viernes, 18. marzo 2011
Jaime, 18 de marzo de 2011, 14:54:04 CET

Nosotros, los expertos en centrales nucleares


Yo también soy un experto en la energía nuclear y sus peligros, como toda esa gente que habla: no en vano estuve a punto de terminar el bachillerato y además lo hacía de la mejor manera. Es decir, no estaba matriculado, sino que fregaba los pasillos mientras esos niños de papá iban a clase, sin aprovechar para nada los conocimientos que resbalaban por sus impermeables cerebros. Así aprendí a valorar lo importante que es la educación. Lo malo es que también llevaba mis walkman y no me enteraba de mucho, pero vaya, que me empapé de conocimiento por lo que viene a ser la proximidad, hasta el punto de que se dio cuenta un profesor del instituto. Este buen hombre quería aprovechar todo mi potencial y se ofreció a enseñarme "lo que es bueno", aunque de hecho aseguraba que yo ya sabría "latín, por lo menos". Luego se empeñó en hacerme fotos y dada mi timidez, preferí dejar estas, er, clases de lado. Y eso que llegó a ofrecerme "dinero para chucherías". Pero en fin, vaya, que yo aprendí mucho en el instituto. Latín y eso. Centrémonos. De repente me siento incómodo. El caso es que he seguido con atención lo que está ocurriendo con la central nuclear de Japón y hay una serie de cosas que me puedo atrever a decir, dentro de la modestia habitual que me caracteriza como genio modesto que soy. Primero: la bandera de Japón resulta curiosa. No hay rayas, ni cuadritos, ni estrellas. Sino un enorme círculo rojo. Como si fuera un botón de alarma. Esto demuestra hasta qué punto están preparados los japoneses. En cualquier momento, la población está lista para lo peor porque ya tiene asumido lo peor en su propia identidad nacional: terremotos, ataques de epilepsia, robots asesinos, Godzilla, coches híbridos (que no sé lo que es, pero suena a coches mutantes). Todo. Lo que sea. Cualquiera de esas cosas pasa por ejemplo en España y el país se desmorona. Si casi se hunde en el mar con las obras del Ave, no digo más. Bueno, sí que digo más. De hecho, aún me falta casi medio artículo. Continúo: Segundo: leo que la central nuclear de Furkushr... Fusju... Funksy... La central nuclear de Japón se está quedando sin agua en las piscinas. No dudo de la importancia de este hecho que tanto destacan los periodistas, pero teniendo en cuenta que hay héroes arriesgando sus vidas para evitar una fusión (o fisión, siempre las confundo), me parece ridículo preocuparse ahora por piscinas y jacuzzis. Cuando todo esto concluya, esperemos que bien, ya habrá ocasión de celebrarlo y montar una fiesta en el jardín que acabe con todos borrachos y bañándonos primero con ropa y zapatos, y finalmente en pelotas. Aunque no le recomiendo a nadie que invite a mi profesor de latín. Tercero: hay dudas acerca de si el desastre nuclear de Japón es más grave de lo que se atreven a confesar los políticos. Yo creo que no, que están siendo sinceros. Lo digo más como experto en comunicación no verbal que en física nuclear: cuando las autoridades competentes hablan de estas cosas, no veo que al terminar silben y miren para el techo, lo cual sin duda denotaría que están disimulando como ratas. Puede que suden un poquito y se ajusten el cuello de la camisa, pero eso yo diría que es porque están enamorados de algún o alguna de los o las periodistas o periodistos presentes o presentas en la rueda o ruedo de prensa o prenso. En todo caso y (por cierto, cuarto:), el resto del mundo no tiene que temer los peligros de una nube radiactiva. Y es que aunque lo de la central acabara más bien tirando a regular, Japón es un país chiquito. El otro día lo miré en un mapa y no tendrá más de tres centímetros de largo, cosa que sin duda explica su alta densidad de población. Es decir, en caso necesario siempre podemos recortar el país nipón y guardarlo en una cajita hasta que todo pase. En resumen, esto de la energía nuclear tiene sus cosas y anda que no. Recomiendo encarecidamente que en lugar de centrales nucleares se construyan laterales nucleares, para así minimizar los riesgos y preservar el legado cultural que suponen los chistes malos. Dicho lo cual, de nada.


 
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jueves, 3. marzo 2011
Jaime, 3 de marzo de 2011, 16:27:39 CET

¡Soy un Ruiz Mateos!


