Un zumito


España es uno de los mayores productores de naranjas del mundo, además del principal exportador de dicha fruta. O sea, que las naranjas no escasean en nuestro país. Dicho esto, no entiendo aún por qué diablos cobran tan caro el zumo de esta fruta en los bares, llegando en muchos sitios de la ciudad a pedir más de dos euros por el líquido extraído de dos naranjas. Es decir, muchos cobran el zumo más caro de lo que puede costar un kilo entero. Por supuesto, no es la mano de obra la que encarece el producto: casi no hay bar que no tenga su máquina exprimidora que corta y exprime las naranjas sin mayor dificultad que apretar un botoncito. En definitiva, si tomar un zumo de esta fruta supone un lujo en la mayoría de bares es porque hay gente dispuesta a pagar por dicho producto como si efectivamente fuera un lujo. Con lo que queda claro que la ley de la oferta y la demanda pone la fijación de precios en manos de cretinos que jamás se han tomado un zumo de naranja como es debido y que creen correcto pagar fortunas por un vasito medio lleno. Por si a alguien le interesa, la versión a la Jaime de un zumo de naranja como es debido se hace con al menos dos naranjas, un pomelo y un limón. Y nada de azúcar.


 
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Villa, corte y sede


Algunos madrileños desconfiados temen que los catalanes no apoyemos la candidatura olímpica de la capital del reino. Estos hombres de poca fe nos piden el mismo ilusionado apoyo que (se supone) dieron a Barcelona cuando la ciudad optaba a ser sede de los Juegos en 1992. Pero yo no sé si apoyar a los madrileños entusiastas o a los escépticos, que también los habrá. Lo digo por una cuestión de solidaridad. Nosotros ya sufrimos una boda principesca que nos permitió salir en portada del Hola y unos Juegos Farmacéuticos que nos dejaron la ciudad estupenda y trajeron a las Ramblas a un montón de turistas. Pero advierto de que todo eso es un coñazo insufrible: no sé si mereció la pena pagar un precio tan alto, aunque supongo que los vecinos de la Vila Olímpica no estarán de acuerdo conmigo. En todo caso, me permito recordarles a los madrileños que tienen por delante, como mínimo, ocho años de oír hablar de las olimpiadas y de sufrir más obras de las habituales, que en su caso no son pocas. Y todo acompañado de un entusiasmo mediático sin fisuras que culminará en la ceremonia de clausura, cuando muchos se crean aquello de que "estos han sido los mejores juegos de la historia", como ocurre cada cuatro años en cada ciudad olímpica cuando se repiten las mismas palabras. Es más, incluso las leerán en algún periódico doce años después, sin que nadie se sonroje por el hecho de que hayan existido tantos "mejores juegos de la historia". Otro factor de riesgo para la capital es que tienen de alcalde a Alberto Ruiz-Gallardón, un tipo que no tiene nada que envidiar a Pasqual Maragall. Es decir, que si la cosa sale bien, que nadie se extrañe si Madrid acoge el quinto Fórum Universal de las Culturas en el 2020. En definitiva, opto por la prudencia: sólo faltaría que mostrara un apoyo cívico e ilusionado y que encima me lo acabaran echando en cara.


 
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Justo lo que quería


No sé si es por casualidad o debido a las costumbres amatorias de la generación de nuestros padres, pero el caso es que en mi grupo de amigos casi todos hemos nacido entre abril y agosto, sufriendo el pegajoso calor de Barcelona nada más venir al mundo. Es decir, que llevo ya algunas semanas de cena de cumpleaños en cena de cumpleaños y, lo que es peor, devanándome los sesos para encontrar regalos que sean lo suficientemente dignos como para que mis amigos puedan al menos seguir mirándome a la cara. El caso es que justamente hace poco leía lo que Theodor W. Adorno escribió en Minima Moralia acerca de los regalos. Adorno explica que "el regalo privado se ha rebajado a una función social que se ejecuta con ánimo contrario, con una detenida observación del presupuesto asignado, con una estimación escéptica del otro y con el mínimo esfuerzo posible". "La decadencia del regalar -sigue el filósofo- se observa en el triste invento de los artículos de regalo, ya creados contando con que no se sabe qué regalar, porque en el fondo no se quiere". Y termina criticando aquello del "si prefieres otra cosa, lo puedes cambiar", que para Adorno viene a ser un "aquí tienes tu baratija, haz con ella lo que quieras si no te gusta, a mí me da lo mismo, cámbiala por otra cosa". Creo que al pobre hombre le hubiera dado un síncope si hubiera llegado a ver estos horribles vales regalo por 20 o 50 euros que ofrecen en sitios como el Corte Inglés o Zara. Para acabar de rematar este alentador panorama, llega Quim Monzó y se queja en el Magazine de La Vanguardia de los regalos que "se hacen por compromiso, para cubrir el expediente. Lo último que se valora es que al regalado le puedan o no gustar". De todas formas, y a pesar de Adorno y de Monzó, no acabo de ver claro que los peores regalos sean los que se hacen por puro compromiso o sin ganas. Hay gente que con todo el cariño y la buena intención del mundo regala libros de Coelho o ropa que a los payasos de Micolor les parecería algo atrevida. Por no hablar de los que todos hemos tenido que hacer en el colegio para los días del padre y de la madre. Esos poemas redactados entre treinta alumnos, esos ceniceros con forma de huevo frito o esas absurdas flores de papel. En definitiva, prefiero un regalo horrible hecho sólo para salir del paso que uno de estos regalos bienintencionados. Si a uno le regalan algo espantoso y se sabe que es por compromiso, siempre puede esconderlo en el armario. Pero si se lo regalan con todo el cariño del mundo (y eso, por desgracia, se nota), sólo hay dos opciones: o sufrir el regalo, o esconderlo y sufrir a cambio los remordimientos de conciencia que le recuerdan a uno que es un desagradecido. Visto el panorama, igual me decanto por hacer algo que comenta el propio Monzó: regalar algo espantoso adrede, sólo para ver cuánto tarda el obsequiado "en esconderlo y fingir que se ha roto".


