Ciencia ficción


Escucho por la radio que el instituto Joan Coromines de Barcelona ha empredido la iniciativa de dejar que los alumnos lean durante media hora diaria. La idea, evidentemente, es fomentar la lectura entre los muchachos. Para lograrlo, les obligan a leer ese ratito, pero al menos evitan imponer títulos. Razonable, ya que es normal odiar los libros de lectura obligada. De hecho, creo que Quim Monzó tiene razón cuando propone que, para aumentar el número de lectores, lo que hay que hacer es prohibir los libros. Lo que no acabo de ver claro es que el instituto permita -de vez en cuando, eso sí- que se lean también cómics y revistas. La verdad, no creo que un tebeo o la revista de Nintendo lleven a leer libros. No es un primer paso para formar lectores, del mismo modo que los espectadores de televisión no son, necesariamente, futuros cinéfilos. Cómics y libros son cosas diferentes, con algunos puntos en común en forma de letras. Lo que me ha gustado de este reportaje de radio es un detalle que rompe ciertos tópicos acerca de lo poco que saben los niños de hoy en día. La periodista le ha preguntado a un chaval por el libro que estaba leyendo. Él ha contestado que Mis enigmas favoritos, de J. J. Benítez. Cuando la periodista le ha preguntado por qué había escogido este título, el adolescente ha contestado: "Porque me gusta la ciencia ficción". Un chaval de 13 años, producto de la desastrosa educación actual, pone en su sitio a miles de adultos que creen a pies juntillas que Benítez se dedica a descubrir ovnis que ayudaron a los mayas a levantar sus pirámides, y a explicar la historia de unos pre-humanos que vivieron con los dinosaurios y huyeron del planeta en cohete. Ciencia ficción. Deberían haber entrevistado en profundidad al muchacho, al menos para saber lo que piensa, por ejemplo, de Aznar.
 
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¿A qué piso va?


A y B están esperando el ascensor. A: Buenas. B: Hola. A: A cenar, ¿no? B: Sí, que ya toca. Silencio A: Empieza a hacer frío, ¿eh? B: Sí, se nota el otoño, ya. A: Ahora a quejarnos del frío, y cuando vuelva el verano, a quejarnos del calor otra vez. B: Sí, es lo que tiene. Llega el ascensor. A y B entran. A: ¿A qué piso va? B: Al sexto. A: Nunca me acuerdo del piso de los demás. Como siempre voy más arriba. B: Claro, los del ático, ya se sabe. A: Sí, más arriba que nadie. B: Je, je. A: Estos ascensores están muy viejos. B: A ver si reparan esta puerta. A: Sí, que si no... B: Un día vamos a tener una desgracia. Silencio. A juega con las llaves. B se mira la punta del zapato. A: Bueno... B: Yo... A: ¿Sí? B: ¡Te quiero! A: ¡Oh! ¡Y yo a ti! B: ¡Cariño! A: ¡Bésame! A y B se abrazan. Justo cuando sus bocas abiertas están a punto de tocarse, el ascensor se para. B: Bueno, ya hemos llegado. A: Buenas noches. B: Adiós, buenas noches.