Llevo ya dos días trabajando (otra vez) y esto es insoportable. Pido cambio. Que siga otro. Yo ya he hecho mi parte por la economía del país. Cada mañana me despierto a las menos tres y cuarto. En serio. Me levanto a una hora a la que no se han extinguido los dinosaurios. No voy en metro: voy en tranvía tirado a caballos. Cuando ficho es tan pronto que en vez de gafas llevo monóculo y mi móvil todavía es un reloj de bolsillo. Vamos, que entro a trabajar a eso de las once, que no es hora ni de tomarse un aperitivo. En todo caso, puedo decir con satisfacción que he comenzado un trabajo interesante y de alta responsabilidad. Soy el doble de uno de los hijos de José María Ruiz Mateos, quien a su vez es el doble de cada uno de sus hermanos, quienes a su vez además de tener un doble cada uno son también dobles de su padre y de su madre, que también tienen dobles de sí mismos. Mi principal función es la de colaborar a sembrar el caos y básicamente que los cobradores de morosos me sigan a mí, garrota en mano. Se me da muy bien. Lo de la confusión, digo. Salgo a la calle gritando "¡soy un Ruiz Mateos!" y con una camiseta que pone: "¡Soy un Ruiz Mateos!" Y a partir de ahí todo es cuesta abajo. Porque voy por las Ramblas desde la plaza Cataluña. Y es cuesta abajo. Literalmente. Total, que soy tan bueno en lo mío que no me extrañaría que de aquí a unos meses me ascendieran a doble del propio Ruizma padre. Como se puede ver, se trata de un sector en expansión dentro de una empresa que ofrece muchas oportunidades, cada día más, a gente especializada como yo en encajar patadas e insultos y que no tenga inconveniente en maquillarse y ponerse calvorotas de plástico y dentaduras postizas. Y es que desde que el gran impulsor de tendencias Gerardo Díaz Ferrán (alias el Galliano de la patronal), pusiera de moda en las empresas el sinpa, sacando de los bares de barrio una simpática y popular, pero hasta ahora marginal tradición, han sido muchos los empresarios que han seguido sus pasos y han promovido un tipo de negocio caracterizado por no dejar salir nada de la empresa: ni dinero en gastos absurdos, como sueldos y proveedores, ni a los propios empleados, que no es plan de quedarse sin mano de obra. El último en emprender este camino es el gran Ruiz Mateos, que acaba de optar por el concurso de acreedores, nombre absurdo porque por mi experiencia ya avanzo que lo que puede tocar es más bien poco. Eso sí, felicidades a todos los avispados inversores que compraron los pagarés de Nueva Rumasa, que parecían tan fiables como los sellos de Afinsa. Porque dice Ruiz Mateos que si no pudiera pagar y no fuera cristiano, se suicidaría. O sea, que cuando no pueda pagar, no hará nada. Aparte quizás, de enviarme a mí a gritar soy Ruiz Mateos y a aguantar los garrotazos que haga falta. Que para eso estamos. Todo el mundo tiene un don. El mío no tiene nada que ver con los golpes, pero hay que ganarse la vida. Lo malo es eso: que trabajo. Sí, el sueldo no es malo, pero como la empresa está como está, lo cobro en negro. Concretamente, dos arrobas de carbón al mes, lo cual, como todo el mundo sabe, es media arroba por debajo del salario mínimo interprofesional.


 
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martes, 1. marzo 2011
Jaime, 1 de marzo de 2011, 18:44:13 CET

