Debate


JAIME: Buenos días. Hoy hemos traído a dos personas de reconocido prestigio para hablar del momento político actual. Dos personas de ideas encontradas, pero de visión analítica clara, profunda y sesuda, que sin duda mantendrán un debate sosegado e inteligente. Esperamos que nuestros espectadores puedan repetir en bares y foros de internet algunas de las frases de nuestros invitados, y quedar además medio bien. Por un lado, y le nombro primero simplemente por aquello del orden alfabético, tenemos a Jaime, periodista y politólogo. JAIME: Buenos días. JAIME: También está con nosotros Jaime, politólogo y periodista. JAIME: Al otro lado del ring, ja ja. JAIME: Ja, ja. JAIME: Buen símil. JAIME: Bien, si les parece, podríamos hablar del atentado de Eta. JAIME: De acuerdo, ¿comienzo yo? JAIME: Comience usted, Jaime. JAIME: Ah, ¿entonces comienzo yo? JAIME: No, se refería a mí. JAIME: Ha dicho Jaime. JAIME: El otro Jaime. JAIME: ¿Qué otro Jaime? JAIME: Pues el que no es usted. JAIME: ¿Yo? Pero yo sólo soy el moderador. JAIME: No, usted no, yo. JAIME: ¿Pero no ha dicho que comience Jaime? Pues yo soy Jaime. JAIME: ¿Quién demonios está hablando ahora? JAIME: Yo. JAIME: ¿Y quién demonios es usted? JAIME: Jaime. JAIME: ¿Alguien me llama? JAIME: Por el amor de Dios, así no vamos a llegar a ningún sitio. Yo comenzaré. JAIME: ¿Pero usted no era el moderador? JAIME: No, yo no soy el moderador. El moderador es Jaime. JAIME: ¿Qué Jaime? JAIME: Oh, mierda, otra vez. JAIME: ¿Yo soy el moderador? JAIME: A ver, cállense todos. JAIME: ¿Y usted quién es para decirnos que nos callemos? JAIME: ¡El moderador! JAIME: ¡Usted no es el moderador! JAIME: Sí, soy Jaime, el moderador. JAIME: Yo podría decir lo mismo. JAIME: Queremos pruebas. Yo me he liado y no sé si soy el moderador o uno de los invitados. RAMÓN: ¿Y yo? ¿Yo soy el moderador? JAIME: Tú eres el cámara y eres tonto. Vuelve a tu sitio. RAMÓN: Jo... JAIME: Un momento, tengo una idea. Yo me apellido Rubio, ¿y ustedes? JAIME: Rubio. JAIME: Yo también me apellido Rubio. JAIME: Joder, me parece increíble. JAIME: Es un apellido bastante común. JAIME: Me da miedo preguntar, pero ¿cuál es el segundo? JAIME: Hancock. JAIME: Hancock. JAIME: No puede ser, yo también me apellido Hancock. JAIME: Es un apellido bastante común. JAIME: Entre los extranjeros. JAIME: Eso sí. JAIME: Incluso sale en el Day of the tentacle. JAIME: Ja, ja, me acuerdo, uno de los firmantes de la declaración de independencia de Estados Unidos. JAIME: Sí, que en el juego estaba muerto de frío. JAIME: Nos estamos desviando del tema. JAIME: Qué bueno era ese juego. JAIME: Ya no se hacen juegos como esos. ¿Qué me dicen del Monkey Island? JAIME: Un momento, un momento... ¿Y si los tres somos la misma persona? JAIME: Bueno, y si lo somos, ¿qué? JAIME: ¿No se dan cuenta de las implicaciones? JAIME: Hombre, estaríamos un poco dispersos, pero nada más. JAIME: Pues también es verdad. Entonces, ¿hablamos de Eta? JAIME: Buf, qué pereza. JAIME: Yo me bajé el Monkey Island el otro día. JAIME: ¿El uno o el dos? JAIME: El uno Y el dos. JAIME: Oh, cielos, preveo una tarde apasionante. JAIME: ¿Y el debate? JAIME: Luego, luego.


