junio 2025 | ||||||
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abril |
No
Esta mañana he visto una pequeña pancarta, colgada de un balcón de la calle Badal, que decía: "No". Sólo "no". Seguramente, este vecino es un tipo práctico. Concienciado, sí, pero sobre todo práctico. Hay que tener en cuenta que los vecinos de Sants, como los de todo barrio barcelonés que se precie, no sólo se han unido a campañas catalanas, españolas y mundiales, desde el ochentero "Otan no, bases fuera" hasta el actual "No a la guerra", sino que también han mantenido con firmeza reivindicaciones propias, como la cobertura de la Ronda del Mig o el soterramiento de las vías. O sea, que los vecinos más activos han perdido mucho tiempo confeccionando pancartas y asistiendo a reuniones, plenos, manifestaciones y demás. No sería de extrañar que este señor (o señora, o la familia entera, vaya) se haya hartado de tanta complicación. Normal: no sólo nunca dejará de haber motivos de queja, sino que cada vez aparecen más. Así pues, para ganar tiempo y ahorrarse trabajo sin parecer insolidario, este vecino ha querido dejar claro que, de entrada, no. A todo. Y luego ya veremos.
Humo (tercera divagación)
Como no he fumado nunca, veo francamente extraño que haya gente que aspire humo por placer -o por vicio, tanto da. Y aunque comprendo que si estas personas siguen fumando es más que nada por adicción, no acabo de ver qué es lo que les llevó a encender el segundo cigarrillo. El primero, claro, fue por curiosidad. Julio Camba, en uno de los artículos de Esto, lo otro y lo de más allá, explica lo que los no fumadores nos imaginamos y no muchos fumadores reconocen: "Yo empecé a fumar, como creo que hemos empezado todos, por la sencilla razón de que el tabaco me estaba terminantemente prohibido". Es decir, porque "nos costaba grandes palizas y porque nos producía unas náuseas espantosas". Según Camba, además, quienes aún son demasiado jóvenes para comenzar a darle a los cigarrillos, imaginan "que la mayoría de edad consiste, precisamente, en andar locos y desalados buscando cajetillas por el mundo". El escritor propone algo de psicología inversa a los padres que no quieran que sus hijos fumen, y asegura que si a él de niño le hubieran obligado a fumar dos cigarrillos diarios, explicándole que tal costumbre era sanísima, hubiera acabado aborreciendo el tabaco. Quienes ni siquiera fumamos también podríamos usar la psicología inversa en este terreno. Por ejemplo, en lugar de soportar que nos tilden de intolerantes porque de vez en cuando pedimos, con la voz baja y los ojos irritados, que no se fume en nuestros morros, podríamos animar a los fumadores no sólo a que encendieran cigarrillos delante nuestro, sino a que además nos echaran, por favor, el humo a la cara. Incluso podríamos suplicar que nos permitieran conservar las colillas ajenas a modo de reliquias y que nos explicaran paso por paso qué debemos hacer para llegar a ser como ellos, esos artistas que dibujan con humo en el aire. Quizás así los fumadores más molestos renunciarían a encender cigarrillos en nuestra presencia. Simplemente por llevar la contraria.
Breve elogio de la mezcla
Últimamente he leído más de un artículillo en el que se defiende que se eduque a niños y a niñas por separado. Los defensores de tal propuesta aducen que chicos y chicas maduran de modo distinto y a diferentes ritmos, y que eso es mucho más importante que los posibles beneficios de la educación conjunta de ambos sexos. De hecho, dudan de que sea realmente cierto eso de que es adecuado familiarizarse con el sexo opuesto desde la más tierna infancia. Sin embargo, y aunque no tengo ni idea de pedagogía, yo no acabo de ver claros estos argumentos. Por ejemplo, eso de que las niñas maduran antes es una aseveración que casi todo el mundo da por supuesta, pero a la que no he encontrado fundamento sólido, ni por escrito ni en mi propia experiencia de adolescente inmaduro. Sí que hay diferencias, claro, entre hombres y mujeres -aparte de las físicas, se entiende-, pero son casi todas culturales y no genéticas. Y no sé hasta qué punto tiene que ser positivo que la mayor parte de estas diferencias se mantenga o incluso se intensifique en la propia escuela. O en cualquier parte, vaya. Además, y en todo caso, no tengo muy claro que el hecho de mezclar niños y niñas suponga, por culpa de estas diferencias, que la educación sea más pobre y se adapte menos a las necesidades de los críos. Y es que, aunque sea cierto que niños y niñas crecen a ritmos distintos, tampoco es menos cierto que cada uno de los niños y cada una de las niñas madura a su propio ritmo. Con lo que acabaríamos defendiendo que el mejor modo de educar sería el de poner profesores particulares a disposición del muchacho, obviando la necesidad que tiene toda persona cuerda -incluso los niños- de relacionarse con otra gente. Especialmente, permitidme el apunte, con gente del sexo opuesto (o del sexo deseado, vaya). Y en este tema no puedo dejar de aducir mi propia experiencia, a modo de endeble prueba. Y es que yo he podido comparar ambos métodos, ya que pasé cinco años de mi educación en un colegio sólo para niños. No exagero si digo que fue el lustro más aburrido de mi vida. Además, fueron los cinco cursos que traje peores notas a casa. Nada concluyente, de acuerdo. Pero, al menos, un motivo más por el que separar a niños y niñas en los colegios me parece tan absurdo como comer primero la carne y luego echarse la pimienta y la sal directamente a la lengua. Mezclar suele ser más divertido y acostumbra a dar mejores resultados.