Así no hay quien ahorre


En un nuevo ataque a la libertad de los fumadores, el gobierno ha decidido rebajar el límite de velocidad por autopista de 120 kilómetros por hora a 110. La excusa ha sido la de ahorrar. Pero hay que ser muy tonto para creerse tal cosa. Y es que justo la misma semana que se conoce esta noticia se ha publicado otra. Resulta que Bono dice que no puede ni quiere ser presidente del gobierno. ¿Tiene esto algo que ver? No. ¿Lo de los 110 kilómetros por hora es una cortina de humo para ocultar la sospechosa ausencia de intenciones de Bono? Por supuesto que no, menuda idiotez, no tendría sentido hacer algo así. Lo ha dicho en la radio, por cierto. Y es el político, no el cantante. No pongo el enlace porque me da pereza y es una chorrada. El caso es que hoy en día nos llega demasiada información. Tanta, que resulta imposible procesarla adecuadamente y además cuesta mantener la atención en los temas de los que se habla y cuando uno no está atento ocurre que obviamente se pierde y ya no sabe de qué está hablando y se pone a divagar, dando vueltas y vueltas sobre las mismas cosas, sin añadir información, sólo palabras, a ratos soltando comas y conjunciones copulativas, con lo fea que es la palabra copulativa, en lugar de llegar a una conclusión y por tanto concluir, como su propio nombre indica, para que así todos dejemos de perder el tiempo. Volviendo al tema de los 110 kilómetros por hora, es evidente que todo el mundo creía que ya no me acordaba. Sólo tengo una cosa que decir al respecto: ¡Ja! ¡Claro que me acordaba! ¡Ja! Puedo seguir los meandros de mi propio pensamiento sin problemas. ¡El político, no el cantante! ¡Ja! ¡Un coche muy coche! ¡Enteritis! ¡Jaja, qué bueno, enteritis! Pone enteritis, pero sólo es la mitad de gastroenteritis. Debería ser meditis. ¡Jaja! ¡Y ja! Volviendo otra vez al tema (otra vez más, sí, lo he vuelto hacer), he de decir que esta medida me parece francamente innecesaria. Si hablamos de ahorrar, resulta indiferente si se circula a 110 o a 250 kilómetros por hora. Porque ni siquiera tengo coche. Es que no voy a dejar de gastar nada. Ni un euro. Si el gobierno quiere que ahorre, cosa que me vendría bastante bien, que limite el precio del Jameson y de la cerveza. Y del vino. Que no llego a fin de mes. De hecho, hay noches que no sé ni cómo llego a casa. En conclusión, porque al final concluimos, tal y como demuestra el punto que hay al final del párrafo, señores del gobierno, ministros y esas cosas, recapaciten y tomen medidas que afecten a la gente de verdad, que luego miro la cartilla de ahorros y me dan unos sustos que para qué. Cuando tenga coche, les aviso y quedamos en la velocidad apropiada. Si a mí me da igual, si no tengo prisa y voy andando a todas partes. Exceptuando las partes que están lejos, claro, que tampoco es plan.


 
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jueves, 10. febrero 2011
Jaime, 10 de febrero de 2011, 12:22:16 CET

Muy en contra de los semáforos


Los políticos de hoy en día nos tratan como si fuéramos niños: no hacen más que coartar nuestras libertades e imponer prohibiciones absurdas que en ningún momento hacían falta. Han prohibido los toros, por ejemplo, sin ni siquiera preguntarles a los animales su opinión al respecto. Igual se llevarían una sorpresa. Y el otro día salí a la calle --por primera vez en mucho tiempo, ya que me alimento de patatas y de los gatos que se le escapan al vecino-- y me encontré con que la ciudad está plagada de unos extraños postes con luces arriba del todo. Pregunté a un tipo que había por allí, que insistió en mirarme raro y largarse corriendo, igual que los otros cinco siguientes, pero finalmente logré retener a una señora, que después de darse cuenta de que no quería matarla, contestó a mi pregunta. Al parecer, esos postes se llaman "semáforos" y cumplen una función que sin duda resulta humillante para cualquier persona adulta: nos informan de cuándo podemos cruzar. Ojo: no se trata de que nos aconsejen acerca de cuándo resulta conveniente o no hacerlo, cosa que sería más o menos útil para niños, ancianos e hinchas futboleros. No. Son de obligado cumplimiento. Es más, la mujer me explicó que la policía podría incluso multar a conductores y peatones por no detenerse en uno en rojo. Lo que se llama "saltárselo". A pesar de eso, cabe señalar que hay héroes de la libertad individual que no dudan en "saltarse" un semáforo cuando lo creen conveniente, demostrando que estas imposiciones liberticidas no vienen a cuento cuando estamos hablando de adultos responsables y en su mayoría sobrios. Dicho lo cual, me puse a buscar a un guardia para manifestarle mi inconformidad con el asunto y para ver qué pasos podía seguir para denunciar al ayuntamiento y quizás ponerme en huelga de hambre para reclamar la pronta retirada de estos instrumentos borreguiles y esclaveros. Después de caminar durante horas gritando "¡policía!", logré dar con un agente, que intentó razonar acerca de la utilidad de estos semáforos. Razonar. Ja. No hacía más que repetir consignas sin plantearse si realmente significaban algo. --Piense que ordenan el tráfico. --¡No hay nada como el libre mercado para ordenar las cosas! ¿No se da cuenta de que si un coche ve que no puede girar porque hay coches que vienen de otra calle, no girará? ¿Que la ausencia de semáforos no implica la obligatoriedad de seguir adelante? --Además, evitan atropellos. --¿Pero es que acaso estoy ciego? ¿No voy a ver a un coche que se acerca? ¿O a una furgoneta? --Igual está despistado. --¿Y si estoy despistado voy a prestar más atención a una lucecita que a un Seat Córdoba? ¿Estamos tontos o qué? Aquello era increíble. Ese hombre no era más que otro engranaje del sistema, otro siervo encantado con que le dijeran lo que tenía que que pensar. Pues desde luego a mí nadie me iba a decir lo que tenía que hacer. ¡Y menos un semáforo, que no es más que un palo con luces! De la indignación, le di la espalda y me fui, sin darme cuenta de que me metía en medio del tráfico. Noté un golpe por encima de las rodillas y caí al suelo, dándome en la cabeza. --Lo siento, lo siento --era el conductor--. No he visto el semáforo. --¿Se lo ha saltado? --Sí, lo siento. --Es usted un héroe... ¡Un héroe! Mantengo una grata amistad con mi atropellador. Juntos vamos a iniciar una plataforma que recogerá firmas para arrancar los semáforos y respetar así las libertades individuales, cada vez más asfixiadas por este estado opresor, liberticida, socialista y titiritero. Y es que además no sirven para nada. Tanto semáforo y a mí me atropellaron igual. Sólo de pensarlo me indigno tanto que las orejas se me ponen rojas. Gñ.


