Buenas noches


No creo que mucha gente me lleve la contraria si alabo los cuentos infantiles como las fuentes de sabiduría popular que son. Los cuentos enseñan a los niños a enfrentarse al mundo con el que se encontrarán de mayores, y así las caperucitas rojas saben que han de tener cuidado con los macarrillas del barrio, mientras que las familias, de cerditos o no, han de asegurarse de que el mafioso de turno les vende una sólida casa de ladrillos y no un pisito con aluminosis. Uno de mis cuentos favoritos es El zapatero y los duendes, que viene a matizar la necesidad de trabajar duro que nos intentaban inculcar los tres cerditos antes citados. Recordemos que el zapatero era un tipo pobre, con apenas cuero para un par de botas, que recibe el encargo de su vida. De todas formas, el tipo se lo toma con calma y cuando cae la noche se retira a dormir: las ocho (o nueve, o diez) preceptivas horas de sueño son más importantes que el trabajo. El zapatero sabe cuáles son sus prioridades. Y por esa escala de valores tan bien formada en la que lo primero es lo primero y se trabaja para vivir y no se vive para trabajar, unos duendecillos acaban durante la noche la tarea dejada a medias el día anterior. En definitiva, este cuento es una necesaria loa al descanso, al beauty sleep, a consultar los problemas con la almohada, a dejar para mañana lo que puedas hacer mañana, a darse cuenta de que el trabajo es un medio y no un fin, y que no hay que hacer horas extra ni aunque el mismo rey te pida un par de zapatos. En todo caso, que se encarguen los duendes, que yo me voy al cine o a echar la siesta y las botas viejas de su majestad bien pueden aguantar otro par de días.


 
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Los cuarentones de hoy en día


Este verano tardé algo más de lo debido en llevar el coche a la ITV. Durante aquellos diez días lo pasé francamente mal. Yo soy de estos que ve un policía y ya pone cara de buena persona para que nadie sospeche nada, así que cualquiera puede imaginar lo que sufría al ver un coche de la urbana cerca mío, teniendo en cuenta que, por una vez en mi vida, era culpable de algo. Y no sé para qué me preocupaba, la verdad. Tendría que aprender de Andrés P. B., un campeón de 46 años al que la policía detuvo en un semáforo, conduciendo un coche con las ruedas destrozadas mientras se fumaba un porrete. Hacía ya tiempo que lo buscaban: debe, en multas, unos 180.000 euros. 110 multas en tres años. 88 por exceso de velocidad. Ah, bueno, y además nunca ha tenido carnet de conducir, pero, llegados a este punto, eso no tiene importancia. Al menos en este caso nadie puede decir aquello de ah, los jóvenes de hoy en día son todos unos incívicos y unos delincuentes. De hecho, creo que habría que aprovechar para criticar a estos cuarentones y cincuentones que van por ahí conduciendo sin carnet y drogándose en los semáforos; estos maduritos que no respetan nada y que nos han llevado a la guerra de Irak y que cuando llegan al gobierno lo único que saben hacer es divorciarse y liarse con Cayetana Guillén Cuervo. Qué vergüenza, de verdad, qué vergüenza.


 
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El Fòrum de les Multes


Una cosa del Fòrum de les Cultures sí que se sabe a ciencia cierta: a medida que pase el tiempo, las entradas serán más caras. Lo mismo que pasa con las multas, por cierto. Este paralelismo entre multas y esa aglomeración de conferencias y exposiciones no tiene nada de extrañar, teniendo en cuenta que estamos hablando de un ayuntamiento que considera que la grúa es el mejor sistema para combatir la falta de civismo -o sea, que considera que falta de civismo quiere decir lo mismo que déficit financiero- y que presenta los récords de multas como todo un logro.


 
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Políticamente previsibles


La inmensa mayoría de los artículos que comienzan advirtiendo de lo políticamente incorrectos que van a resultar, acostumbran a ser una retahíla de chorradas entre las que el autor cuela algún insulto con la vana pretensión de escandalizar a algún despistado. Y es que da la impresión de que muchos se fijan sólo en las incorrecciones políticas y se olvidan de la simple corrección, que no tiene nada de malo, como la propia palabra indica. Muchos incluso piensan que están siendo correctos sólo por el hecho de ser políticamente incorrectos. Sólo que, claro, una cosa es que lo PC esté mal visto y otra que lo PI tenga que estar bien sólo porque contradiga lo anterior. Por ejemplo, y por muy políticamente incorrecto que sea, no vendría a cuento decir que los homosexuales son unos tarados, que los emigrantes vienen a robar, que Franco no fue tan malo o que debe significar algo el hecho de que la economía sudafricana vaya de mal en peor desde que dejan gobernar a los negros. Quien diga cosas semejantes podrá vanagloriarse de herir las susceptibilidades de las mentes bien pensantes -como esta gente suele decir-, pero también de ser un perfecto imbécil.


