septiembre 2005 | ||||||
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Salvar al soldado Jaime
Recordaré a George como al mejor amigo que tuve en las trincheras: siempre con su infatigable sonrisa en el rostro y siempre consiguiendo que engañáramos al miedo en los momentos más duros con un chiste verde. Para él era fácil, claro, porque se bebía hasta el jarabe para la tos. No había noche que no se acostara cantando y mañana que no se levantara como si le hubieran pegado una paliza. Cosa que en ocasiones había ocurrido. Ah, George, siempre se van los mejores. Y le debo la vida, sí, él me la salvó cuando quedamos atrapados bajo el fuego enemigo. Al principio no quería salvarme, ya sabéis cómo era George, un vago encantador, pero fue decirle joder, George, somos hermanos de armas, piensa en Peggy, que me espera en Port Hope, y su rostro ya comenzó a mostrar su arrojo habitual. Aunque al final tuve que apretarle el cañón de mi pistola contra las costillas y rodearle el cuello con el brazo para poder avanzar entre los morterazos y disparos. El muy cerdo se resistía como el valiente que era. Cuando le alcanzaron un par de veces dejó de retorcerse y pudimos avanzar algo más rápido. Llegó medio desangrado a la trinchera. Y yo sin un solo rasguño gracias a aquel héroe aún sin medalla. El muy cachondo todavía reunió fuerzas para soltar un último chiste. "Joputa", me dijo. Nos arrancó a todos una carcajada y también unas lágrimas. Lágrimas que no han de avergonzar a un soldado, y menos cuando nos deja el mejor de los reclutas. George, joputa, se te echa de manos. No te preocupes por tu mujer y las gemelas. Yo cuidaré de ellas. Sobre todo de las gemelas, dentro de unos años. Y esto no es un adiós. Bueno, sí, en realidad sí es un adiós, no jodamos, si esto no es un adiós, qué lo es. Al fin y al cabo, hay gente que sale por la mañana y ya dice adiós aunque luego vuelva por la tarde. Así que adiós, George, adiós.