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abril |
¿Y los niños? ¿Es que nadie piensa en los niños?
Para comenzar, aclaro que no tengo nada en contra de los zurdos. Es más, algunos de mis amigos lo son. Ahora, es innegable que ser zurdo es una desventaja: tienen problemas con las tijeras, con los cambios de marcha, con los cubiertos, con los pupitres, con las plumas estilográficas. Con casi todo. También hay que recordar que el lado dominante del cerebro de los zurdos es el derecho, y no el izquierdo como en el caso de las personas normales. Por tanto, ser zurdo es al fin y al cabo una malformación. Esto no quiere decir que los zurdos sean inferiores a los demás. Sólo que tienen una deficiencia que hay que comprender y compadecer. De todas formas, una cosa es ser tolerante -y yo lo soy como el que más- y otra bien distinta celebrar y fomentar lo que no es más que una tara. Puede que sea cierto que algunos zurdos consiguen cuanto se proponen -sólo hay que pensar en Bill Clinton, presidente de Estados Unidos-, pero no hay que olvidar que tienen una inclinación hacia lo siniestro, como la propia etimología indica -sólo hay que pensar en Bill Clinton, acosador sexual de Estados Unidos. Y es que hay que tener presente que sus problemas de adaptación no son culpa solamente de no poder utilizar como es debido algunas herramientas. No es casualidad que lo bueno se asocie a la derecha: los partidos conservadores, ser diestro en cualquier actividad, o el Derecho (las leyes), por ejemplo. Y al revés, lo malo se asocia a la izquierda: el comunismo, lo siniestro, esa hipócrita perfidia que consiste en tener mano izquierda. En definitiva, vivir en un mundo pensado por y para diestros no es fácil. Hace falta mucha fuerza de voluntad para no sentir resentimiento hacia una sociedad en la que uno no se siente aceptado. Sobre todo cuando el resentimiento a esa persona le viene por naturaleza. Esta tendencia sin duda puede corregirse si se sitúa al zurdo en un clima sano. Por eso estoy en contra de que los zurdos se casen entre ellos. Como mucho, los matrimonios han de ser mixtos. El amor es ciego y si un diestro se enamora de una persona que usa la mano izquierda, no hay nada que hacer aunque amigos y familia intenten evitarlo. En todo caso, el diestro ha de procurar que su pareja no se salga del buen camino. Teniendo en cuenta el más que probable origen genético de esta malformación, si este matrimonio decide procrear, tendrá que andarse con cuidado y ser consciente de las consecuencias. Pero tampoco podemos prohibírselo. A quienes sí podemos impedírselo es a los matrimonios entre zurdos. Las posibilidades de que el niño nazca con esta minusvalía son demasiado elevadas como para no tenerlas en cuenta. Por supuesto, tampoco creo que sea razonable plantearse la posibilidad de que una pareja de este tipo adopte. Simplemente porque hay que tener en cuenta los derechos del niño, persona absolutamente indefensa a la que hay que proteger con el máximo celo. Sí que es cierto que contra los genes no se puede hacer nada y que si un niño nace zurdo, no se le puede corregir. Al menos, no se le puede corregir del todo: por mucho que aprenda a escribir con la derecha, un zurdo nunca dejará de ser un zurdo. Sin embargo, no hay que olvidar que los niños necesitan unos patrones claros de conducta. Si un chico diestro ve a sus padres escribiendo con la izquierda, crecerá con la idea de que eso es lo correcto e incluso podría desarrollar la tendencia a imitarlo. Aún no hay estudios concluyentes sobre niños adoptados por padres zurdos, pero deberíamos ser extremadamente cautelosos antes de tomar una decisión tan grave y que puede afectar tanto al conjunto de la sociedad. Y es que hay que tener en cuenta que la humanidad y, por tanto, la civilización, siempre ha sido mayoritariamente diestra. Si se permite la proliferación de los zurdos sin un control adecuado, podríamos socavar los cimientos de nuestra cultura. Yo no me preocuparía excesivamente por los derechos de los zurdos. Claro que los tienen, aunque la expresión resulte paradójica. Pero no podemos permitir que entren en colisión con los derechos de la mayoría. De una mayoría que no tiene que avergonzarse por ser normal. Ah, y de los ambidextros no hablo, porque creo que lo suyo es simplemente vicio y por tanto no tiene excusa.
