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Sobras
Como cada Navidad, dejo el blog para dedicarme a mi verdadera vocación: encender y apagar la iluminación navideña de Barcelona. No me miréis así, alguien tiene que hacerlo. Como os habéis portado fatal, en lugar de regalos os dejo carbón. Cuatro textos que jamás llegué a colgar en esta página por varios cientos de razones. Sí, son como las sobras que antes de esta época de opulencia servían para rellenar los canelones del día de San Esteban. En fin, os deseo a todos una muy feliz fiesta laica de finales de diciembre.
Olvídate de mí Federico Jiménez Losantos está enamorado de Felipe González. Por eso le cita cada dos por tres. Y por eso le tiene tanta manía. Es el habitual resentimiento de un amante despechado. Creo que además sospecha que FG le ha dejado por Polanco. O igual en realidad a quien quiere es al amo de Prisa. O a ambos.
Esto lo arreglaba yo fácil fácil Hay al menos dos temas sobre los que una inmensa mayoría manifiesta tener un conocimiento casi absoluto: el sistema educativo y el sistema penal. El diagnóstico de casi todo el mundo es siempre el mismo: ambos sistemas están tan mal que ni siquiera pueden ser llamados sistemas. E incluso esos adjetivos (educativo, penal) son poco menos que un sarcasmo. Pero sus críticas son siempre constructivas. Porque todos tienen las mejores ideas para arreglar el desaguisado en cuestión. No dudan a la hora de quitar y poner asignaturas (sobre todo poner), y de restar y sumar condenas (sobre todo sumar).
¡Cuidado! ¡Lleva pistachos! Oído en la radio: "Nuevamente las armas fueron las protagonistas de un tiroteo". Ah, el día en que los cacahuetes sean protagonistas de un tiroteo.
Cosas que no se deben hacer en ningún caso
Cobardes y egoístas
Se acerca Navidad y, con las fiestas, las conversaciones acerca de qué haría cada uno si le tocaran unos milloncejos en la lotería. Me llama especialmente la atención aquello que dicen algunos de que si les tocara el gordo, al día siguiente irían a trabajar. A las nueve de la mañana en la oficina, como un clavo. Bueno, igual algo más tarde, que seguramente habría cena y copichuelas para celebrarlo. Lo curioso es que quienes dicen esto no suelen ser personas que disfruten y se apasionen con lo que hacen durante al menos ocho horas al día. Es más, se trata de gente que pasa más tiempo del debido en el bar, le endosa el trabajo a otro, ve cómo se pudren montañas de papeles sobre su mesa o se inventa enfermedades para no ir a trabajar seis o siete viernes al año y algún que otro lunes. Como es natural y después de oír cómo uno de estos tipos asegura que ni unos cuantos millones de euros podrían evitar que se acercara por la oficina, uno ha de preguntarles por qué. La respuesta es casi siempre la misma: "Hombre, es que en casa me aburriría". Claro, es que en casa tendría que dedicarse algo de tiempo a sí mismo, a su familia, a sus amigos. No podría decir, por ejemplo, que no tiene tiempo para leer esos libros que siempre asegura que hojeará cuando tenga la oportunidad. Tampoco tendría excusa para no irse de viaje, para no limpiar el coche, para ahorrarse la visita a un museo o para no dormir nueve o diez horas diarias. Esto último no es poco importante, ya que eso de "estoy agotado, ayer dormí poco y mal" sirve justamente como excusa para casi todo. Total, que a esta gente ya le va bien ir al trabajo: así se evita tanto trabajar como vivir. Qué mejor que pasar los días en un eterno coma de cortados y correos electrónicos. De estos que se reenvían, claro, no sea que haya que escribir alguna cosa. Y la pena es que estos elementos no van tan desencaminados. Al fin y al cabo, prefieren tomar un café en compañía de tres o cuatro compañeros -personas al fin y al cabo-, que moverse entre papeleo, programación, ladrillos o lo que sea que hagan. También valoran la posibilidad de simular una gripe por teléfono para alargar el fin de semana, o de