Por nuestra seguridad


Las medidas que por nuestra seguridad están implantando los aeropuertos y las aerolíneas son claramente insuficientes. Me parece bien tener que pasar por un par de arcos metálicos con el pasaporte en la boca. Y quitarme el abrigo, el cinturón y los zapatos para dejar que un tipo que no me conoce de nada me manosee sin ni siquiera, qué sé yo, decirme su nombre, invitarme a un café y comprarme rosas. Y tener que facturar hasta mis sangrientas tijeritas asesinas. Y también tener que soportar que un perro lobotomizado --perdón, quería decir adiestrado-- olisquee mi equipaje de mano. No está mal, desde luego. Pero eso es poco. A pesar de todo, me siento indefenso y desprotegido. ¿Y si alguien, por ejemplo, sube al avión con veneno y lo arroja sobre mi comida? Hay mucho loco suelto capaz de rellenar frasquitos de colonia con cianuro. Y eso por no hablar de si a alguno le da por abrir la salida de emergencia en pleno vuelo o aporrear a las azafatas o, peor, a mí, con una muleta que habría subido con el pretexto de una falsa cojera. También parece que nadie ha caído en una terrible posibilidad: que el propio piloto sea un terrorista. Y no hablo sólo de aerolíneas de países tercermundistas y dirigidas por incompetentes, como United Airlines. Hay pilotos supuestamente licenciados que vuelan como si quisieran asesinarnos o, peor, asesinarme. Ahí, subiendo a tres mil metros de altura, como si no bastara con, no sé, trescientos. Y yendo a toda velocidad, como si hiciera falta. Si es que van como locos. Lentito, bajito y seguro, no sé cómo hay que explicarlo. Total, que vistos los peligros que nos acechan cada vez que subimos a un avión, como ser succionados por la taza de váter --que sí, que sí, que puede pasar--, creo que hay que tomar medidas algo más drásticas que todas esas prácticas tibias y políticamente correctas. Lo que propongo es prohibir la entrada en los aviones. A ver, todo el mundo puede comprar su billete, pasar por todos los arcos y registros necesarios, e incluso comprarse su colonia en el duty free, sólo faltaría, a ver si no va a haber libertad de movimientos. Pero todo el mundo ha de tener prohibido subir a un avión. Excepto un agente de seguridad debidamente armado, con instrucciones de disparar a quien se acerque a menos de veinte metros del aparato --me refiero al avión--. Porque cualquiera podría ser un terrorista que pusiera en jaque el mundo libre. Incluso el propio policía, razón por la cual una vez terminado su turno deberá dispararse en la sien. Y por supuesto, ningún avión debería despegar, que eso de volar es peligrosísimo, uno puede estrellarse, marearse o incluso sufrir un molesto taponamiento de oídos. De este modo, se reducirá más que notablemente no sólo el número de actos terroristas cometidos en aviones, sino también el de accidentes aéreos. Además, estas medidas impulsarán el últimamente decaído transporte por mar, por carretera y por ferrocarril. Es importante que esta idea se ponga en práctica cuanto antes. Hay vidas inocentes en peligro.