 
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Las armas salvan vidas


Los comunistas y demás ralea suelen opinar equivocadamente que las armas provocan heridas, algunas de ellas graves. Es más, he oído a algún indocumentado asegurar que un arma podría provocar la muerte. Falso: uno no se muere por culpa de las armas, sino por la pérdida de sangre o por el trauma. En todo caso y aunque creo razonable admitir que las armas en manos inexpertas pueden causar graves accidentes, lo normal es que salven vidas, como bien sabemos nosotros los liberales. A modo de ejemplo, reproduciré unos cuantos titulares de periódicos, de esos que la mayoría de la población no llega a leer por culpa de la censura estalinista a la que se ve sometida hoy en día la sociedad occidental: El liberal matutino, "Escopeta practica la maniobra heimlich a gordo ansioso que se había atragantado con hueso de pollo". The leftist hammer, "Pistola descubre tratamiento contra el cáncer de colon". Y añade: "El arma espera que su medicamento salve cientos de miles de vidas, aunque no lo comercializará hasta que se certifique la muerte de Fidel Castro, no vaya a ser que el remedio sea peor que la enfermedad, y nunca mejor dicho". Mundo capitalista, "Tanque salva niña de incendio". Y no sólo eso: "El tanque también rescató a dos gatitos, pero por desgracia murieron intoxicados pocas horas después". Lo que nos gusta leer, "Obús se sacrifica". "Ante la ausencia de antibióticos, un obús dio su vida, al dejarse usar como supositorio para tratar la enfermedad de un pobre anciano". L'utopia liberale, "Magnum 357 evita crimen". "La pistola llamó a la policía, que acudió al domicilio del empresario A. R. M. y detuvo a los delincuentes, que iban armados". Estas historias no hacen más que poner en evidencia la necesidad que tenemos los ciudadanos de contar con pistolas que nos defiendan de enfermedades, del hambre y de la polución. Los beneficios superan con mucho los posibles riesgos, como por ejemplo que a algún inútil se le agujeree la cabeza. Seamos claros: las armas aumentan nuestra esperanza de vida, impiden la caída del cabello e incrementan el tamaño del pene en al menos dos centímetros. No podemos permitirnos el lujo de renunciar a esos lujos.


 
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El caso es quejarse


Miles de personas cortaron ayer la avenida Diagonal para protestar por el número cada vez mayor de manifestaciones. "Es lo fácil --afirmó uno de los manifestantes--: salir a la calle a gritar y a molestar. En lo que va de mes y sin contarnos a nosotros, han cortado la Diagonal tres veces. ¡Cada dos por tres llego tarde al trabajo por culpa de las manifestaciones!". Después de cortar la Diagonal, estos barceloneses emprendieron una marcha hasta la rotonda (porque eso no es una plaza) Francesc Macià, donde se leyó un manifiesto en el que se criticaba "eso de salir a la calle en manada sólo porque sí" y se animaba "a la gente que está en contra del gobierno o a favor de la independencia del Berguedà a que monte un blog o escriba cartas a los diarios y deje en paz a los ciudadanos de bien". También se recordó que las manifestaciones acaban con todo el suelo lleno de porquería: papelotes, folletos, pancartas. Como señal de protesta, el sector más radical de los manifestantes decidió quemar varios contenedores de basura, cosa que llevó a otro de los aspectos criticados por estos vecinos: los enfrentamientos con la policía. "Luego todo son peleas y sangre --explicaba una señora, mientras rociaba con gasolina a un antidisturbios inconsciente--. Con tanta manifestación, una ya tiene miedo hasta de salir a la calle". Después de tumbar unos cuantos coches y romper varios escaparates a pedradas, los manifestantes que no habían sido arrestados o ingresados en urgencias regresaron a sus casas, donde probablemente cenaron y vieron la tele un rato, que es lo que suele hacer la gente a esas horas.


 
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Corrupción (cadavérica) en Chile, 2 (de 2)


