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abril |
Entrevista con la historia. Capítulo 22: La generosidad de Benedicto XVI
El otro día estuve hablando con el Papa Benedicto XVI acerca de la polémica reforma de la ley de educación española. "Si tuviera hijos --aseguró-- yo preferiría que no aprendieran religión en el colegio. A ver, si más adelante quisieran seguir la profesión de su padre, pues estupendo, me haría mucha ilusión que continuarán con el negocio familiar. Pero lo último que querría es que se sintieran obligados". Su Santidad también reflexionó acerca de la situación en la que se encuentra el sacerdocio: "Dicen que cada vez hay menos jóvenes sacerdotes. Pero es comprensible, los jóvenes de hoy en día lo tienen complicadísimo. En mi época, uno salía del seminario, se iba a una parroquia de pueblo o de barrio y, hala, a dominar las conciencias de las mujeres casadas con los señores poderosos. Pero hoy en día... ¿Usted sabe lo que están pidiendo por una parroquia diminuta y a reformar? Fortunas. Los sacerdotes jóvenes tienen que pedir hipotecas a treinta años como mínimo. Y así no se puede levantar cabeza". "Luego está el tema de la ciencia --añadió--. Salen cuatro tipos con gafas diciendo que no saben si el universo es infinito o si tiene forma de silla de montar y ya está, ya nadie cree en Dios. Un poco de paciencia, por favor, no me maten al Señor todavía, si ni siquiera saben si hay marcianos”. De todas formas, Benedicto XVI es optimista. "Lo que ocurre es que me has pillado en mal momento, de bajón. Anoche no dormí bien y, en fin, cuando duermo poco estoy de mal humor". Como para compensar, Ratzinger recordó alguna de las ventajas del sacerdocio: "Por ejemplo, no hay deslocalización. Como mucho, misiones. Y no estamos como para despedir a nadie". Obviamente, no pude dejar de preguntarle por la Cope antes de dar por concluida la entrevista. "¿La qué?", contestó. Le agradecí el tiempo que me había dedicado y me despedí cordialmente con un apretón de manos y un par de sonoras palmadas en el hombro. Y entonces fijó en mí aquella mirada que tanto conocía de anteriores encuentros y añadió: "¿Tú no me debías veinte euros?". Confiando en la seguramente regular memoria de aquel septuagenario, contesté con un "me confunde con otro, Santidad", salí de la sala atropelladamente y me dirigí a la puerta del palacio. Pero allí me agarraron dos soldados de la Guardia Suiza, me sacudieron un par de puñetazos y me quitaron un billete de veinte de la cartera. "El Papa es generoso, pero no tonto", dijo uno de ellos mientras yo intentaba levantarme del suelo. Ya en el taxi, camino del hotel, no pude evitar sonreír. Me había salido con la mía: le debía treinta euros y no veinte. La edad no perdona.
Sin pruebas
Insisto: todo tiene una explicación lógica. Sí, de acuerdo, se vio un platillo volante en las principales ciudades del planeta, un platillo que emitía por unos altavoces un mensaje bien claro: "Rendíos, terrícolas". Pero sin duda se trataba de un truco publicitario. Un nuevo chicle o algo así. A ver si no cómo iban a conocer los extraterrestres nuestro idioma. Además, el cartel de "Marte os saluda, esclavos" resultaba poco creíble. En Marte no hay vida, aparte de quizás cuatro bacterias aburridas y enfermas. También pudo tratarse de un efecto óptico o incluso de de una alucinación colectiva. No lo digo sólo por lo de ver el platillo, sino especialmente por aquello de quienes dicen que fueron abducidos. Reconozco que a mí también me dio como, no sé, la impresión de que un rayo de luz del platillo me capturaba y me elevaba por los aires hasta hacerme entrar dentro de la nave, pero, vaya, es normal, todos estábamos muy nerviosos al ver aquello por la tele, y uno tiende a imaginar cosas raras cuando está nervioso y cansado y preocupado y etcétera. Pero, vamos, seguro que encontramos una explicación natural a todo esto. Esos seres verdes con antenas que me introdujeron aparatos metálicos por todo el cuerpo simplemente eran unos aprovechados. Es lo de la navaja de Occam. La explicación más sencilla es la que tiene más posibilidades de ser cierta. El médico ya me quitó el chip que me implantaron y que me ordenó asesinar a toda aquella gente. Se lo llevé a un amigo informático y me dijo que no conocía aquella clase de chips. Por tanto, la explicación más sencilla es que no existen ni los chips ni los marcianos. Y que yo no maté a aquellos cadáveres que seguramente ya eran cadáveres cuando yo entré en sus casas. Además, eso de que los alienígenas se fueron porque no les gustaba el sabor de nuestra carne y que incluso les sentaba mal es ridículo. Estoy convencido de que se demostrará en breve que las fotografías de marcianos vomitando por las calles son burdos montajes. Y que los gritos que se oían por las noches de "por favor, no me coma" no eran más que televisiones del barrio con el volumen muy alto. Alguna película de terror o quizás el programa de Arguiñano. Y, en fin, eso de los tentáculos con los que ahora escribo no es más que... er... el conocido efecto placebo. No son tentáculos de verdad. Son mis brazos y mis piernas de toda la vida. Pero es el efecto placebo. O sea, que yo creo, tengo la impresión, me parece que, y eso produce ciertos resultados psicosomáticos. Nada que no se cure durmiendo. Que los marcianos no existen, hombre. Que no hay ninguna evidencia al respecto.
