por el morbo de recrearme en lo abyecto, en lo inmoral, en lo feo —porque además es feo—, sino a modo de aviso. Porque la gente así existe. No es otro temor vano e informe de los más alarmistas, no es sólo el producto de la imaginación enfermiza y asustadiza de los más catastrofistas, no es sólo otra apesadumbrada queja de los más pesimistas. Y es bueno que todo el mundo lo sepa y esté avisado y tome las medidas oportunas, aunque eso suponga llevar siempre un arma encima y, por supuesto, disparar antes de preguntar. Porque hoy entrevisto a un tipo repugnante que, como es natural, prefiere mantener su nombre en el anonimato y que confiesa —por favor sentaos todos y si estáis ya sentados, poneos de pie y sentaos de nuevo. ¿Ya? ¿Puedo seguir? Gracias. No sé cómo habéis tardado tanto. En serio. Tenéis las rodillas de un octogenario—, que confiesa, insisto, que… Oh, cómo me gustan los puntos suspensivos… Que asegura que a él no, repito, no, es decir, NO le gusta el fútbol.

Historia real. El resto, en Libro de notas.


 
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