noviembre 2005 | ||||||
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Entrevista con la historia. Capítulo 22: La generosidad de Benedicto XVI
El otro día estuve hablando con el Papa Benedicto XVI acerca de la polémica reforma de la ley de educación española. "Si tuviera hijos --aseguró-- yo preferiría que no aprendieran religión en el colegio. A ver, si más adelante quisieran seguir la profesión de su padre, pues estupendo, me haría mucha ilusión que continuarán con el negocio familiar. Pero lo último que querría es que se sintieran obligados". Su Santidad también reflexionó acerca de la situación en la que se encuentra el sacerdocio: "Dicen que cada vez hay menos jóvenes sacerdotes. Pero es comprensible, los jóvenes de hoy en día lo tienen complicadísimo. En mi época, uno salía del seminario, se iba a una parroquia de pueblo o de barrio y, hala, a dominar las conciencias de las mujeres casadas con los señores poderosos. Pero hoy en día... ¿Usted sabe lo que están pidiendo por una parroquia diminuta y a reformar? Fortunas. Los sacerdotes jóvenes tienen que pedir hipotecas a treinta años como mínimo. Y así no se puede levantar cabeza". "Luego está el tema de la ciencia --añadió--. Salen cuatro tipos con gafas diciendo que no saben si el universo es infinito o si tiene forma de silla de montar y ya está, ya nadie cree en Dios. Un poco de paciencia, por favor, no me maten al Señor todavía, si ni siquiera saben si hay marcianos”. De todas formas, Benedicto XVI es optimista. "Lo que ocurre es que me has pillado en mal momento, de bajón. Anoche no dormí bien y, en fin, cuando duermo poco estoy de mal humor". Como para compensar, Ratzinger recordó alguna de las ventajas del sacerdocio: "Por ejemplo, no hay deslocalización. Como mucho, misiones. Y no estamos como para despedir a nadie". Obviamente, no pude dejar de preguntarle por la Cope antes de dar por concluida la entrevista. "¿La qué?", contestó. Le agradecí el tiempo que me había dedicado y me despedí cordialmente con un apretón de manos y un par de sonoras palmadas en el hombro. Y entonces fijó en mí aquella mirada que tanto conocía de anteriores encuentros y añadió: "¿Tú no me debías veinte euros?". Confiando en la seguramente regular memoria de aquel septuagenario, contesté con un "me confunde con otro, Santidad", salí de la sala atropelladamente y me dirigí a la puerta del palacio. Pero allí me agarraron dos soldados de la Guardia Suiza, me sacudieron un par de puñetazos y me quitaron un billete de veinte de la cartera. "El Papa es generoso, pero no tonto", dijo uno de ellos mientras yo intentaba levantarme del suelo. Ya en el taxi, camino del hotel, no pude evitar sonreír. Me había salido con la mía: le debía treinta euros y no veinte. La edad no perdona.