Clavelitos


El ayuntamiento de Barcelona no sólo está en contra de las corridas de toros, sino que además está a favor de los claveles. El consistorio ha regalado más de 20.000 macetas de claveles de moro en la Festa de la Primavera, para que así los balcones luzcan más cívicos que nunca. ¿Por qué claveles? El artículo nos lo aclara: porque son las flores de la paz. ¿Desde cuándo? Desde el año pasado. No tengo nada en contra de las macetas, de las plantas, de los claveles e incluso de las flores de la paz. Y desde luego es mejor un balcón lleno de flores que uno de esos trasteros al aire libre, que es como muchos usan las terrazas. Paseando por Barcelona y mirando hacia arriba no es raro ver trastos como un par de bicis oxidadas, la estufa vieja, unas tristes bragas en un tendedero y los juguetes viejos de los niños. Mejor unos claveles, sin duda. Lo que me preocupa es que dentro de unas semanas nuestros verdes políticos igual no pueden dormir tranquilos, sabiendo que han contribuido a la muerte de decenas de miles de claveles que se marchitarán. Y es que muchos de sus nuevos dueños se van a olvidar de que, horror, las plantas se riegan. Además del problema añadido de que bastantes balcones de la ciudad, al lado de las bicis con las ruedas deshinchadas y ese enorme camión de plástico con las puertas rotas, lucirán una maceta con cuatro tallos mustios y tres hojas amarillentas.


 
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Buscáis la fama y la fama ya no cuesta


Peter Sloterdijk comenta en uno de los capítulos de Esferas que queremos que hablen de nosotros y ser así famosos de una forma u otra. Además, según el autor, sólo somos receptivos a las alabanzas que trae consigo esta fama y no a los escarnios. Por eso Ulises tiene problemas con las sirenas: porque hablan de él y encima hablan bien. Ulises oye lo que quiere oír, igual que todo el mundo: quienes hablan mal de nosotros son unos envidiosos, les obviamos, dejamos de escucharles. En cambio, con las sirenas sólo nos queda el recurso de dejar que otros nos aten bien fuerte. Y aun así, cuesta. De hecho, los tan manidos quince minutos de fama de Andy Warhol se han convertido en los seis meses de insultos y vejaciones a los que se someten voluntariamente los concursantes de Gran Hermano y programas de la misma clase. La gloria de esta gente consiste en ir de plató en plató escuchando cómo les ponen de chupa de dómine. Y ellos, tan felices. No es por el dinero, es por las sirenas. Entre los gritos de tabernero, ellos escuchan su canto. Por cierto, lo de Gran Hermano enlaza con otra idea acerca de la fama que expone el mismo autor en El desprecio de las masas: los ídolos modernos no son ya estos hombres o mujeres ahistóricos y colosales, sino que son como cualquiera de nosotros. Y los escogemos así porque nos recuerdan que nosotros mismos también podemos tener la misma suerte: podemos ser estrellas. Qué bien, ¿no? Sólo es cosa de tener suerte el día del casting. No se trata únicamente de Gran Hermano. Porque también hay algo de eso cuando, por ejemplo, un frustrado aspirante a escritor coge un best-seller con desprecio y se pregunta cómo pueden haber publicado esa porquería y no su inédita novela. Es decir, puestos a publicar basura, ¿acaso él no tiene también derecho a que le publiquen la suya? ¿Por qué los editores prefieren siempre la basura de los demás?


 
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De toros, vacas y otros animales


Soy un amante de los animales. Me encantan. Asados, fritos, a la plancha. Los que más me gustan son las vacas. Poco hechas. Como me gustan tanto los animales, me desagrada que los maltraten. Que los enclaustren y hormonen; que en vez de cuidarlos, los fabriquen. Porque luego saben peor, más que nada, aunque reconozco que al menos así son más baratos y más gente puede disfrutar de esta sana afición. Dicho esto, no puedo dejar de ver con buenos ojos la inútil y llamativa declaración institucional del ayuntamiento de Barcelona en contra del toreo. Primero, por inútil, ya que el ayuntamiento no tiene competencias en esta materia. Todo lo inútil suele estar bien. No hay nada más inútil que una novela ni más útil que la guerra de Iraq. Por ejemplo. Y, segundo, porque, oye, tampoco está mal que se condene un espectáculo grotesco (y aburrido) que consiste en que un tipo con un traje ridículo maree a un animal hasta que le da por clavarle una espada en el cogote. Por mucho arraigo que la tradición taurina tenga en Barcelona, según dicen los entendidos. Reconozco que a veces sabe mal decir todo esto después de haberme metido un filete entre pecho y espalda. Un filete que seguramente venía de un pobre bicho más torturado en toda su vida que cualquier toro. Pero, claro, como estas torturas no salen por la tele, nos da igual y seguimos comiendo.


