junio 2025 | ||||||
---|---|---|---|---|---|---|
dom | lun | mar | mié | jue | vie | sáb |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 |
8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 |
15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 |
22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 | 28 |
29 | 30 | |||||
abril |
La segunda taza de café
Uno se toma el primer café del día por obligación. Porque hay que acabar de abrir los ojos aunque no se quiera, y qué mejor para pasar el terrible trance de despertarse que una taza de café bien negro y con mucho azúcar. Evidentemente, y aunque sea casi obligada, esta taza no resulta desagradable. Pero, a veces, entre las prisas y el sueño, no se disfruta como es debido. En cambio, uno se toma el segundo café poco antes o poco después de comenzar a decir buenas tardes, y ya se está más o menos despierto aunque pueda apetecer tumbarse un rato, que tumbarse siempre está bien. Esa segunda taza se toma sólo por placer, se disfruta plenamente, se saborea. Uno aprovecha un rato muerto para beberla sin prisas, sin pensar en que en diez minutos hay que estar ya en la ducha, para no llegar tarde, o en que la camisa negra no está planchada y a saber qué me voy a poner hoy. Uno puede acompañar ese café con algo de música y, quizás, aprovechar para escribir en el blog sobre algo intrascendente. Por ejemplo, sobre Peter Altenberg y su té de las seis, bien suave y de color oro. A lo mejor esto demuestra que no siempre es verdad aquello de que segundas partes nunca fueron buenas. Al menos habría que añadir que las segundas tazas son una excepción. Pero, en fin, los refranes siempre me han parecido sospechosos. Más que nada porque los libros de refranes parecen tener respuesta para todo. Y eso no es normal.
Los monos y las letras
En el zoo de Devon, un equipo de la Universidad de Plymouth ha puesto a prueba esa popular hipótesis según la cual infinitos monos tecleando durante un tiempo infinito acabarían por escribir las obras completas de Shakespeare, por cosas de la probabilidad. Como los investigadores no tenían a mano ni tantos monos ni tanto tiempo, se han conformado con seis macacos, un ordenador y cuatro semanas, al final de las cuales han obtenido un total de cinco páginas de texto. Bueno, texto es mucho decir: más bien un montón de eses y alguna que otra letra más. De todas formas, hay que decir que el objetivo no era obtener ninguna pieza de literatura, sino observar las diferencias entre hombres y máquinas. Diferencias que, según los académicos, se pueden resumir explicando que "los monos no son reducibles a un proceso probabilístico. Se aburren y prefieren cagarse en el teclado a escribir." Aun así, siguiendo esta idea de monos tecleadores, los matemáticos han calculado que unos 10 seguido de 813 ceros monos tecleando durante cinco años conseguirían escribir los dos primeros versos del tercer soneto de Shakespeare. Así las cosas, uno puede ver que hay cierta escala. Infinitos monos durante un tiempo infinito escribirán las obras completas de Shakespeare. 10 seguido de 813 ceros, un par de versos en cinco años. En cuatro semanas, seis macacos no tienen tiempo más que para teclear un montón de eses. O sea, que podemos aventurarnos a decir que con miles de quintillones de monos y unos cuantos siglos, podríamos aspirar a obtener, por ejemplo, alguna novela de Nabokov. Y es que este escritor es excepcional, pero no tanto como Shakespeare, por lo que igual las probabilidades de dar con un texto suyo son mayores. Gracias a este experimento, es fácil ver que uno podría montar un negocio de alquiler o de venta de monos escritores, que no sólo serían más baratos que los clásicos negros, sino que tendrían la ventaja de que no delatarían a nadie. Por ejemplo, con media docena de diligentes monitos, Federico Jiménez Losantos tendría suficiente para entregar sus artículos diarios. Y Mario Benedetti podría comprar unos veinte o treinta para sus poemitas. En cambio, George W. Bush se basta a sí mismo para escribir sus discursos, ya que él es la prueba de que la especie humana no ha evolucionado toda al mismo ritmo. Por mi parte, pienso mirar cuánto costaría hacerme con dos o tres macacos que actualicen esta página de vez en cuando, mientras empleo mi tiempo en evaluar las posibilidades y los riesgos del negocio en cuestión.
Que no vuelvan
Los tres jefazos supremos de mi empresa no han aparecido por la oficina en toda la semana, ocupados como han estado alargando sus vacaciones o haciendo viajecitos (en teoría) de negocios. Así las cosas, hemos trabajado más a gusto que nunca: relajados, bromeando, charlando sin preocuparnos por cuándo se va a abrir la puerta del despacho. Y el trabajo se ha hecho. Incluso mejor que de costumbre, ya que no hemos tenido al director de turno en el cogote metiendo prisa o, peor, no nos hemos visto obligados a enmendar las pifias que cuela la jefa cuando se empeña en rebajarse a nuestro nivel y trabajar con nosotros. Visto el panorama, estamos dispuestos a llegar un pacto con nuestros jefes: nosotros seguimos haciendo nuestro trabajo, sin romper nada, y ellos no vuelven a aparecer. Una versión capitalista y de libre mercado de la famosa colectivización comunista. Se podría llamar el Plan Déjennos en Paz. Por ejemplo. Y por favor. Claro que ahora pienso que igual es una trampa. Es posible que los jefes trabajen mal adrede. Porque es difícil que haya gente tan torpe. Y su objetivo quizás es que no nos quejemos cuando se toman esos días de vacaciones de más, o cuando llegan un par de horas tarde, o si han de irse a uno de estos viajecitos de negocios en los que viajar, no se viaja mucho, pero desde luego se negocia aún menos. Es decir, pretenden que no nos indignemos comparando sus privilegios con nuestros deberes, sino que nos alegremos cuando hagan uso de estas prerrogativas. Lo que faltaba.