 
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No la toques más, Sam


De vuelta de Chile y en el aeropuerto del Prat me encontré con Osama Bin Laden. --Manos arriba, queda usted arrestado. Siempre le hago la misma broma. Y cómo se ríe. Un día le pillarán de verdad y el tío muerto de risa: "Jaime, siempre igual". Me dice que va a pasar el puente de diciembre en, bueno, no me dice dónde, no se fía de mí. --Sólo hago turismo a países fríos y en invierno --avisa--, porque como las mujeres van todas tapadas, me siento como en casa. Pero es horrible. El otro día vi a una tía enseñando las orejas, qué perversión, qué lujuria, qué libertinaje, no sé dónde iremos a parar. Le pegué dos tiros. --Hombre, ¿no crees que exageras? --No, en serio, es ver la piel desnuda de una mujer y me entran unas ganas de atarme un cinturón de explosivos que ni te imaginas. Normalmente no suelo hablar de estas cosas con Sam. Sinceramente, creo que el pobre está reprimiendo algo, no sé si me explico, no es normal verle la nariz a una señorita y ponerse de los nervios. Pero quiero ayudarle. --Oye, Sam --le digo--, mira, conozco un local en Madrid donde te hacen lo que tú digas. --¿De qué hablas? --Ya me entiendes: ahí tienen de todo. Tú simplemente lo pides y te lo traen. Y no hablo sólo de... Bueno, ya sabes de qué hablo. Discreción garantizada. Nadie sabrá nada nunca. Digo Madrid porque es un sitio tan horrible que nadie en su sano juicio huiría allí y por tanto no creo que te estén buscando. --Ah, o sea que tú también crees que tengo un problema de virilidad. --No, yo no he dicho eso. --¿Te ha llamado Klaus? --¿Klaus? --No te hagas el loco. El doctor Fabenmeyer. Me dijo que eran datos confidenciales... Yo creí que siendo católico comprendería lo del secreto de confesión. --No me ha llamado nadie, Sam. --No, claro, qué va. --En serio. Creo que no es buena idea ir matando gente y tapando señoritas. Bueno, a ver, reconozco que a todos nos han entrado ganas de quemar la oficina. Pero no lo hacemos. Y lo de tapar señoritas no tiene excusa. Lo normal es lo contrario, destaparlas, alegría, fiesta, piernas. En fin, señoritas o señoritos, eso ya, cada cual... --¿Qué insinúas? --Estás muy susceptible, Sam. --¡Te he preguntado qué insinúas, perro infiel! --Mira, cuando te pones así, no hay quien dialogue contigo. --Maldito puerco cristiano, ¡ME VOY A COMER TU CORAZÓN! ¡ALÁ ES GRANDE! Y YO NO TENGO NINGÚN PROBLEMA CON LAS MUJERES, ¿ENTIENDES? NIN-GU-NO. SON ELLAS LAS QUE TIENEN PROBLEMAS CONMIGO, ¿DE ACUERDO? ¡ELLAS! --Sam, todo el mundo nos mira. Entonces se calló, se secó las lágrimas con la manga, dio media vuelta y se marchó, empujando el carrito de las maletas. Desde entonces tiene el móvil apagado. Le he enviado un mensaje con la dirección y el teléfono de ese local. Sé que me lo agradecerá.


 
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Ganar dinero es un arte


Fiasca es todo un ejemplo de administración empresarial moderna. Su atrevida gestión de personal y su agresivo plan de control de gastos se han convertido ya en modelos clásicos que se estudian en todas las facultades de economía. La empresa recortó puestos de empleo tan inteligentemente que consiguió trabajadores negativos, es decir, gente que pagaba por no ir a trabajar. Todo un negocio. Al fin y al cabo, yo pagaría porque me dejaran dormir hasta las doce y levantarme a ver el programa de la Campos con un café en la mano. ¿Y quién no? La pregunta que se hacen los economistas al respecto de esta interesante experiencia no deja de tener su busilis: ¿pueden permitirse los parados pagarle un sueldo a sus ex jefes? ¿Es este sistema sostenible? ¿Pueden los empresarios soñar con ese mundo perfecto en el que cobrarían por no tener trabajadores, que es incluso menos molesto que cobrar por dejar que alguien trabaje en TU fábrica y pueda ROMPER ALGO? Obviamente, la respuesta la da el mercado. Mientras haya alguien dispuesto a pagar, habrá alguien dispuesto a cobrar. En cuanto alguien deja de pagar, entran en escena el cobrador del frac, las palizas, las piernas rotas, las expropiaciones, los secuestros y, en definitiva, el terrorismo. De todas formas, resultará complicado saber hasta qué punto la empresa ha tenido éxito con estos recortes. Dada su situación actual. Porque hace dos años comenzó a deslocalizar sus actividades y lo hizo tan a conciencia que ya nadie sabe dónde están las fábricas y oficinas de la compañía. El año pasado la interpol encontró a uno de los consejeros delegados en el Hilton de Qatar. Este ejecutivo fue incapaz de explicar cómo había llegado hasta allí y si le acompañaba algún empleado o compañero del consejo de administración. Sólo declaró que pensaba cargar los gastos del minibar a la compañía, cacahuetes incluidos, y que hacía ya más de dos meses que le tendrían que haber cambiado el móvil. "Necesito uno con la pantalla más grande --explicó--. Con este casi no veo las figuritas del Tetris". Hace dos meses, una caja de los productos de la compañía llegó a un comercio de la carretera de Sants, procedente de Seúl. Pero en Seúl sólo se pudo encontrar al director de marketing, que aseguró que le habían despedido hacía cuatro años y que no encontraba el aeropuerto. Y hace tres semanas apareció el cadáver de uno de los fundadores de la empresa. El cuerpo fue hallado en un parking de Nueva York. Los investigadores no saben qué pensar al respecto. Sobre todo porque este hombre había sido enterrado en 1934, en Milán. Su mujer, que aún vive, se mostró indignada. "Nunca supo estarse quieto --explicó--. No paraba de dar vueltas en la cama. Tuve que asesinarle. Desde entonces duermo estupendamente y por eso me conservo tan bien". Las malas lenguas dicen que en realidad se baña en la sangre de vírgenes a las que ella misma asesina, cosa que es absolutamente falsa porque hoy en día no quedan vírgenes. Pero el caso es que Fiasca es todo un modelo de empresa moderna y bien gestionada, sobre todo entre las compañías de su sector, que ahora no recuerdo cuál es. Creo que hacen, o hacían, cosas de plástico, pero no me atrevería a jurarlo.