Ochenta y cuatro
En el metro oigo cómo una chica se queja a no sé quién de que el abuelo de una amiga "con 84 años se compra un coche de miles y miles... Yo es que no lo entiendo". A ver, yo no conozco ni a esta chica ni al abuelo en cuestión. Y no sé cuál es ese coche tan caro que se ha comprado. Es decir, desconozco los motivos por los que esta veinteañera no entiende nada. Pero, con la escasa información de la que dispongo, soy yo el que no comprende a la quejica del metro. Para empezar, cabe pensar que este señor no es millonario. Si lo fuera, nadie le echaría en cara que se gastara miles en un coche, ya que le sobrarían unos cuantos billetes. Lo que se le reprocha parece más bien que se gaste tanto dinero, aunque más o menos lo tenga, cuando está ya viviendo en el tiempo de descuento y sin pensar en que a sus hijos y nietos les quedaran unos cuantos miles de euros menos por culpa de su capricho. Este hombre nació en 1920. Igual incluso participó en la Guerra Civil. En todo caso, comenzó a trabajar en la época de la posguerra, que no fue un periodo fácil, precisamente. Quizás incluso tuvo que ir a Alemania unos años. O es probable que sea uno de los muchos andaluces, murcianos y extremeños que acabaron viniendo a trabajar a Barcelona. Pongamos que se casó en un pueblecito de Almería con su novia de siempre y se vino aquí a mediados de los cincuenta, con cuatro duros sacados de vender la mitad de sus tierras y una promesa de trabajo en la Seat de la Zona Franca, donde se había colocado y bien colocado digamos que su hermano o un primo. Tuvo tres hijos. Dos chicos y una chica. El mayor nació en 1946 y la pequeña, en 1955, cuando nadie la esperaba. A finales de los sesenta y ya de encargado, se permitía el pequeño lujo de bajar cada verano al pueblo, en un Seat 850 lleno de niños y maletas. Hasta que, claro, los hijos se hicieron mayores y preferían quedarse en Barcelona con sus amigos. Algún verano alquilaron un apartamento, por ejemplo, en Playa de Aro, cosa que a los hijos les gustó más. Durante un tiempo incluso estuvieron ahorrando para comprarse un piso allí, hasta que, casi sin que se dieran cuenta, el pueblecito se llenó de turistas, hoteles feos y salones recreativos. Dejó de ser lo que les gustaba. De todas formas, tampoco estaban para mucho ahorro, ya que los hijos cada vez pedían más. Parecía que tuvieran un agujero en el bolsillo, parece mentira, cuando él, en sus tiempos, con el dinero que les daba para todo el fin de semana, iba al cine seis meses seguidos y aún le sobraba para una camisa nueva. Los dos hijos mayores entraron en la universidad. Los primeros de la familia. Pidieron una beca, pero no se la concedieron. Lo malo era que a la niña también se le daban bien los estudios y en unos pocos años aún habría más gastos. Qué pena no haber tenido ningún niño tonto que ya estuviera trabajando y aportando algo a la familia. Primero pidió un crédito. Luego vendió algunas de las tierras que le quedan en el pueblo. Se resistía a vender el cortijo de sus padres, pero como los niños ya no bajaban nunca al pueblo y él y su mujer hacía como cinco años que tampoco iban por allí, acabó vendiendo esa casa. Mejor eso que meter mano a los ahorros, que nunca se sabe cuándo se va a necesitar dinero fresco. Ya dormirían en casa de una tía suya, que tenía más de setenta años, pero estaba más fresca que una lechuga. En segundo, el mediano dejó la carrera y se puso a trabajar. Dos meses después, también dejó el trabajo e insistió en que quería ser actor. Un año más tarde su padre ya le había colocado en la fábrica y le había prestado algo de dinero para que pudiera casarse y comprarse un piso. Dinero que ni el hijo devolvió ni el padre reclamó. Por cierto, el chico tampoco es que se muriera de ganas por casarse, pero es que a su novia se le empezaba a notar ya el bombo y los casi suegros insistían en que hiciera lo que debía hacer. El mayor acabó Económicas y se colocó rápido. Daba parte de su sueldo a casa, con lo que el padre, que ya tenía una edad, pudo dejar de hacer horas extra. A la pequeña sólo la querían contratar de secretaria, a pesar de que era abogada. Acabó trabajando en el bufete de una famosa feminista que a su padre le ponía de los nervios cuando salía por la tele. A su madre no le acababa de gustar eso de que una mujer trabajara. ¿Qué harás cuando te cases, niña?, le preguntaba, recibiendo gruñidos a modo de respuesta. Y eso fue lo malo, que para colmo se casó con un francés y se marchó a vivir a París, aunque todas las Navidades volvía a Barcelona. El