Cuidado con los chinos
Hace unos días vi por la tele cómo muchos neoyorquinos no se atrevían a pasear por Chinatown por miedo al sars, como si, más que un tipo de neumonía que se ha originado en China, el síndrome fuera una enfermedad congénita de los descendientes de pekineses. Lo más divertido fue ver cómo algunos comercios de este barrio de Nueva York aprovechaban el injustificado temor de muchos para vender las mascarillas que lucen los ciudadanos de los países orientales afectados. Al menos, hacían negocio. La cosa, claro, me pareció ridícula. Pero comprensible en una ciudad como Nueva York, en la que hay tanta gente que viene de tantas partes y que viaja a tantos sitios. Un neoyorquino puede temer más o menos razonablemente que ocurra algo parecido a lo que pasa en Toronto. Ahora, lo que ya no tiene mucho sentido es que este pánico llegue a Barcelona. Sí, a Barcelona. Leo en El Periódico que un tipo de rasgos orientales se subió a un vagón del metro de la ciudad. Y estornudó. Reconozco que la cosa da para algún chistecillo, en plan, mira, llega de Shangai y se ha saltado el control del aeropuerto. Pero dos viajeros no se conformaron con la gracia de mal gusto, sino que le exigieron que se bajara del vagón a la siguiente parada. No les fuera a contagiar el sars ese. Supongo que se acercarían a él tapándose la boca y mirándole con miedo, eh, tú, el enfermo, sal de aquí, anda, y no respires tan fuerte. El pobre y asombrado oriental les dijo que ni siquiera era chino, sino tailandés, y con la ayuda de otro par de viajeros algo más sensatos, intentó explicar a los alarmados hipocondriacos que lo del sars no funciona así exactamente. Dio igual: al final, el hombre tuvo que apearse. El diario no informa si decidió asimismo montar una tiendita de mascarillas, para sacar provecho del miedo ajeno. Cómpreme una o le toso. El caso es que, visto el panorama, me gustaría saber si ya ha comenzado a descender el número de clientes de restaurantes chinos. O si la gente ya no se pasea tanto por nuestro Barrio Chino, que de chino no tiene nada y, para colmo, ahora se llama Raval. Pero ya se sabe, quien tuvo, retuvo
Los jóvenes y el Papa
Sobre la visita del Papa se han comentado muchas cosas, especialmente su excesiva tibieza a la hora de hablar de la guerra y su crítica a los nacionalismos "exasperados". Tampoco se ha dejado de comentar el gran número de jóvenes que ha acudido a Madrid: más de un periodista preguntaba jocoso dónde se metían estos católicos veinteañeros el resto del año. Y aunque es verdad que, por las quejas de los propios sacerdotes, a las parroquias no acuden en masa, precisamente, a mí me parece que lo que ocurre es, simplemente, que muchos de estos chicos prefieren llevar su fe con discreción, por la sencilla razón de que está mal visto ser católico y no estar jubilado. Y, como ejemplo, Pablo -un amigo ateo- me explica por mail lo que les pasó a unos alumnos de una universidad pública de Madrid, que colgaron una serie de carteles anunciando la visita del Papa. No sólo pequeños pósters, sino también "unos hechos por ellos sobre cartulinas gigantes que, colgando de los pisos superiores, decían 'El hombre que cambió el mundo viene a verte'. Al día siguiente todos los carteles habían sido arrancados". Cabe decir que en esa facultad, como en todas, hay carteles similares que nadie toca y que anuncian, por ejemplo, charlas elogiosas sobre la "experiencia bolivariana" -otro nombre para dictadura- de Chávez. El caso es que estos católicos "pusieron otro que decía 'Vosotros que presumís de democracia y que os quejáis del fascismo, respetad las libertades de los demás'". Más tarde, explica Pablo, "saliendo de la biblioteca, vi como dos sujetos de inconfundible indumentaria postmoderna, pseudorebelde, anarcopija salidos del Aula contra la guerra" -a saber qué les enseñarían- "lo vieron, lo arracancaron, lo hicieron cachitos y lo tiraron a unas bolsas de basura". Total, que como ahora se lleva estar en contra de la guerra y decir que se es de izquierdas, pues nada, uno se aprende cuatro frases y las va soltando, para así quedar bien con los amiguitos. Y si hay que romper carteles, se rompen. Lástima que eso no convierta en pacifistas ni en izquierdistas a estos anarcopijos. Pero al menos están contentos en su rebaño, que es lo que de verdad les importa. Es más, no me extrañaría que, de haber nacido hace cincuenta años, en lugar de protestar por el imperialismo estadounidense sin saber exactamente qué significan esas dos palabras, estos chicos se hubieran enfundado en sus camisas azules y hubieran marchado a la Plaza de Oriente a cantar el "Cara al sol" y a aplaudir al caudillo.