diciembre 2005 | ||||||
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Retraso
Rebeca Carrerons llegó esta mañana a las nueve en punto a la oficina, con un retraso de diecisiete meses respecto a su hora habitual de entrada, justamente ella, que nunca llegaba tarde. Al ser interrogada por su superior, Carrerons explicó que se había encontrado con "muchos problemas" y comenzó a explicárselos uno por uno. Al cabo de veinte minutos, el director le pidió por favor que se callara y dio por buenas sus excusas. Eso sí, tuvo que pedirle que escribiera un breve correo electrónico para adjuntar a su ficha de personal y justificar así su retraso. Al parecer, Carrerons salió como cada día a las ocho y poco de su casa, con el tiempo justo, sí, pero suficiente. En el ascensor se dio cuenta de que había olvidado el bolso, así que volvió a subir por él. Nada más salir a la calle, una paloma se cagó encima de su abrigo y tuvo que volver arriba a cambiarse y, ojo, que eso encima se come el color, ya ves tú qué faena. Luego se encontró con un amigo de la facultad y se pusieron a charlar y dame tu móvil, no, que es mío, jaja, tenemos que quedar un día de estos. Cuando se dio cuenta ya iba tardísimo, así que se dijo, bah, paremos un taxi. Pero coger un taxi en Barcelona es imposible y al cabo de veinte minutos no sabía si mejor ir al metro o ya que llevaba tanto rato esperando, quedarse, que no tendría que tardar mucho en aparecer uno libre. Esperó diez minutos más y al ver que pasaban dos ocupados, desistió y se dirigió a la parada. Nada más entrar, vio un cartel que decía que su línea estaba averiada, así que se dirigió a la parada de otra línea que no estaba muy lejos. Allí todo bien, gracias, sólo que, con las prisas y la falta de costumbre, se metió en dirección contraria y se dio cuenta seis paradas más tarde. Cogió un tren que iba en la dirección correcta, maldiciéndose por todos aquellos imprevistos, justamente ella, que nunca llegaba tarde. Ya en la calle tropezó y se rompió un tacón y se torció un tobillo. Salió del hospital dispuesta a cumplir con al menos un par de horitas de trabajo, pero se mareó y tuvo que sentarse un rato en un banco, donde se quedó dormida, despertando a las tres de la mañana con un terrible dolor de cuello. Decidió que pasaría por casa a ducharse y a cambiarse de ropa, claro que no contaba con encontrarse otra vez con aquel amigo suyo de la facultad, que bajaba de casa con las maletas para irse a París a pasar unos días. Le pidió que la acompañara y ella dijo no, gracias, tengo que ir a trabajar. Los gendarmes parisinos la rescataron dos semanas después. Él la había atado a la cama, aunque por suerte no le había hecho nada más: quería esperar a que estuvieran casados. Tanto ella como el psicólogo que la atendió decidieron que lo mejor sería reincorporarse cuanto antes a su rutina habitual, así que en el mismo aeropuerto pidió un taxi y le dio la dirección de la oficina. Le metió tanta prisa al taxista que el coche acabó golpeando la mediana y dando varias vueltas de campana. Carrerons salió despedida del vehículo y quedó inconsciente entre unos matorrales, a unos veinte metros del taxi y a treinta del bolso. Como el taxista había muerto, los médicos y policías ni siquiera sospecharon que llevaba a una pasajera. Despertó varias horas después, con un terrible dolor de cabeza. Consiguió que un vehículo parara. La atendió un tipo muy amable que le preguntó por lo que le había ocurrido. Entonces se dio cuenta de que estaba amnésica perdida y de que ni siquiera tenía carné de identidad. En el hospital la trataron muy bien y el chico que la recogió decidió llamarla Judit, a lo que ella se avino a falta de un nombre mejor. Dos meses después se casaron. Un día llamó a la puerta un señor muy emocionado. Al parecer era el padre de Rebeca. Al fin la encontré, decía, al fin la encontré. El problema fue que ella no estaba en casa y sólo le atendió su marido. Fue un problema porque el marido no quería casarse con una Rebeca, que le parecía un nombre feísimo, así que no tuvo más remedio que asesinar al señor Carrerons. Rebeca llegó justo cuando su marido estaba serrando en pedacitos pequeños el cuerpo de su padre. La jefa de ventas salió corriendo a la calle y llamó a la policía. El padre sí que llevaba carné --algo ensangrentado, claro-- así que la policía pudo reconstruir más o menos lo que había ocurrido. Con la ayuda adecuada de médicos y familia, Rebeca fue recobrando poco a poco la memoria y se acordó de que llegaba tarde a la oficina, justamente ella, que nunca llegaba tarde, así que salió disparada hacia allá y, en fin, llegó con un retraso de diecisiete meses. Justificado, eso sí.