De vuelta en el hotel, me puse a pensar en dónde podría estar escondido Pinochet. Con sus treinta millones de dólares, sin contar lingotes de oro, podía estar en cualquier parte del mundo: las islas Fidji, Mykonos, la luna, Port Aventura, Minsk, una caja fuerte suiza... No había rincón del planeta que no estuviera al alcance de ese tipo. Pero, claro, al fin y al cabo no se trataba más que de un viejo absurdo. Seguro que quería ir a algún sitio que le recordara los buenos tiempos, quizás estaba con alguno de sus amigos de la juventud. Alguno que quedara vivo. Sonreí. Lo tenía. Llamé al aeropuerto y reservé un billete para Washington. Pinochet estaría oculto en casa de Henry Kissinger. Volví a llamar al aeropuerto y cancelé el billete. Jamás he estado en Washington y tendría el mismo problema con las calles que en el caso de Santiago de Chile. Volví a comprarlo: decidí que me inventaría los nombres. Llegué al aeropuerto Abraham Lincoln y pedí un taxi, que, como cualquiera que haya ido a Washington sabe, en esa ciudad son de color lila y verde. Le pedí al conductor que me llevara a la avenida Gravens, cerca de Woggins Square, donde Kissinger tenía su residencia. Antes vivía en Parins Road, pero se mudó a una casa más pequeña cuando sus hijos se independizaron. Me gustaba más la casa de Parins, porque estaba cerca del parque Wreig Costal North y de un acogedor restaurante de la calle Acandemor. La seguridad de la mansión era impresionante. El interfono de la verja tenía CÁMARA. Es decir, no pude limitarme a contestar "Nixon" cuando Kissinger me preguntó quién era, sino que además tuve que mostrar al objetivo una foto del ex presidente para resultar creíble. Suerte que siempre llevo una en la cartera. El caso es que el confiado ex Secretario de Estado y Premio Nobel de la Paz me dejó pasar, sin ni siquiera sospechar que Nixon llevaba años muerto. Por cierto, es curioso eso del Nobel. Le iban a dar el de química, por los experimentos con gaseosa desarrollados en todo el mundo, pero al final le dieron el otro por un error burocrático. Se ve que en sueco si le quitas la tilde a "química", estás escribiendo "paz". (Nota: es posible que alguno o todos los datos de esta narración sean falsos.) Cuando Kissinger abrió la puerta, mostró cierta indignación. --Otra vez me han vuelto a engañar con lo de la foto. Si viene usted a cobrar lo de la comunidad, ya le he dicho al... --No, no... ¡Vengo a por esa sucia rata que tiene escondida! --Oh, estupendo. Verá, llevo días oyéndola roer los cables en el basement... Digo basement y no sótano porque soy americano... Es increíble lo rápido que han venido. Pensaba llamarles mañana por la mañana. --¡Me refiero al dictador! --Ah, ¿usted uno de los esbirros de Garzón? --¡Sí! ¡Y a mucha honra! ¡Anda que no mola el flequillo canoso! --Pero si ya no lo lleva. --Pero ahí están las fotos. En fin, entréguemelo. Al dictador, no a Garzón. Lo podemos hacer por las buenas o por las malas. --Por las buenas se lo doy sin más, supongo. ¿Y por las malas? --Le entrego este maletín con cinco millones de euros. --¿Esas son las malas? --Sí, son malas para mí. Ese dinero sale de mi sueldo. --¿Y si vamos a medias? --Oh, no podría hacer eso. Sería poco ético. Piense que voy a declarar los cinco millones y este año igual me desgravan un trece por ciento y hacienda me devuelve algo. El año pasado fueron cincuenta y nueve euros con setenta céntimos. --No me gustaría perjudicarle, así que me quedaré con todo el dinero. El dictador está en el piso de arriba. Descansando y recuperándose de los ajetreos hospitalarios. Está viendo American Idol. Es como Operación Triunfo, sólo que en inglés. --¿Y? --No, nada, sólo comentaba. Iba a entrar sin llamar en la habitación donde Pinochet estaba escondido, por aquello del factor sorpresa, pero me pareció de mala educación, así que golpeé con los nudillos. --Un momento, que me estoy cambiando la camiseta. Llevaba una del Che, je je... Poco apropiada en este país. Ahora sí, adelante. Entré. Allí estaba el dictador, con su larga y cana barba, vestido con un chándal Adidas rojo y fumando un habano mientras leía el Granma. Le agarré por el pescuezo y lo metí en un saco que llevaba preparado en el bolsillo de la chaqueta. Lo malo es que con esto de las normas de seguridad de los aeropuertos tuve que facturarlo. Perdieron el paquete y tal, pero al final lo recuperaron. Se había quedado en el aeropuerto de Ámsterdam por un error con la escala. Llegó dos días más tarde. Por desgracia, Baltasar Garzón me informó de que me había equivocado: al parecer no había capturado a Pinochet, sino a Santa Claus. (Ah, Kissinger, me la has vuelto a jugar. ¡Me vengaré!) Y, además, durante el trayecto, en fin, cómo decirlo... Digamos que en el aeropuerto de Ámsterdam no le alimentaron como es debido. Vaya, que no le alimentaron en absoluto. Como no informé de que era una mascota. En fin. Culpa mía. Lo reconozco. Ejem. Lamento decir que miles de niños se quedarán sin regalos estas navidades. Ejem. Sí. Pero, bueno, los regalos tampoco son lo más importante, ¿no? Está eso del amor. Y las reuniones familiares. Y, er... En fin. Tengo que... Tengo que irme. Ejem. Ejem.