 
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Y comieron perdices


Se ha hecho público el documento en el que las cadenas autonómicas españolas explican cómo han de ser los telefilmes que producirán. Estos canales prefieren productos para toda la familia, en los que no haya violencia gratuita, que tengan un tono ligero y "que aboquen, en general, a un final 'feliz'". Parece que las televisiones autonómicas no confían en el poder de la catarsis y prefieren, pues, a un público medianamente contento, ligero y tranquilo. Exigir finales felices me parece sin embago peligroso. No poca gente, como Nabokov, los odia. Además, la mayoría de buenas películas suele acabar mal, mientras que el denostado producto medio hollywoodiense acaba con una sonriente y abrazada pareja. Me resulta además curioso que aunque la mayoría (en la vida y no en el cine) tengamos la tendencia a pensar que, al final, todo se arreglará y que las malas rachas son pasajeras, en la ficción veamos más naturales los finales desgraciados o, al menos, inquietantes. El primer final de Blade runner no nos gustó. Que Emma Bovary se reconciliara con su marido nos resultaría aberrante. Que Humbert Humbert acabara casado con una Lolita ya mayor de edad no nos cuadraría. Así pues, nos parecen falsos los finales de comedia romántica que acaban con beso y boda, a pesar de que no sean una excepción quienes se besan y se casan, mientras que finales al estilo de Romeo y Julieta no abundan en la vida. También me extraña esto de los finales felices porque precisamente TV3 (la cadena catalana) ha conseguido grandes audiencias gracias a nada alegres culebrones de producción propia. Sí, cierto, en estas series los buenos acaban medianamente bien y los malos, de pena, pero eso sólo después de varios centenares de episodios con muertos, heridos, violaciones, incestos (sí, sí, incestos), adulterios, malos tratos, envidias y rencores insuperables. Lo suyo, pues, parece que sería que los telefilmes autonómicos acabaran salpicando sangre al siempre morboso público familiar. O este público cambiará de canal y optará por los telefilmes estadounidenses con maridos alcohólicos y madres violadas, o escuchando al drogadicto de turno que aparezca en Crónicas marcianas
 
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Humo (segunda divagación)


Jamás he escuchado a un fumador quejarse porque el tabaco le decore los dientes con manchas marrones y le tiña de amarillo las puntas de los dedos con los que sujeta los cigarros. Es cierto que el tabaco puede provocar males peores, pero, como son a largo plazo, nadie se los cree. En cambio, dientes y dedos no tardan mucho en cambiar de color. Y de una forma que me resulta bastante desagradable. Yo no fumo y tengo los dientes y los dedos blancos. Pero sí que me rompí una pequeña esquinita del incisivo izquierdo. Casi no se nota, pero me gusta. No pienso repararla. Y en cuanto a los dedos, en el corazón me salió ya de niño un callo por escribir (como a mucha gente, claro) y no es raro que me manche con la tinta de la pluma. No me importa ninguna de estas cosas: vienen a ser parte de mi imagen. Yo soy el del diente roto y el callo en el dedo. Del mismo modo, igual los dientes manchados y los dedos amarillos no tienen tanta importancia para los fumadores. A lo mejor les recuerdan buenos momentos pasados con el cigarrillo entre los labios. Lo dudo, pero puede que incluso les gusten tanto esos detalles como a mí los míos.
 
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Humo (primera divagación)


Es curioso cómo mucha gente te asalta en medio de la calle para pedirte un cigarrillo. No sé, a mí me gustan los caramelos de menta y no voy por ahí pidiéndoselos a extraños. El caso es que cuando me piden un cigarro no me conformo con contestar con un simple "no", sino que hago toda una declaración de principios: "No fumo". Aunque, claro, eso no responde exactamente a lo que me preguntan. Uno de mis amigos suele contestar al "¿tienes un cigarrillo?" con un "sí, pero fumo negro". La mayoría lo rechaza. El racismo llevado al tabaco. Prefieren quedarse sin fumar antes que aspirar humo negro. Lo suyo es el tabaco rubio, o sea, ario. Aunque, claro, mi amigo lo que prefiere es no compartir sus cigarrillos afroamericanos con el primero que pasa por la calle. Supongo que entre el tabaco negro y el rubio hay diferencia. Yo no la noto: me huelen ambos igual de mal, aunque no tan mal como los puros, cuyo tufo me provoca, literalmente, náuseas. El tabaco de pipa, de olor más dulzón, no me molesta tanto. Supongo que la diferencia entre el rubio y el negro será, más o menos, como la que hay entre el vino tinto y el vino blanco; o entre el chocolate con o sin leche. Pero estos símiles tampoco me sirven de mucho: no sé de vinos y en cuanto al chocolate, sencillamente, me gusta todo.
 
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