julio 2004 | ||||||
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De compras
El infierno es el parking de La Maquinista. O sea, un sitio oscuro por el que vas dando vueltas. Y cuando por fin encuentras a alguien que va a salir y dejarte su plaza libre, resulta ser un maniático del orden que tiene que poner las bolsas de la compra bien colocaditas y ordenaditas. No sé para qué tanta molestia: se van a caer igual. Si el parking es el infierno, el propio centro comercial vendría a ser el purgatorio. La parte mala del purgatorio. Ni siquiera ahora tengo claro por qué decidimos ir allí. En realidad no es más que un antiguo solar lejos de cualquier parte en el que a alguien se le ocurrió la idea de apiñar un centenar de tiendas. No suena apetecible. Y no lo es. Conste, eso sí, que no tengo nada en contra de los grandes almacenes. De hecho, tengo más aguante que la mayoría de gente que conozco, a quien le empieza a doler la cabeza a los veinte minutos de dar vueltas de planta en planta. Pero en La Maquinista el que no aguanta soy yo. Al menos hay alguna que otra cafetería y, ya arrepentidos de habernos metido en aquel sitio, decidimos parar a tomar un refresco. Cuando nos sentamos, nos damos cuenta de que hay una camarera sentada en el suelo, junto a la barra y con cara de dolor. Un compañero la sujeta y una guarda de seguridad la tranquiliza asegurando que ya viene la ambulancia. ¿Qué ha pasado? ¿Una lipotimia? ¿Una caída? ¿Un infarto? Es curioso eso de tomarse un granizado mientras alguien espera una ambulancia a dos metros de ti. Es casi como ver desgracias en el telediario mientras almuerzas, sólo que uno procura no mirar para no molestar aún más. No debe ser muy agradable estar tirado en el suelo y que encima se forme un corrillo como si uno fuera una de esas estatuas vivientes de las Ramblas. Cuando entran los médicos con la camilla se confirma que la chica se ha roto una pierna. No puede levantarse: le duele demasiado, así que entre los dos médicos y algún gritito ahogado, la agarran y la suben a la camilla. Al ver el trajín sanitario, una decena de curiosos se detiene ante la puerta del bar. Sólo falta un policía con un megáfono diciendo aquello de: "¡Disuélvanse! ¡Aquí no hay nada que ver!" Toda esta operación es seguida muy de cerca por una clienta del café, que tendrá unos ciento cuarenta años y que, no sin esfuerzo, se levanta de su silla para no perderse detalle. Cuando ya retiran a la camarera accidentada, la señora se acerca a la camilla, le pone la mano en el brazo a la joven -en el brazo, no en la pierna, por lo que en seguida se descarta que se trate de una sanadora- y le dice: "Adiós, guapa, cuídate mucho". Supongo que es una cliente más o menos habitual, preocupada por su camarera favorita, pero me da por pensar que igual la muchacha se ha caído mientras le traía un suizo y la anciana se siente culpable. Ay, si me hubiera quedado en casa, esto no hubiera pasado. La lesionada veinteañera se marcha al hospital en ambulancia, la señora preocupada paga y se larga, y los curiosos siguen con sus compras. Ya no hay nada que ver. Se confirma que julio es un mes muy aburrido y que en los grandes almacenes siempre están de rebajas y nunca pasa nada.