Acerca de las ventajas de vivir en el campo
A: A mí me encanta vivir en Viscalesmates. B: Aham. A: Total, tengo Barcelona a cuarenta y dos minutos en tren, y pasa un tren cada dos horas y media, nada menos. B: Sí, bueno, casi como el metro... A: Y luego el ruido de Barcelona. Barcelona es TAN ruidosa. Y la gente va corriendo a todas partes. Unas prisas... B: Sí, de hecho, llego tarde, así que si me discu... A: Y la polución es espantosa. ¿Cuánto hace que no ves las estrellas? ¿Eh? ¿Cuánto? B: No sé... A: Dímelo, ¿cuánto hace? ¿CUÁNTO? ¡¿CUÁNTO?! ¡¿CUÁNTO, CABRONAZO, CUÁNTO?! B: A mí las estrellas tampoco es que... A: Yo las veo cada noche. Además, por lo que cuesta un piso de cincuenta metros cuadrados en Barcelona, yo me he comprado una casa de tres pisos, con jardín, piscina y garaje para dos coches, además de tres perros, dos caballos y un todoterreno. B: Sí, los pisos en Barc... A: Nada, nada, dónde la calma del pueblo que se quite el ruido de la ciudad. Ya lo decía el poeta: feliz el que del mundanal ruido se... El que del mundanal ruido se levanta, mojado... No... Bueno, no me acuerdo, pero un sabio, ese tipo. Por algo era poeta. B: Calma hay, sí... A: Y tenemos de todo, ¿eh? Que hay un Carrefour a treinta kilómetros y el año que viene ponen ahí unos multicines. Y la tele se ve casi sin interferencias. B: Eso está bien. A: Total, si Barcelona la tengo al lado, a nada. Bajo en un momento con el coche. Entre que aparco y eso, en menos de una horita estoy en cualquier restaurante. B: Qué bien, sí. A: Yo siempre digo que Barcelona la tengo ahí para cuando quiera. ¿No? ¿No? ¿No dices nada? ¿No? B: No, sólo pensaba... A: ¿Qué? ¿Di? ¿También prefieres vivir en un pueblo? Todo el mundo lo prefiere. No serás un tipo raro, ¿no? Uno de esos hijos de puta que prefieren respirar la mierda de la polución al aire puro y limpio del campo. B: No, sólo pensaba que yo también tengo ahí para lo que quiera la mierda de pueblo en la vives. Y hasta ahora, cosas de la vida, eso ha sido NUNCA. Pero, vaya, no quiero decir nada con eso, sólo que si tuviera que irme a vivir a ese pueblo o a otro similar me pegaba un tiro en la estación de tren, mientras esperaba a que llegara el ovejero de turno. Pero, oye, que vivir fuera de la ciudad está muy bien. Sobre todo si eres una vaca. Y me hablas de estrellas. A ver si te das cuenta: a nadie le importan las estrellas. Ni a los putos astronautas. Y ahora, déjame salir de este ascensor, que no te conozco de nada, me está dando un mal rollo que te cagas y además me esperan. A: Hala, venga, lárgate, corre, que no sabes ni adónde vas. ¡Urbanita! ¡Estresao! Así te dé un infarto. No, si de verdad, en las ciudades hay muy mal ambiente. Todo el mundo siempre enfadado y cerrado en sí mismo. En cambio, en los pueblos, todos amigos y nos saludamos y qué tal Josep, pues tirando, María...