quedarse dormidos adrede y presentarse en la oficina una horita tarde. Sólo les falta algo más de valentía para atreverse a estar consigo mismos, para aburrirse y disfrutarlo. Entonces sí, si les tocara la lotería, el jefe no les volvía a ver ni en foto. Tampoco hay que olvidar otra manía absurda con respecto al dinero y que tiene su importancia en este tema: la creencia de que sienta mejor gastar lo que uno se ha ganado que lo que a uno le han regalado. Absurdo: no hay por qué sentirse culpable por el hecho de vivir de lo que a uno le ha tocado en la lotería. O de lo que ha heredado de un lejano, solitario y millonario pariente. Y es que al fin y al cabo se le hace un gran favor a la sociedad cuando se vive de rentas. Quien se retira voluntariamente de la vida llamada activa está cediendo su puesto de trabajo a otro que lo necesita. También, por el mero hecho de ir gastando e invirtiendo sabiamente unos millones, se contribuye al incremento del consumo y, por tanto, a la creación de puestos de empleo y de riqueza. Con lo que llegamos a la conclusión de que quien gana la lotería y va a trabajar al día siguiente no es más que un cobarde que no piensa en sí mismo y un egoísta que no piensa en los demás.
Acerca de los paseos. Algunos ejemplos
La mayoría de la gente que va caminando por la ciudad no pasea, sino que se desplaza. Incluso aunque crea y afirme estar paseando. Es decir, va de un punto a otro. Viene de un sitio y va a otra parte, donde se detendrá y hará lo que tenga que hacer. Y eso no es pasear. No tengo nada en contra de los desplazamientos. Son absolutamente imprescindibles. Si uno no se desplaza, no llega a ningún sitio. Y es importante llegar a los sitios. Si no, seríamos plantas. Pasear es otra cosa: caminar sin rumbo fijo. Evidentemente, se comienza en un punto y se acaba en otro, pero el destino se desconoce. Se puede intuir, incluso a medio camino se puede decidir. Pero en todo caso no se trata de un "oye, vamos a tal sitio que tengo que hacer tal cosa", sino, como mucho y en el peor de los casos, de un "oye, ya que estamos aquí, vamos a tal sitio que igual puedo hacer tal cosa". Los paseos siempre se han menospreciado. Se consideran una actividad de viejos o de enamorados. A los viejos y a los enamorados también se les menosprecia, pero a veces con razón. En cambio, despreciar los paseos es siempre injusto. El escritor y caminante Josep Maria Espinàs decía en una entrevista que él no le da tanta importancia a la literatura, que para él sí que es importante porque es escritor, pero afirmaba ser consciente de que escribir no es más fundamental que la biología o que pasear. Con su habitual modestia nada forzada, Espinàs le quitaba hierro a sus textos y, ya de paso, a todos los textos. Sin embargo, creo que en realidad con esas palabras no rebajaba la literatura, sino que incorporaba los paseos a esa posición de actividad privilegiada. Porque dudo mucho que el ejemplo fuera casual. Sobre todo tratándose de una persona que sabe tanto de caminar y de pasear, como atestiguan sus libros y sus artículos. Es decir, pasear es tan importante como escribir. O como la biología. O como dormir. O como respirar. De hecho, pasear es una forma de oxigenarse. No voy a hacer una tipología del paseo. Al fin y al cabo, cada uno pasea como quiere. A veces, como puede. Pero sí que pondré algunos ejemplos con sus correspondientes indicaciones. A título personal y sin intenciones ni siquiera orientativas. Tan sólo para dejar constancia de que pasear es una de las actividades que han hecho más bien por la civilización desde antes incluso de Aristóteles. Se puede pasear solo. Uno simplemente camina, preferiblemente bajo esa luz de media mañana que le sienta tan bien a Barcelona. En estos casos, lo mejor es mirar hacia arriba. Los techos, los áticos, las copas de los árboles. Es un tipo de paseo ideal para fabricar cosmovisiones y respuestas completas y satisfactorias a la pregunta