 
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Cosas de críos


Durante estos días he podido escuchar varios debates acerca del tipo de juguetes que hay que regalar. Casi todo el mundo parecía concluir que es un horror darle una pistola a un niño o una Barbie a una niña y que hay que potenciar los juegos educativos. Hombre, pues sí. Siempre será mejor que un niño juegue con el Cheminova que con un revólver. Pero igual tampoco hay que exagerar. Y es que, por ejemplo, si uno ve lo que queda de mis juguetes, y siguiendo la lógica que parece decir que estos juegos de la infancia vienen a ser determinantes, yo tendría que estar ahora en Iraq pegando tiros. Me encantaban las pistolas. Y los G.I. Joe. Y puedo asegurar que mis soldados no iban a pacificar nada. Entraban a sangre y fuego en terreno enemigo. En mi habitación tenían lugar la tercera y la cuarta guerra mundial a la vez. Eso por no hablar de los juegos de ordenador que más me gustaban. Obviamente, también fui obsesionado jugador de Monkey Island y de Maniac Mansion, pero recuerdo especialmente un juego de la Spectrum, precursor de la chorradita esa del Mortal Kombat, en el que lo más divertido era cortarle la cabeza al adversario. Caía al suelo rodando y hacía plof plof. Bueno, pues resulta que a pesar de todo eso, soy un tipo totalmente pacífico e incluso pacifista, con lo mal visto que está eso. Es más, nunca me he metido en una pelea de puños (de palabras, unas cuantas) y puedo jurar que lo que me ocurre con los dardos en los bares es totalmente accidental. También se podría hacer algún comentario respecto a cómo la mayoría de contertulios anteriormente citados quieren que niños y niñas interactúen en sus juegos. Ahí sí que estoy plenamente de acuerdo. Nada más divertido que interactuar. Recuerdo, por ejemplo, alguna ocasión en la que cedí a jugar con mi hermana a los Pin y Pon esos. La cosa siempre acababa cuando el padre de familia no podía controlar el coche al llegar del trabajo y estampaba el vehículo contra la casa de la familia, organizando un desastre colosal, con el automóvil incrustado en la sala de estar o en la cocina. En ese momento mi hermana me tiraba de los pelos mientras yo le gritaba a la inconsciente que avisara a los bomberos y a una ambulancia, que los pequeños Pin y Pon estaban ardiendo. Pero todo eso no me marcó negativamente. Al menos, aún no he incendiado nada. Y también recuerdo algún que otro drama que tenía lugar mientras aquella familia de plástico tomaba té con pastas –infartos, tazas envenenadas, misteriosas explosiones-, y he de decir que ahora que han pasado unos cuantos años me comporto con suma corrección cada vez que tengo delante tazas de té y platitos con pastitas. De hecho, me encanta tener esas cosas delante. Y dar buena cuenta de ellas. En cuanto a los juegos educativos, en mi caso no me han educado mucho. El único terreno en el que soy terriblemente competitivo es delante de un tablero de Trivial Pursuit. Es el único juego al que no soporto perder. Claro que también es el único al que gano de vez en cuando. Y el Cheminova sirvió para hacer añicos mi infantil vocación de químico. Me ayudó a descubrir que el maravilloso mundo de la química no consistía en "hacer experimentos", sino en aburrirse soberanamente y en mancharse los dedos y la camiseta con pergamanato de potasa (creo que se llamaba así). En definitiva, que no me parece mal tener cuidado con los juegos y juguetes de los niños, pero sin exagerar. Puede que los niños sean pequeños -al menos lo eran en mis tiempos, ahora todos parecen leñadores canadienses-, pero no son tontos y distinguen perfectamente entre los disparos de verdad y los de mentira. En todo caso, los que tienen problemas al respecto son algunos adultos.


 
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