último en irse de casa fue curiosamente el mayor, que se casó con una vecina cuando calculó que ya había ahorrado lo suficiente. El viejo 131 Supermirafiori del padre no tiraba muy bien, le fallaba el embrague y perdía aceite. Creía que el sustituto del 850 le aguantaría más. Lo cierto es que ya no le parecía tan elegante como cuando lo compró, pero en fin, eso era normal. Si algo tienen los coches es que se hacen viejos más deprisa que las demás cosas. Él siempre quiso un Mercedes. Vio uno de cerca por primera vez cuando entró a trabajar en la Seat. El de su jefe. Le pareció curioso que el director general de la fábrica tuviera un coche de otra marca, pero eso no quitaba que el auto fuera una maravilla. Grande, con asientos de cuero, un volante al que había que hablar de usted y un motor que sonaba como si funcionara con billetes de duro y no con gasolina. La verdad, entonces, unos cuantos años más tarde, tenía dinero para comprarse un Mercedes. Bueno, uno de los sencillos. Tenía más que suficiente con lo que había ahorrado al no haberse comprado el apartamento en Playa de Aro, aunque quizás fuera mejor pedir un pequeño préstamo para no gastarlo todo de golpe. De todas formas, su mujer le convenció de que no tirara tanto dinero en una lata con cuatro ruedas. -Total, tú estás a punto de jubilarte y para lo que lo vamos a usar... -Bueno, pero podemos permitírnoslo. -Hay que guardar algo, por si acaso. Y para los hijos. -Sí, supongo que tienes razón. Se compró un Volkswagen Passat gris. De segunda mano, pero con sólo tres añitos. Diésel. El coche le gustaba. Mucho. Y le funcionaba muy bien. Hasta que hace poco tuvo una avería. Le pedían más de tres mil euros por repararla. -Es que cuando hay problemas de motor, la cosa siempre sube –le explicó el mecánico. Su hijo el mayor le recomendó que se comprara uno pequeño, de segunda mano. -Mi mujer tiene un Punto que le va genial. Y si es sólo para vosotros dos, no lo necesitáis más grande. Su hija, por teléfono, le aconsejó que usara el metro. -Estáis mayores ya, para el coche. Y en metro se va comodísimo. El mediano estaba demasiado ocupado con su segundo divorcio como para recomendarle nada a nadie. Él seguía pensando en el Mercedes. Su mujer seguía pensando que era mucho gasto. -Para lo que nos queda... Pero él quería el coche justamente para lo que les quedaba. Al final se lo acabó comprando. Total, si dinero les iba a sobrar, de todas formas. Al mayor le pareció un gasto estúpido. La niña opinaba que su padre estaba mayor para conducir. El mediano sólo dijo que al menos no había sido él quien lo había comprado, porque ahora lo iría conduciendo alguna de sus ex. A su mujer al final no le importó. Total, para lo que les quedaba. Y a él le hacía ilusión. Además, así costaría menos animarle a que se fueran a visitar a su hija a París. A París en un Mercedes con asientos de cuero beige, acabados de madera y un volante al que hay que hablar de usted. Una hija del mediano se lo contó a una amiga, que luego lo comentaba indignada en el metro. Cómo se gasta tanto dinero un hombre de 84 años. El dinero hay que gastarlo cuando eres joven y no lo tienes. Cuando eres un viejo sólo debes gastar lo justo en unas zapatillas cómodas y en una dentadura resistente, que se quede bien pegada a las encías. Así, luego te mueres podrido de dinero y se lo dejas todo a tus hijos, para que se puedan pelear por algo.
Precaución, amigo conductor
Manuel de Pedrolo escribió una novela en la que un personaje era obsequiado con una felación mientras estaba al volante de su automóvil. Jaume Fuster observó al respecto que se notaba que Pedrolo no conducía. Si Fuster tenía razón, hay que creer que Stephen King fue más realista al describir un episodio similar en uno de sus libros. El protagonista de Thinner también disfruta de caricias orales mientras está conduciendo. Se trata además de la primera vez que su mujer se decide a practicar esta técnica amatoria. En consecuencia, el atribulado conductor acaba atropellando a un ancianita, tras lo que el viudo le echa una maldición gitana de mucho cuidado. Sí, bueno, no es una de las mejores novelas de King. Otro indicio que ayudaría a demostrar que Pedrolo no cogió un coche en su vida: Friedrich Wilhem Murnau, el director de Nosferatu, murió en 1931 a consecuencia de un accidente de tráfico. Kenneth Anger recoge en su Hollywood Babilonia un rumor que corrió por entonces. Al parecer, Murnau estaría haciendo la O con el canuto de su joven chófer de 14 años. En definitiva, y a pesar de Pedrolo, si de esto, no conduzcas.
