diciembre 2002 | ||||||
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Premios y castigos
Los artistas han de comer. Evidentemente. Y por eso a nadie le extraña que vendan sus cuadros, cobren por escribir o exijan su sueldo tras dirigir una película, por poner algún ejemplo. También necesitan alimentar su ego. Y por eso reciben bien sonrientes premios y elogios, con alguna rara excepción, como la aversión a los Oscar de Woody Allen. Pero resulta que cobrar y ser premiado puede -y digo puede- ser contraproducente para un creador. En Ciencia, orden y creatividad, de David Bohm y David Peat, se explica un experimento de Desmond Morris en el que se proporcionaba a chimpancés telas y pinceles, que los micos aprovechaban para pintarrajear "equilibradas figuras de color, que recordaban de alguna manera a algunas formas del arte abstracto". Sí, la comparación entre un mono y Antoni Tàpies podría ser jugosa, pero resistiré la tentación y me centraré en otro paso que dio Morris en su experimento: recompensar a los chimpancés por hacer sus pinturas. "Muy pronto su trabajo comenzó a degenerar -explican Bohm y Peat-, hasta que llegaron a realizar justo el mínimo que satisfaría al experimentador. Puede verse un comportamiento similar en los niños, cuando toman 'conciencia' del tipo de dibujo que ellos creen que se 'espera' que hagan. Reciben indicios de esto por recompensas sutiles e implícitas, como la alabanza o la aprobación". En el caso de algunos adultos, los indicios no son tan sutiles: dinero, premios, ventas, palmaditas en la espalda, que pueden obligar, aunque sea de modo inconsciente, a hacer lo que los demás quieren que se haga y no lo que uno quiere hacer. Y no es que tenga nada perverso -en principio- darle al público -o al jefe- lo que pide. Pero eso, claro, es un oficio, no un arte.