junio 2025 | ||||||
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abril |
Vértigo
Los límites nos dan cierto vértigo. Cuando nos acercamos a según qué fronteras -no me refiero a las físicas, claro- dejamos de manejarnos con la suficiente soltura. Por lo general, en esas circunstancias somos torpes y lentos. No es extraño, pues, que aún no tengamos mucha idea acerca de cómo responder a la posible clonación de seres humanos y, por lo general, apenas nos mostremos algo menos reticentes en lo que se refiere a la clonación terapéutica que a la reproductiva. Sólo teniendo en cuenta el desasosiego que nos provocan las (aterradoras) posibilidades de esta última es comprensible el revuelo que levantaron los raelianos con su sonora payasada. El suplemento Culturas de La Vanguardia se dedica justamente esta semana a tratar el tema de la clonación. Dos de los artículos intentan explicarnos el porqué de la intranquilidad que nos causa este tema. Joan Bestard, en Los efectos de nacer con artificio, califica la clonación de tabú del siglo XXI y la equipara a lo que ha supuesto hasta ahora el incesto, por lo que tiene de traspaso de límites que parecen éticamente infranqueables. Según Bestard, nos descoloca sobre todo la desaparición de la barrera entre naturaleza y cultura: "La biotecnología (...) conduce a una nueva era donde es posible conocer y manipular las funciones básicas de las diferentes formas de vida natural. Al poderse manipular y recombinar la vida, la distinción entre natural y artificial se desvanece". No sólo traspasamos fronteras, sino que las hacemos desaparecer. O, más bien, las quebramos torpemente, no muy seguros de adónde vamos, pero con cierta convicción de que no hay marcha atrás. En una línea parecida, Carles Salazar i Carrasco explica en La naturaleza evanescente que "nuestro exceso de civilización tendría como consecuencia no ya un distanciamiento pernicioso del mundo natural, sino una paradójica desaparición del mismo concepto de naturaleza tal como lo habíamos entendido hasta ahora". Y es que tendremos la posibilidad poder controlar prácticamente todos los aspectos de un proceso que hasta hace poco apenas conocíamos. Y será en no mucho tiempo, aunque no creo que nadie esté, precisamente, preparado para tal cosa. De todas formas, como explica Salazar, esta frontera entre lo natural y lo cultural no hace tan poco que comenzó a traspasarse. La biotecnología comenzó a aplicarse a la reproducción humana con la primera niña probeta, en 1978. Y ya aparecieron algunos de los problemas con los que tendremos que bregar: "Cuando los procesos naturales son consecuencia de un acto de voluntad -asegura al respecto- dejan, por definición, de ser naturales. La pronta aparición de comités de bioética y la promulgación en varios países de leyes que regulan la llamada 'fecundación asistida' dan cuenta de las inesperadas complicaciones sociales y morales que en este en apariencia sencillo tratamiento biomédico ha acarreado", especialmente en lo que se refiere a qué hacer con los preembriones que "sobran". Y si la situación resulta compleja en lo que se refiere a la fecundación in vitro, más ha de serlo en el tema de la clonación reproductiva. Como concluye Salazar: "La toma de decisiones sobre procesos que antes tenían lugar sin intervención humana nos obliga a repensar valores morales y los vínculos que antes dábamos por supuestos". Por ejemplo, y sin ir más lejos, resulta difícil apreciar si este control de la naturaleza es éticamente neutro y sólo hay que tener en cuenta sus consecuencias, o si hay que hacer caso a esa primera impresión que nos hace mirar con cierta repugnancia la clonación reproductiva, aunque no necesariamente la terapéutica. En definitiva, volver a colocar poco a poco los límites que no se deben franquear, si eso es posible o necesario.
A la francesa
Graham Greene escribe, creo que en El americano tranquilo, que cuando tras despedirnos giramos la cabeza para echar un último vistazo, no lo hacemos para ver otra vez a la persona de la que nos separamos, sino por puro egoísmo. Según el novelista, nuestra única intención sería la de comprobar que la otra persona también nos está mirando. La verdad, no estoy del todo de acuerdo con ese argumento, pero desde que lo leí, cada vez que después de un adiós ejerzo mi derecho a la última mirada, me entran remordimientos de conciencia e incluso temo convertirme en estatua de sal. Quizás por eso cada vez me gusta más marcharme a la francesa.