El complot de la sardina
No le falta razón a José cuando explica que no sería necesario enriquecer los alimentos si no los hubieran empobrecido previamente. Además, hay más de un enriquecimiento que resulta como mínimo curioso. Como esa leche a la que le añaden omega 3. El ácido graso omega 3 se extrae del pescado. Es más, huele a pescado, por lo que hay que tratarlo antes de echarlo a la leche, ya que nadie bebería zumo de vaca con olor a sardina. Lo que no entiendo es por qué casi nadie se come la sardina y la leche por separado. Al fin y al cabo, beber esos cartones es como agarrar una sardina y usarla como galleta, es decir, mojándola primero en la leche. Antes de que alguien me acuse de defensor de lo natural o de alguna otra cosa horrible por el estilo, aclararé que no me choca esto de la leche con atún porque se trate de algo artificial. Simplemente me resulta desagradable e innecesario. Nada más. De hecho, no creo que lo artificial sea malo, ya que no hacemos casi nada que sea natural y que no requiera de nuestra manipulación. Ni siquiera la agricultura o la ganadería: al fin y al cabo, las vacas no expulsarían la leche en botellas por voluntad propia. Siguiendo con Puleva, aunque dejando las espinas de lado, me llama la atención el cartel que anuncia esta leche. El lema publicitario dice que "el 50% de la población tiene el colesterol alto y no lo sabe". La pregunta es cómo lo sabe la gente de Puleva. Alguno me dirá que no lo sabe y que sólo lo supone porque le interesa suponerlo, pero me temo que en realidad se trata de un complot para hacernos comprar sus productos enriquecidos con sardina. Me explico: los jefazos de Puleva saben que la mitad de nosotros tiene el colesterol alto porque han sobornado a los médicos para que nos mientan acerca de nuestro estado de salud. Además, ¿no habéis sentido jamás un pinchacito sin saber a qué se debía? La próxima vez fijaos mejor en la gente que os rodea, porque lo que ha ocurrido es que os ha extraído sangre uno de los habilidosos analistas de Puleva.
Lloret 2004
No entiendo esa manía que tienen algunos de creer que el deporte es sano. A ver, cuando uno corre varios kilómetros -en mi caso, varios metros-, juega un partido de fútbol o se marca unos largos de piscina, ¿cómo acaba? Cansado, sudado y, en el peor de los casos, lesionado. Para los deportistas de élite es peor: el entrenamiento excesivo y el dopaje les dejan hechos trizas a los cuarenta. En cambio, y por contraponer el deporte a otra actividad mucho más saludable, de una buena siesta o de las imprescindibles ocho -en mi caso, diez- horas de sueño, uno sale fresco, renovado y con ganas de tomarse un buen café, síntomas todos ellos de tener el cuerpo en perfectas condiciones. Es más, no conozco a nadie que se haya roto una pierna tumbado en el sofá. Aunque nunca se sabe, claro. Esto de la salud y el deporte tiene mucho que ver con las palabras de la Consellera de Interior Montserrat Tura, que se ha quejado del turismo de borrachera al que son tan aficionados los visitantes de Lloret de Mar. Visitantes internacionales y también patrios, que no son ingleses todos los que se hinchan a tragar cerveza en la costa catalana. Respecto a las declaraciones de Tura, muchos critican que lo haya centrado todo en Lloret, como si fuera el único sitio donde los jóvenes -y los que creen que siguen siendo jóvenes- van a drogarse con sustancias legales o ilegales. Esta gente tiene razón. La consellera podría haber mencionado otras poblaciones con problemas semejantes, como Salou o, no sé, Atenas, magnífica ciudad que este verano ha sido ocupada por miles de jovenzuelos en calzones que no hacen más que drogarse para correr más deprisa, dando vueltas y llegando así al mismo sitio del que salieron, ya me dirás tú qué pérdida de tiempo. Al menos los de Lloret de Mar se están quietos o se tambalean suavemente, siempre que no les persiga la policía. Comprendo que Atenas se sale de lo que son las competencias de nuestro gobierno, pero creo que esto de las drogas y el turismo debería tratarse a nivel como mínimo europeo, sin ceñirse sólo a Lloret y al alcohol. Hay mucho inconsciente por ahí echando a perder su salud.