miércoles, 9. febrero 2011
Jaime, 9 de febrero de 2011, 16:39:56 CET

¡Yo no soy una señora!


Leo con irritación que "una anciana" ha evitado un atraco a una joyería. La noticia explica que se trataba de una señora de "más de 70 años". Me parece increíble. Porque no era una señora y desde luego no era tan mayor. Era yo. ¡Yo! ¡El apuesto, varonil y por supuesto juvenil y marchosete Jaime Rubio! ¡Me siento tan humillado! ¡Pero tanto! Tengo que decir que durante los últimos años he sufrido problemas físicos relativamente importantes. Pasé por una adicción a la fruta deshidratada que me hizo engordar hasta llegar a los doscientos sesenta kilos. Mis amigos y mi familia me rogaban con lágrimas en los ojos que por favor lo dejara, pero yo insistía en que era fruta. ¡La fruta es sana! ¡Tiene fibra! ¡Y vitaminas! Después de tres ataques al corazón en cuatro días, decidí ingresar en una clínica de desintoxicación donde conseguí quitarme de la fruta gracias a la heroína. Y dejé la heroína gracias al alcohol. Luego dejé el alcohol con ayuda del café. Y entonces me dieron dos infartos más. Finalmente conseguí dejar el café gracias a una terapia aversiva. Me servían un cortado y me ponían música de Amaia Montero. Ahora soy incapaz de entrar en una cafetería sin vomitar. A veces cuando voy con mis amiguetes lo hago, por el cachondeo y tal. Pero normalmente no, que es muy desagradable incluso para mí. Una vez curado de mi terrible adicción, me reincorporé al varonil negocio de mi mercería de barrio, a pesar de que por culpa de la crisis la venta de botones va sin duda en descenso. Claro: la gente ya no trabaja y no lleva trajes y camisas, sino cazadoras y camisetas, con lo que resulta complicado encontrar gente necesitada de mis productos. El caso era que la mala vida me había pasado factura. Sí que había perdido gran parte del peso ganado durante mi frutoholismo, pero aun así se notaban los estragos de una dieta exageradamenta alta en azúcares en mi arrugada piel, en mis marchitos ojos y sobre todo en mi destrozada e incompleta dentadura. Decidí por tanto renovar mi vestuario para cobrar así un aspecto algo más juvenil. Porque además las chaquetas de lana, los pantalones de pana y los zapatos de rejilla contribuían a que nadie me echara menos de cincuenta y siete años, cuando todo el mundo sabe que aún no he cumplido los cincuenta y cuatro. Así pues, me fui a una tienda de estas de jóvenes donde ponen música bacalao y me compré unas zapatillas deportivas con diseño en tartán rojo y negro, unos tejanos de pitillo teñidos de fucsia y los suficientemente tobilleros como para que se apreciaran unos calcetines beige, una camiseta de punto con el cuello muy abierto y una gabardina, que se ve que ahora se llevan mucho. También me compré una bandolera camel y aproveché para cambiarme las gafas y escoger unas de estas de pasta, rollo Henry Kissinger. Y así, ataviado con mis nuevas prendas de joven moderno y actual, fue como salí a la calle el día del atraco. De hecho, usé la bandolera para reducir a los choricetes. En todo caso, no entiendo cómo es posible que me confundieran con una anciana, yendo tan de moderno como iba. Absolutamente incomprensible. Leer esa noticia me ha sorprendido y humillado. A pesar de que mientras les golpeaba, los atracadores gritaban, ¡por favor, señora, pare, no nos mate! Y cuando llegaron los policías recuerdo que me extrañó que me ofrecieran asiento y me preguntaran por mis nietos. Pero no sé, no le di importancia. En todo caso, la próxima vez no seré yo quien salve a nadie. No estoy dispuesto a pasar por esto otra vez. Y lo peor es la recompensa. Una manta, unas zapatillas, un juego de agujas de tricotar y comida para gatos.


 
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