 
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Pues no había para tanto


Una vez hecha la visita de rigor a nuestra versión sostenible de Port Aventura, había que subirse al tren de la bruja. Sí, al Trambaix. Que nadie piense que me he convertido de la noche a la mañana en una especie de Robocop. Sigo siendo un cobardica que huye de todo riesgo innecesario. Es decir, de todo riesgo. Así pues, subí al tranvía sólo por una parada, desde la Illa hasta la plaza Francesc Macià. Y nada de horas puntas: a las nueve de la noche. Menos gente, menos tráfico, más seguridad. De todas formas y a pesar de mis temores, al final no fui víctima del vigésimo segundo accidente del Trambaix, el primero con pasajeros. De hecho, el trayecto fue tan aburrido que daban ganas de gritarles a los coches que pasaban por la Diagonal que hicieran el favor de girar a la izquierda. Aunque sólo fuera para darle algo de vidilla al asunto. Los pocos viajeros que estaban desperdigados por el vehículo no mostraban ninguna emoción por disfrutar del innovador tranvía, como hacían nuestros abuelos hace cincuenta años. Simplemente tenían cara de querer llegar pronto a casa. Vamos, como si llevaran toda la vida yendo en Trambaix. Para más inri, el vagón no olía precisamente a nuevo y el suelo estaba lleno de papelitos. Qué rápido se acostumbra uno a todo, de verdad, y qué pronto envejecen las cosas hoy en día. No, si al final el rollo este del Trambaix va a acabar funcionando. Pero por puro aburrimiento.


 
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Jornada de puertas sostenibles


Los barceloneses de pro teníamos dos compromisos este fin de semana: estrenar el Trambaix y acudir a la jornada de puertas abiertas del Fórum de las Culturas. Como a mí no me gusta el riesgo, dejé de lado lo del tranvía y sólo me pasé por el Fórum o, mejor dicho, por el recinto donde tendrá lugar el Fórum. Lo que más llamaba la atención era un enorme edificio azul, la pérgola fotovoltaica (o sea, un montón de placas solares muy sostenibles) y un puente muy chulo que, dada la cantidad de gente que pasaba por encima, a mí no me pareció tan sostenible como las placas. Pasear por el recinto era como ir por Atenas, pero al revés. Me explico: por el ágora, uno va señalando piedras que, según la guía, son los restos de algún templo de tropocientos mil metros de alto que contenía setecientas estatuas de mármol. Por ejemplo. De un modo similar, el plano del Fórum indicaba que allí a la derecha estarán los guerreros de terracota de Xian o que en esa sala de conferencias Bill Clinton explicará cómo ve todo esto de la guerra de Iraq. Además, teniendo en cuenta lo poco que los arquitectos e ingenieros han pensado en las sombras, hará casi tanto calor en el Fórum como en la Acrópolis. Y eso que muchos se han quejado de lo frío que les parecía el recinto. Ojalá. Eso sí, el Fórum ya va cobrando forma. Los que dicen que aún no saben qué es la cosa esa de las culturas ya tienen cada vez menos excusas. Porque está clarísimo: si nadie lo remedia, será una especie de Port Aventura con pretensiones. Un sitio para pasar el rato y salir diciendo cosas como que la diversidad cultural, la sostenibilidad y el diálogo son los ejes de la paz. O cualquier otra frase descafeinada y previsible. Al menos, cerquita del Fórum seguiremos teniendo las fábricas de Sant Adrià del Besós, recordándonos que Barcelona, antes que sostenible, fue industrial.


 
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