lunes, 13. octubre 2008
Jaime, 13 de octubre de 2008, 11:38:38 CEST

Consistencia


Aplicaba una larga serie de normas para escoger novio. Normas que siempre le habían ido bien. Normas que además se habían visto ampliadas a lo largo del tiempo, por suerte nunca por culpa de sus errores, sino gracias a la observación de errores ajenos. Esas normas eran sin duda muy restrictivas. Le impidieron por ejemplo siquiera intentarlo con un chico que le gustaba, pero que era amigo de una amiga, lo que podía traer problemas. Pero al menos todas sus relaciones habían sido duraderas y agradables, cosa que sin duda achacaba a su buen criterio. No era que no creyera en el amor ni se dejara llevar por sus emociones. Simplemente intentaba dirigirlas a buen cauce para evitarse el disgusto de verse atada a un hombre que no quería hijos o que fumaba como un carretero. Además, era atractiva y podía sin duda permitirse el lujo de escoger. En su caso, le resultaba de ayuda cualquier cosa que sirviera para cribar y seleccionar. De hecho y a pesar de que sus normas sumaban varias decenas, no le costó encontrar al hombre adecuado con el que casarse. Un chico atractivo, menos de cuatro años mayor que ella, menos de veinticinco centímetros más alto, sin síntomas de calvicie siquiera incipiente y con ambos padres aún vivos y sin enfermedades graves en su historial. Entre otras cosas. Después de unos años de matrimonio feliz, con dos niños y un perro, dos casas y dos coches, y durante un relajado desayuno de sábado, él le hizo esa típica pregunta: qué es lo que te gusta de mí. Ella no dudó ni comenzó la respuesta con un pues no sé qué se yo. Porque lo sabía perfectamente. De ti me gusta, le dijo, que no fumas, que no eres abstemio pero tampoco bebes mucho, que en tu empleo no tienes horarios exagerados, que no éramos compañeros de trabajo, que no conduces como un loco, que no estás obsesionado con el fútbol, que no has tomado drogas, que no eres de naturaleza infiel, que no… Espera, la interrumpió, ¿te gusto por lo que no soy? Ella entornó los ojos hacia arriba, durante un par de segundos, repasando mentalmente su lista. Sí, contestó. ¿Te molesta? Y él le dijo que no, que no le molestaba. Le parecía raro, desde luego, aunque prefirió no comentarle nada al respecto. ¿Y a ti?, preguntó ella, ¿qué es lo que más te gusta de mí? No sé, contestó, antes de añadir vaguedades como "tu forma de ser", "todo", "lo guapa que eres". Ante la insistencia de ella, que pedía un poco de precisión, él admitió que lo primero que le había llamado la atención, por cursi que sonara, había sido su sonrisa. Ella dejó de masticar la tostada. La dejó sobre el plato. Miró su taza. ¿Y si, dijo, y si tuviera un accidente y…? No pudo acabar la frase. Sintió un escalofrío. No escuchó sus protestas. Que no la quería sólo por eso. Que eso no era lo importante. Que le gustaba toda. Pero ella ya no atendía. Sí, le iba muy bien con él y era feliz y tenían dos hijos, un perro, dos casas y dos coches. Pero aquella relación estaba sin duda abocada al fracaso. Y desde luego pensaba tomar la iniciativa al respecto. Mejor eso que ser abandonada. No se podía fiar de alguien tan inestable e impulsivo. Cualquier pequeño detalle podía enamorarle de otra o desenamorarle de ella. Consciente de que dentro de poco tendría que volver a utilizarla, anotó mentalmente una norma más a su lista: que no le guste mi sonrisa.


 
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