por el sentido de la vida. Es recomendable olvidar las conclusiones una vez se vuelve a casa. No porque estas conclusiones no sean acertadas, que siempre lo son, sino para poder llegar a ellas de nuevo durante el siguiente paseo. Se puede pasear mientras se escucha la radio. Nada de fútbol, por favor. Ni de informativos. Música o, en todo caso, magazines. La mejor forma de pensar en temas para cuentos o artículos. En este caso, es mejor anotar esas ideas que olvidarlas, aunque tampoco es imprescindible. Con música o sin ella, conviene ir fijándose en la gente, aunque sólo sea de vez en cuando. Si se va sin auriculares, es buena idea escuchar los trozos de conversación que uno cace al vuelo. Incluso seguir más o menos disimuladamente a esas personas, si su conversación es lo suficientemente interesante, es decir, si su conversación es mera cháchara sin sentido. En estos casos, lo que se puede hacer es aprovechar este material para escribir esa gran novela sobre la Barcelona del cambio de siglo que siempre esperamos comenzar uno de estos domingos por la tarde. Por supuesto, también se puede pasear acompañado, aunque no recomiendo que esta clase de paseos se hagan con más de una persona. Para pasear hay que tener un grado de intimidad y compenetración extremos, ya que uno no puede ir corrigiendo el rumbo, al no haber rumbo que corregir. Los pasos de ambas personas han de seguir el mismo camino sin que ninguno tenga que indicarle nada al otro, al menos conscientemente. Y es que en el momento en que se escoge un camino, uno deja de pasear para desplazarse. Peligro siempre presente, pero aún más cuando el paseo lo dan dos personas: tienen el doble de posibilidades de equivocarse. Con esto queda claro que el riesgo es demasiado elevado como para intentar pasear con más de un compañero. O con niños. Por tanto, este tipo de paseos es para enamorados o casi enamorados, parejas que al menos se sientan atraídas, lo sepan o no, y estén obviamente destinadas a compartir el resto de sus vidas o, como mínimo, algunas horas en la cama. Los paseos entre dos permiten disfrutar de la compañía de la otra persona cuando a ninguno se le ocurre qué hacer o qué decir. El rutinario espectáculo de la calle puede proporcionar algún tema de conversación, pero siempre ligero y obviable. Lo que importa aquí es el contacto, en todos –o casi todos, ahora no consultaré el diccionario- los sentidos de la palabra. El contacto con uno mismo. Como cuando se escribe. El contacto con el otro. Como cuando se lee. Con lo que queda claro que el ejemplo del señor Espinàs no era casual. O no debería haberlo sido.
Pues yo quería ser astronauta
El Barça quiere fichar a un argentino de 12 años, pensando que puede ser un nuevo Maradona. Como mínimo. De entrada, la noticia tiene pinta de clásica historia de niño prodigio frustrado. Si viene a Barcelona, seguramente jugará bien en eso que llaman las categorías inferiores. Incluso puede que en el filial no lo haga mal del todo. Pero llegará al primer equipo y allí comenzarán a torcerse las cosas. No marcará goles, no le saldrán los pases y cada vez que toque el balón, lo perderá como quien pierde un paraguas. Obviamente, lo primero que hará quien sea entrenador del Barcelona, será pedir paciencia y recordar que es el jugador más joven de primera división. Pero irán pasando las semanas y el jugador seguirá sin dar pie con bola. Acabará la temporada en el banquillo. El año siguiente será peor: apenas cuatro partidos como titular, y ninguno jugado entero. Jugará cedido en otro equipo de primera, donde pasará la mitad de la temporada en blanco. Luego lo enterrarán en segunda división, donde jugará tres o cuatro años hasta que aproveche una lesión para retirarse y montar un bar. En su bar no se hablará de fútbol. Ni siquiera tendrá televisión, no sea que a alguien se le ocurra pedirle que ponga algún partido. En unos años ya nadie se acordará de él, aunque, claro, siempre habrá