 
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Corrupción (cadavérica) en Chile, 1 (de 2)


Acabo de llegar de América. He pasado allí un par de días por orden del juez Garzón, comprobando si Pinochet realmente estaba muerto o sólo era una de sus artimañas para eludir la acción de la justicia. (Sí, ya sé que ayer estaba en Barcelona, pero he podido salir y volver hoy mismo gracias a la diferencia horaria.) Llegué al aeropuerto Americo Vespucci por la mañana. El taxi me dejó en mi hotel cercano a la Piazza San Marco. Sin deshacer las maletas, salí a la calle a palpar el ambiente. Bajé por la Via Ginoria, y di una vuelta por el centro, acercándome al Duomo y a la Piazza della Signoria, donde partidarios y opositores del dictador se enfrentaban arrojándose las estatuas de la Loggia dei Lanzi... EL CLÁSICO COMENTARISTA DE BLOGS POLÍTICOS: ¡Un momento! Esas no son las calles de Santiago. JAIME: Ya, pero es que nunca he estado en Chile y quería darle cierta verosimilitud a mi relato. ECCDBP: Ah, bien, de acuerdo. Creo que el argumento falla, pero no sabría decirte por dónde. JAIME: Como iba diciendo, la situación política que vivía el país hacía necesario que desarrollara mi actividad lo más discretamente posible, así que corrí al hotel a quitarme la alegre camiseta que llevaba puesta y en la que se podía leer: "He venido a profanar la tumba de Pinochet". Como me sobraba tiempo hasta que tuviera que desempeñar mi labor, decidí visitar la Galleria degli Uffizi y cenar en Pepò, mi restaurante favorito de Santiago de Chile. Ya por la noche, me acerqué a la Escuela Militar, donde estaba expuesto el cadáver del dictador. Había un par de militares vigilando en la puerta, así que decidí simular ser una rata fascista y pedirles a los guardias que me dejaran acercarme al féretro para darle mi último adiós al augusto Pinochet (este juego de palabras es sensacional). Quizás fue mi acento español, a lo mejor alguien se había ido de la lengua, puede que me delatara la camiseta del Che. No lo sé. El caso es que los soldados amenazaron con arrestarme si no me largaba de allí. Mientras pensaba en cómo podría entrar, me di cuenta de que ya estaba dentro. La verdad, ja ja, lo pienso y es gracioso. Me dijeron que me largara y, claro, estoy acostumbrado a que me digan eso a las tres de la mañana en algún bar y, en fin, automáticamente, en plan acto reflejo, abrí la puerta, como para largarme antes de que me echaran a patadas, que es lo que hago siempre cuando me echan de los sitios, sólo que la puerta, en este caso, era para entrar, y no para salir. En fin. Estuvo bien. Gracias a mi inconsciente astucia, había conseguido llegar a apenas unos metros del supuesto cadáver de Augusto Pinochet. Sorteé los pupitres (al fin y al cabo, estaba en una escuela, por muy militar que fuese) y llegué hasta el ataúd. La primera parte de mi misión era fácil: comprobar si el cadáver era humano. Abrí el ataúd y le arranqué al muerto el lóbulo de la oreja izquierda de un mordisco. Sabía a carne. Primera parte de la misión completada con éxito. La segunda era averiguar si ese humano sin vida era o no el dictador. Le abrí la boca y le miré la dentadura. Los dientes son clave en la identificación de cualquier persona. En este caso, estaba clarísimo que no era Pinochet: su familia le había respetado las muelas de oro. Pero en tal caso, ¿dónde estaba Pinochet? Tenía que encontrarle. De regreso al hotel compré productos típicos chilenos para traerme de vuelta a Barcelona: pasta, parmesano, vinagre balsámico y aceite de la región.


 
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