El placer de encerrar
Hace ya tiempo que está de moda encerrar a gente en programas de televisión. La cosa comenzó, claro, con Gran Hermano, pero siguió con El Bus, Supervivientes, Operación Triunfo, Popstars, La isla de los famosos y demás. La mecánica de estos concursos es sencilla. Consiste en meter a gente en un sitio, el que sea, y no dejarles salir en tres meses ni a comprar el periódico. Se supone que el morbo está en ver a un impresentable desayunando en calzoncillos, pero creo que no es poco importante la sensación de poder del espectador, que mantiene encerrado a ese pobre tipo hasta que decide darle la patada. Lo último en el género es Hotel Glamour. Esta vez se encerrará a diez impresentables más o menos conocidos en un hotelito. Ya se conoce el nombre de tres de estos sujetos: Tamara, Dinio y Leonardo Dantés. Creo que no hay mucho más que decir. También creo que no tendré suficiente aguante como para comprobar si realmente hay algo más que decir. Uno, eso sí, podría pensar en cierta mala leche por parte de los guionistas que han unido a esos tipejos con la palabra glamour, quizás para humillarles aún más con la burlita. Pero, seamos sinceros, el glamour siempre ha sido casposo. Vaya, yo no veo mucha diferencia entre Isabel Preysler y la ya mencionada Tamara: se dedican más o menos a lo mismo, es decir, a no hacer nada. Y, además, con la misma poca gracia. Volviendo al tema de los encierros, igual esta tendencia televisiva es la causa por la que Aznar promete más cárceles y más condenas. A lo mejor cree que la generalmente abultada audiencia de estos programas no dudará en escoger la opción política que permitirá que se multipliquen las reclusiones. Pero mejor dejar a un lado la demagogia barata y los chistes fáciles. Vayamos a lo práctico y pensemos en la forma de encerrar y, sobre todo, aislar a los creativos de Gestmusic. Igual es demasiado cruel, pero no estaría de más obligarles también a ver sus obras maestras. Incluido Crónicas marcianas. Y, por cierto, si alguien piensa en acusarme de hipócrita que critica los mismos programas que luego ve a escondidas, quiero que quede claro que de toda esa porquería yo sólo veo Gran Hermano. Soy snob incluso con la telebasura: sólo me interesa la genuina.
Oficio de periodista
"Esta fauna de moscas cojoneras del llamado periodismo rosa son los que más presumen y alardean de su condición de periodistas, como si el título fuera una licencia para saltarse las reglas del decoro y la privacidad de las personas". Así de duro golpea Antonio González en La voz de Galicia. Y, además, sin escatimar bofetadas a periodistas serviles y mentirosos. No le falta razón al columnista, pero, de todas formas, creo que es normal que en todas las profesiones haya un porcentaje de cretinos que dé mal nombre al gremio. No todos los médicos son unos matasanos, ni todos los fontaneros unos ladrones, ni todos los taxistas unos cochinos. Más bien, son minoría. Pero, aun así, no podemos evitar pensar en cualquier profesional recurriendo siempre al tópico negativo. Ojo, no quiero decir que no haya que criticar a esperpentos y delincuentes que creen que el periodismo consiste en tener delante una cámara y soltar lo primero que se les ocurra. Simplemente creo que no nos podremos librar de estos tipos, del mismo modo que nos resfriamos casi cada año, por mucho que nos abriguemos. Es más, dentro de lo que cabe y con cierta resignación, uno puede llegar a admitir no es tan terrible que así sea: la presencia de inútiles en el periodismo puede que contribuya a normalizar una profesión bastante mitificada. E incluso, teniendo en cuenta que -dicen- hay demasiados periodistas para el mercado de trabajo, estos sujetos pueden ayudar a disminuir el número de vocaciones y, por tanto, de futuros parados. Porque no creo que haya nadie con dos dedos de frente y algo de estómago vea a Jesús Mariñas o a Karmele Marchante y envidie su oficio.