Ana
Aún no he conseguido asimilar el hecho de que Ana Botella forme pareja política con Alberto Ruiz Gallardón en las elecciones al ayuntamiento de Madrid. Entre otras cosas porque yo creía, como escribió Juan José Millás, que la esposa de Aznar es más bien un repelente de votos. Claro que siempre cabe la posibilidad de que el presidente y su señora hayan decidido hundir definitivamente la carrera política del díscolo Gallardón, que cae mejor entre los votantes ajenos que entre los propios. Pero ocurre que dudo de que los Aznar sean capaces de tal maquiavelismo sutil, y tampoco creo que los consejeros electorales del Partido Popular sean tan cretinos como para no estar más o menos seguros de que la señora Botella tiene realmente tirón electoral. Por mucho que a mí me cueste entenderlo. Imagino que es un problema de perspectiva. Yo no sé la imagen mental que se le viene a cada uno a la cabeza cuando la ve o la escucha. Por ejemplo, cuando dice que quiere dedicarse a ayudar a los más necesitados, algunos pueden creer que es algo bonito y generoso, pero a mí me da la impresión de que va a pasearse por Madrid con una huchita, a pedir una limosna para los chinitos sin bautizar. En definitiva, otra razón más por la que me alegro de vivir en Barcelona. Quizás nuestro alcalde sea un anestesista -en todos los sentidos- bastante mediocre. Quizás las próximas elecciones se presenten bastante aburridas. Pero al menos no abro la sección local del diario con miedo. Aunque, sí, lo reconozco, siento cierta vergüenza ajena cuando veo que lo mejor que se me ofrece es un enorme edificio con forma de pepino o un Fórum de las Culturas que ya se improvisará el año que viene.
Infanticidios
Leo en Historia de la vida privada acerca de la contundencia con la que los romanos controlaban natalidad y número de niños. "Los recién nacidos -se explica- no vienen al mundo, o mejor dicho, no son aceptados en la sociedad, sino en virtud de una decisión del jefe de familia; la anticoncepción, el aborto, la exposición de niños de origen extraconyugal y el infanticidio del hijo de una esclava eran, pues, prácticas usuales y perfectamente legales". Al menos hasta la difusión de la moral estoica, más o menos hacia el primer siglo d. C. Esta exposición de recién nacidos -no exclusiva de hijos de origen extramatrimonial- consistía en que los niños no aceptados se abandonaban "ante la puerta del domicilio o en algún basurero público", para que los recogiera quien los deseara. El libro matiza que "los ricos deseaban que la criatura no reapareciera jamás, mientras que los menesterosos, forzados únicamente por la pobreza, hacían lo posible para que el recién nacido pudiera verse aceptado". Y es que "los más ricos podían no querer un vástago no deseado si su nacimiento iba a perturbar disposiciones testamentarias ya adoptadas en lo referente al reparto de la sucesión". Todo esto me ha recordado lo que explica Marvin Harris en Nuestra especie. Harris pone en cuestión, entre otras cosas, nuestro supuesto instinto reproductor. "A mí entender -asegura- la elevada incidencia del sexo no coital, de las prácticas anticonceptivas y del aborto demuestra de manera concluyente que las mujeres carecen de una predisposición a quedar embarazadas o proteger al feto que esté sujeta a estricto control genético". Y todo eso sin contar lo que él llama "infanticidio indirecto". Según Harris, en determinadas circunstancias económicas y sociales, se suele primar a unos hijos sobre otros, dependiendo de si se prefieren hombres o mujeres, fuertes o ágiles, morenos o pálidos. Los menos favorecidos recibirán, inconscientemente, menos atenciones familiares: peor comida o negligencia a la hora de proporcionar asistencia médica, por ejemplo. Es decir, madres y padres permitirán y facilitarán la muerte de sus propios hijos según convenga, y usando al menos métodos indirectos para ello. Harris concluye afirmando que "nuestra especie tiene, por naturaleza, tantas probabilidades de actuar de formas que reducen la tasa del éxito reproductor como de formas que la aumentan. Si al procrear hijos se aumenta su bienestar biopsicológico, las gentes tienen más hijos; si teniendo menos se reduce su bienestar biopsicológico, tienen menos".
Metro Jazz Trío
En el metro entraron tres tipos armados con un acordeón, un saxofón y una pandereta. Y se pusieron a tocar, claro. Igual no lo hacían mal del todo. El problema era que el saxo estaba a unos quince centímetros de mi oreja, cosa que me permitió constatar que, de cerca, la música pierde.