Así no se puede
La señora va y me pregunta que a qué altura se encuentra la calle Mallorca. Y luego cuando esté con sus amigas hinchándose a suizos dirá que si la juventud esto que si la juventud lo otro. Pero ella, incapaz de consultar la guía antes de salir de casa. Venga, a lo loco, que sea lo que Dios quiera y si aparezco en Túnez, que me quiten lo bailao. Si remarco lo de jubilada no es porque tenga algo en contra de los pensionistas, al contrario, qué más quisiera yo que ser pensionista. Lo digo para recordar que aquella mujer no tenía la excusa de las prisas y el estrés. Todo el día en casa, viendo el programa de Ana Rosa Quintana y quejándose de todo, que es lo único que hacen los viejos, ver la tele y quejarse. Digo yo que entre protesta y protesta acerca de lo espantosa que es la ropa de hoy en día y lo maleducados que son los taxistas, bien podría haber arañado medio minuto para abrir el callejero y buscar la calle a la que quería ir. Pero no. Qué inconsciente. Pero qué inconsciente. Y si se pierde, luego todos a pagar con nuestros impuestos los sueldos de los agentes de policía destinados a su búsqueda, agentes que desperdiciarían el tiempo con aquella mujer en lugar de resolver crueles asesinatos y de desmantelar redes de narcotraficantes. Para que le sirviera de escarmiento y aprendiera a comportarse como una ciudadana de provecho, la envié en dirección contraria. Supongo que al llegar a la plaza Cataluña se daría cuenta de su error y haría examen de sus faltas y propósito de enmienda. Eso, o seguiría caminando Ramblas abajo hasta llegar al puerto. La vieja, algo desorientada, volvería a preguntar por la calle Mallorca, con tan mala fortuna de dar con alguien duro de oído. Porque ése es uno de los peligros de preguntar direcciones por la calle en lugar de consultar las seguras guías: preguntar a un sordo. La señora, siguiendo las instrucciones del sordo en cuestión, saltaría al agua y llegaría a nado a Mallorca, que no es sólo calle, sino también y como algunos saben, isla balear. Y que no se queje: peor hubiera sido preguntar por Berlín, Puerto Príncipe o Nicaragua.
¿Por dónde andas?
Odio que al hablar por el móvil me pregunten dónde estoy. De hecho, odio hablar por teléfono, así que quienes me llaman ya tienen bastante suerte con el honor que les hago al contestar, en lugar de tirar el móvil a la alcantarilla como hice con el otro. Bueno, en realidad se me cayó. Es igual, el caso es que me da especial rabia cuando me llama mi madre para pedirme un favor. Porque es lo primero que dice. ¿Dónde estás? Como si desconfiara de mí y ya de entrada quisiera quitarme una excusa. Desconfía. De mí. Mi propia madre. De mí. Si soy uno de los tipos más serviciales de toda la nación catalana y alrededores. Es más, mis amigas me llaman Jeeves. I endeavour to give satisfaction. El caso es que la pregunta me repatea tanto el hígado que a mi pobre madre le contesto como se merece: con otra pregunta. Con lo que nuestras conversaciones parecen sacadas de una película de mafiosos. --Diga. --¿Dónde estás? --¿Por qué quieres saberlo? --Soy tu madre, ¿recuerdas? Igual sólo me preocupo por ti. --Es posible. Pero entonces ¿por qué no preguntas "cómo" me encuentro y no "dónde" me encuentro? --A veces el dónde dice más que el cómo. Ahora mismo arde un edificio en el centro. ¿Estás en el centro? --¿En el centro de dónde? --Ya sabes de qué hablo. --No, no lo sé. Refréscame la memoria. --Muy bien, señorito, como no traigas una barra de pan cuando vuelvas a casa, haré realidad el mayor deseo de tu padre. --No quiero saberlo. --Pues te lo voy a decir ahora mismo: que un día regreses y te encuentres con la cerradura cambiada y las maletas en la puerta. Que ya tienes una edad. --Huy, me viene fatal. Estoy... Estoy en el centro... Ayudando a los bomberos... Hay un edificio en llamas y van cortos de personal. --Una de cuarto. --Una de cuarto.