junio 2006 | ||||||
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Sólo se deserta dos veces (1)
Eran las once de la mañana del treinta y cuatro de juliembre de mil fracacientos porenta y dos, cuando el director de operaciones me llamó a su despacho. --Agente, imagino que está deseando dejar de fregar suelos y pasar a la acción en esta sangrienta guerra. Creo que ya ha pagado con creces sus dos intentos de deserción. --Gracias, señor, pero estoy bien --contesté--. Le agradezco el interés, eso sí. Por algún motivo, mi respuesta le irritó sobremanera. Se puso a gritar y me dijo que si no concluía con éxito la misión que me iba a encomendar, me esperaba el pelotón de fusilamiento. --¡Y esta vez --concluyó-- me aseguraré personalmente de que apunten bien! --Bueno, la otra vez casi me dan. El soldado aquel se tuvo que discul... --¡Cállese de una vez! Escuche: el embajador de Alemania en el Vaticano es un traidor. Su misión consiste en ir allí y matarlo. Ah, no, matarlo, no. Fue la primera idea que tuvimos. Luego decidimos que eso era muy bestia y que bastaría con asustarle. ¡Vaya allí y asústelo! Su enlace se llama Jennifer Anniston. Se pondrá en contacto con usted y le dará los detalles de la operación. --Joder, qué pereza... Esta noche echan House, ¿puedo ir mañana? --¡Haga su maleta y salga inmediatamente! ¡No podemos permitirnos un solo error en esta guerra a susto o muerte por la civilización! Tenga, un pasaporte asnalés. Es el único país neutral en este conflicto. El nombre que figura es el suyo, ya que dudábamos de su capacidad para recordar otro. --Sí, ya lo veo... Mi nombre es Blond, James Blond. --Hable con Adenauer antes de irse. Tiene un par de inventos raros de agentes secretos para usted. Jakob Adenauer me recibió en su laboratorio. --Buenos días, señor Blond. Tengo un juguetito que le gustará mucho. --¿Es algo porno? --¡No! Fíjese. Como va al Vaticano, lo he ocultado en este pequeño crucifijo que podrá llevar en el cuello. --Oh, qué hábil. ¿Y qué es? --No lo recuerdo. Lo he escondido demasiado bien y no hay forma de encontrarlo. Mire esto otro: parecen unas gafas de sol normales y corrientes, ¿verdad? --Sí, es cierto. --¡Pues lo son! En el Vaticano hace mucho sol. Le irán bien, son de las buenas. Atento a esto otro. --Estoy atento. Adenauer dio dos volteretas hacia atrás, concluyendo con un salto mortal. --Impresionante. --Lo sé. Ah, me olvidaba: tenemos que solucionar el problema del transporte. --Efectivamente. --Tenga: un billete de avión y un bonobús. Unas horas más tarde estaba en la ciudad de San Pedro, que es una bonita, nada cursi y nada usada forma de decir el Vaticano. Me metí en la cafetería en la que Jennifer contactaría conmigo. Jenni sería seguramente una de esas agentes secretas esculturales. Ya conocía a unas cuantas. Y tanto. Una de ellas me habló en una ocasión. Me dijo: "¿Puedes salir de en medio? Estoy intentando subir al ascensor". Le cedí el paso elegantemente. Cuando pasó a mi lado le miré el trasero. Tropecé. Mientras caía, me pregunté por qué decía "subir al ascensor", cuando estábamos en el piso más alto y además el ascensor estaba al mismo nivel que el resto del suelo. Me rompí un diente. Me senté en un taburete de la barra y puse en práctica mis años de entrenamiento, pidiendo algo en el idioma local. Lo hablaba casi como un nativo: --¡Salve! Ego volo unus cafum cum late et unus croissantus. Al parecer, di con uno de esos camareros inmigrantes que tan presentes están en las cafeterías de toda Europa. Por el raro idioma que hablaba, imagino que sería italiano o griego. Con signos y esfuerzo conseguí que me sirviera una cerveza. Me la bebí con asco, porque a mí la cerveza no me gusta nada, pero no quería hacerle un feo a ese pobre trabajador extranjero que aún no conocía la lengua del país. Noté que alguien me estiraba de la pernera del pantalón. Miré abajo y vi a un enano calvo y gordo. --¿Tú eres el agente secreto enviado por la agencia? --Gritó con una voz chillona. --Bueno, gracias a ti ya no soy secreto, pero... --Soy Jennifer Anniston. El embajador estará mañana por la noche en una fiesta en el hotel Ritz. Ahí tendrás que asustarle. En este sobre están los detalles de la operación. --¿Te llamas Jennifer? --Sí, ¿qué pasa? --No, nada. --Bueno, pues eso, hasta luego. --Una cosa... --¿Sí? --¿Eres un...? ¿O una...? --¿Un qué? --Como te llamas Jennifer... --¿Sí? --Y eres, o pareces... Al ser calvo... --¿De qué coño hablas? --No, nada, es igual. Me registré en un hotel de por allí. El recepcionista también hablaba una lengua extranjera, pero conseguí que me diera una habitación. Miré por la ventana y vi a un cura. Fumaba y miraba en mi dirección. A mí no me engañaba: aquel tipo no era un cura. Seguramente sería uno de los esbirros del embajador. Se le notaba en que llevaba una Biblia en una mano. ¡Ja! Los curas no necesitan llevar una Biblia: se la saben de memoria. Decidí no preocuparme por el momento. Me tumbé en la cama y abrí el sobre. Saqué una invitación a la recepción y un plano de la sala donde se celebraría. Lo estudié durante horas, intentando idear la forma más fácil de poner en marcha la operación. La misión se presentaba complicada.