dos o tres clientes habituales que conocerán la historia vete tú a saber cómo y la comentarán a sus espaldas. "Ah, ¿no sabías que Erik había jugado en el Barça?" Cuando su hijo cumpla siete años, la suegra le regalará una pelota. La oficial de la liga. O del mundial. Y Erik agarrará una buena pelotera. "Ay, hijo, que quieres, el niño quería una pelota, es su cumpleaños, ¿no querrás que le compre un puzzle?" Le joderá ver esa pelota. Pero más le joderá acompañar un día a su hijo al parque de al lado de casa y ver lo mal que golpea el balón. Harto, le gritará un "así, no, joder" y, sin disimular su fastidio, le enseñará un par de trucos. Será la primera vez en diez o doce años que toca una pelota. -Papá, ¿verdad que tú jugaste en el Barça? Erik no recordará haberle dicho nada, pero, en fin, esas cosas se saben. Igual vio los recortes de prensa guardados en el fondo del armario, o quizás su mujer le había comentado alguna cosa. -Sí... Pero sólo dos años. El niño le dirá que lo ha contado en el colegio y que no le creen. -Ya te daré una foto para que la lleves. -¿Y eras bueno? Se callará unos segundos antes de contestar. -El mejor. Me trajeron de Argentina cuando tenía doce años. Pero me lesioné. No me llego a joder la rodilla y tu padre sería el segundo Maradona. No será la primera vez que lo piensa, pero sí será la primera vez que lo diga. Incluso comenzará a creérselo.
Acerca del buen uso de los espacios públicos
Hasta hace unos años, la Ronda del Mig era una especie de autopista urbana que partía en dos los barrios de Les Corts y de Sants. Después de las protestas de los vecinos, este cinturón se cubrió, con lo que Barcelona consiguió ahorrarse ruidos y ganar un paseo. Los principales beneficiados por esta rambla son los perros y los ancianos. A los perros los suelen soltar de noche. Muchos vecinos parecen creer que el paseo es un descampado, así que les quitan las correas y les lanzan pelotas para que los chuchos correteen tras ellas. Si un dóberman te salta encima porque tienes la mala suerte de que te caiga cerca una pelota de tenis remordida, en seguida se te acercará un tipo en chándal, que te asegurará que esa bestia negra con cinco filas de dientes amarillos y brillantes de saliva "no hace nada". Imagino que en realidad quiere decir que la muerte por bocado en la yugular es instantánea y uno "no siente nada". Por cierto, es curioso que mientras intenta convencerte de la mansedad de su cancerbero, el hombre tenga que usar los dos brazos y la rodilla derecha para retener a la fiera. Algún iluso se queja de vez en cuando. -¡Pero póngale la correa a ese asesino! A lo que el dueño del chucho contesta con un: "¡Ponte tú la correa al cuello!" Es lo que tienen los amigos de los animales. Los viejos son más pacíficos y salen cuando aún hay luz. Supongo que no se arriesgan a pasear de noche por miedo a los perros. Una actitud sensata que conviene imitar. No sé si la gente mayor está acostumbrada a la idea de la muerte. Es decir, nuestros abuelos siempre están con el "a mí ya no me queda nada, excepto morirme" o "estas son las últimas Navidades que paso con vosotros", pero ignoro si lo dicen sinceramente o si sólo son frases huecas. Quizás la muerte les resulta algo tan extraño como cuando tenían veinte años, y lo que dicen, lo dicen sólo porque toca. También puede que haya un poco de todo. Lo digo porque el otro día, subiendo por esa rambla, escuché cómo una señora de unos setenta años saludaba a una conocida de su misma generación. -¡Huy! ¡Pero si creí que te habías muerto! La réplica, nada ofendida, fue inmediata: -¡Pero cómo me voy a morir, si tú tienes más cara de muerta que yo! La muerte ya es para estas señoras algo cotidiano. Algo con lo que han de convivir. Han llegado a un punto en el que amigos, conocidos y familiares van cayendo como moscas. Pero eso de morir sigue siendo algo que sólo les ocurre a los demás. A no ser que ande suelto el dóberman que no hace nada.