 
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Nudistas urbanos


No tengo nada en contra del nudismo. Sin ir más lejos, yo mismo llevo años sin comprarme un pijama. Y me parece muy bien que, como recuerda una de las miles de asociaciones catalanas, no haya ninguna ley que prohíba ir con todo al aire por la calle. Es más, me parece especialmente divertido que uno de estos asociados diga que "la ropa me agobia, me aprieta, no puedo ir con ella", que es lo que nos pasa al conseller en cap y a mí con las corbatas. De todas formas, no creo que las prevenciones en contra de esta especie de naturismo urbano sean absurdas. No hay más que imaginarse un vagón de metro a las ocho de la mañana: a ver quién se pone al lado del gordito peludo. Por otro lado, si el tema prospera y se pone de moda, pocos conferenciantes podrán recurrir a imaginarse en paños menores a su público, teniendo en cuenta que poner en paños menores sería cubrir las vergüenzas. Habría que imaginar al público sin piel. Y aunque en la foto del diario dos de los nudistas salen descalzos, creo que no sería buena idea ir de bares sin zapatos. Sobre todo por aquello de pisar según qué suelos de según qué baños. Y eso por no hablar de si esta gente se viste en diciembre y enero o si eso significaría claudicar ante la opresora sociedad textil. Por cierto, ¿dónde llevarán la cartera? De todas formas, por lo que parece, lo que quieren los miembros de esta asociación sólo es poder salir desnudos de vez en cuando sin que un guardia les pare. O que, en todo caso, les pare para invitarles a tomar algo. En fin, no creo que vayan a las rebajas en bolas, pero a lo mejor sí a pasear por las Ramblas. Ahí incluso puede que se sacaran algunas monedillas haciéndose fotos con los turistas. En fin, que si hay gente que tiene ganas de salir de casa en pelota picada, yo no soy quién para decirles que eso es una vergüenza o, mejor dicho, una desvergüenza. Porque no lo es. Es una tontería y una incomodidad, pero hay cosas más ridículas, como las sardanas o los libros de Aznar, y nadie dice nada.


 
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El rey de la carretera


Aberron explica en su divertidísimo Fogonazos que el rey Carlos Gustavo de Suecia y su hijo, el príncipe Carlos Felipe, se echaron una carrerita por la autopista con sus deportivos. Al parecer, el monarca y el primogénito podrían haber alcanzado los 150 o 160 kilómetros por hora. La noticia no especifica quién ganó. De lo que no cabe duda es de que en Suecia respetan los límites de velocidad. En el sur de Europa también los respetamos, pero a la inversa: no hay quien baje de 120. Es más, le recomiendo al monarca sueco que coja su deportivo, se meta en el carril de la izquierda de la AP-7 y lo ponga a 150. A ver lo que tardan los demás no ya en alcanzarle, sino en hacerle luces para que haga el favor de apartarse de su carril. Este carril suele ser el favorito de los llamados conductores suicidas, que de suicidas no tienen nada. Un conductor suicida coge y se tira con el coche por un barranco. Los demás son asesinos. Como mínimo en potencia. Esto de los reyes suecos también me recuerda a eso que se dice de que el rey sale de vez en cuando en moto y sin escolta. Y que además va muy rápido. Hay al menos dos leyendas urbanas al respecto. Una cuenta que un matrimonio de vacaciones en Mallorca tiene una avería con el coche y se para un motorista para echarles una mano. El motorista se quita el casco y resulta ser, oh, el rey. Quien, por supuesto, sabe mucho de mecánica y con una llave inglesa y un poco de aceite soluciona el problema. La otra dice que un par de guardias civiles paran a un motero por ir demasiado deprisa. Cuando el motero se quita el casco resulta ser el rey y jajajá cómo le vamos a poner una multa, siga usted haciendo lo que nadie más tiene derecho a hacer. Y es que nuestro rey, como el sueco, tiene inmunidad. Cosas de la sangre azul.


 
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