 
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miércoles, 9. febrero 2011
Jaime, 9 de febrero de 2011, 16:39:56 CET

¡Yo no soy una señora!


Leo con irritación que "una anciana" ha evitado un atraco a una joyería. La noticia explica que se trataba de una señora de "más de 70 años". Me parece increíble. Porque no era una señora y desde luego no era tan mayor. Era yo. ¡Yo! ¡El apuesto, varonil y por supuesto juvenil y marchosete Jaime Rubio! ¡Me siento tan humillado! ¡Pero tanto! Tengo que decir que durante los últimos años he sufrido problemas físicos relativamente importantes. Pasé por una adicción a la fruta deshidratada que me hizo engordar hasta llegar a los doscientos sesenta kilos. Mis amigos y mi familia me rogaban con lágrimas en los ojos que por favor lo dejara, pero yo insistía en que era fruta. ¡La fruta es sana! ¡Tiene fibra! ¡Y vitaminas! Después de tres ataques al corazón en cuatro días, decidí ingresar en una clínica de desintoxicación donde conseguí quitarme de la fruta gracias a la heroína. Y dejé la heroína gracias al alcohol. Luego dejé el alcohol con ayuda del café. Y entonces me dieron dos infartos más. Finalmente conseguí dejar el café gracias a una terapia aversiva. Me servían un cortado y me ponían música de Amaia Montero. Ahora soy incapaz de entrar en una cafetería sin vomitar. A veces cuando voy con mis amiguetes lo hago, por el cachondeo y tal. Pero normalmente no, que es muy desagradable incluso para mí. Una vez curado de mi terrible adicción, me reincorporé al varonil negocio de mi mercería de barrio, a pesar de que por culpa de la crisis la venta de botones va sin duda en descenso. Claro: la gente ya no trabaja y no lleva trajes y camisas, sino cazadoras y camisetas, con lo que resulta complicado encontrar gente necesitada de mis productos. El caso era que la mala vida me había pasado factura. Sí que había perdido gran parte del peso ganado durante mi frutoholismo, pero aun así se notaban los estragos de una dieta exageradamenta alta en azúcares en mi arrugada piel, en mis marchitos ojos y sobre todo en mi destrozada e incompleta dentadura. Decidí por tanto renovar mi vestuario para cobrar así un aspecto algo más juvenil. Porque además las chaquetas de lana, los pantalones de pana y los zapatos de rejilla contribuían a que nadie me echara menos de cincuenta y siete años, cuando todo el mundo sabe que aún no he cumplido los cincuenta y cuatro. Así pues, me fui a una tienda de estas de jóvenes donde ponen música bacalao y me compré unas zapatillas deportivas con diseño en tartán rojo y negro, unos tejanos de pitillo teñidos de fucsia y los suficientemente tobilleros como para que se apreciaran unos calcetines beige, una camiseta de punto con el cuello muy abierto y una gabardina, que se ve que ahora se llevan mucho. También me compré una bandolera camel y aproveché para cambiarme las gafas y escoger unas de estas de pasta, rollo Henry Kissinger. Y así, ataviado con mis nuevas prendas de joven moderno y actual, fue como salí a la calle el día del atraco. De hecho, usé la bandolera para reducir a los choricetes. En todo caso, no entiendo cómo es posible que me confundieran con una anciana, yendo tan de moderno como iba. Absolutamente incomprensible. Leer esa noticia me ha sorprendido y humillado. A pesar de que mientras les golpeaba, los atracadores gritaban, ¡por favor, señora, pare, no nos mate! Y cuando llegaron los policías recuerdo que me extrañó que me ofrecieran asiento y me preguntaran por mis nietos. Pero no sé, no le di importancia. En todo caso, la próxima vez no seré yo quien salve a nadie. No estoy dispuesto a pasar por esto otra vez. Y lo peor es la recompensa. Una manta, unas zapatillas, un juego de agujas de tricotar y comida para gatos.


 
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