 
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Un juicio justo


Señoría, las pruebas presentadas contra mi cliente no son concluyentes. Apenas circunstanciales. Sólo demuestran que el acusado sostenía un cuchillo mientras la víctima se desangraba enfrente de él por motivos que la fiscalía no ha explicado satisfactoriamente. También se ha hablado de una supuesta amenaza. Pero, al fin y al cabo, ¿quién no le ha dicho alguna vez a algún amigo, en un tono ab-so-lu-ta-men-te de broma algo así como, cito textualmente, "te mataré, cabrón, aunque sea lo último que haga en mi vida, te clavaré este cuchillo hasta que te desangres como un cerdo, hijo de puta, hijo de la grandísima puta"? En cuanto a lo que la señora fiscal llama "móviles", es bastante fácil demostrar que no son tales. Se dice que la víctima se acostaba con la mujer de mi cliente. Pero cuando se habló de este tema durante el juicio, mi cliente se echó a llorar y a gritar: "Hijos de puta, hijos de la grandísima puta". Su reacción demuestra que desconocía la relación entre la víctima y su esposa y, por tanto, ésta no podía impulsarle a cometer ningún crimen. Por lo que se refiere al hecho de que la víctima fuera también su jefe y le hubiera despedido dos días antes de lo ocurrido, no es cierto que esto le hiciera perder los estribos. O, si se los hizo perder, fue de alegría. Señoría, señores y señoras del jurado, mi cliente odiaba su trabajo. ¿Y quién no? Yo también odio mi trabajo. No es agradable tener que defender a asesinos cornudos y pusilánimes que son tan estúpidos que merecen que les den una paliza por merluzos, por débiles, por no saber cómo se mata a alguien y encima pretender que yo --¡YO!-- pierda el tiempo intentando salvar sus grises, mediocres y vacías vidas... El abogado agarra a su cliente por el cuello y comienza a apretar. Se oyen gritos de sorpresa entre el público. Un par de alguaciles intentan separarles. El juez musita: "Otra vez no, Martínez, otra vez no". ¡Eres un medio hombre despreciable! ¡Si en tu puta vida hubieras demostrado una quinta parte de la entereza que te dominó cuando agarraste el cuchillo jamonero, tu novia no te habría puesto los cuernos y tu jefe no se hubiera reído de ti en tu cara! ¡Rata miserable! ¡No vale la pena vivir tu vida! ¡Eres culpable de ser un flojo, un bobo y un mendrugo! ¡No mereces compartir el mundo en el que yo vivo, pringao, subnormal! ¡Te condeno a morir! Uno de los alguaciles se decide a sacar la porra y le sacude al abogado cuatro o cinco veces, hasta que cae inconsciente. El otro alguacil ayuda al acusado a incorporarse. A su vez, el acusado grita: "Hijo de puta, hijo de la grandísima puta" e intenta lanzarse al cuello del abogado. Los alguaciles le sujetan sin apenas esforzarse. El juez levanta la sesión y llama a un médico.


 
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Tornillos


Si usted tiene un automóvil, un ordenador o lleva gafas, le debe mucho a Javier Ruidolfo, más conocido como el Rey de los Tornillos. Y es que los tornillos que fabrica en Viscalesmates se venden en todo el mundo y mantienen unidas las piezas de todo tipo de productos. Se usan incluso en Fórmula 1. "Desde niño he vivido muy intensamente esto de los tornillos --explica--. Los tornillos son como un gusanillo que te pica y se te mete en el cuerpo y ya no te deja. Un gusanillo metálico, claro". Ruidolfo comenzó desde abajo en la por aquel entonces modesta fábrica de su tío. "Al principio contaba tornillos. Era un trabajo apasionante y que requería mucha concentración. En cada caja tenía que haber cien exactos, ni uno más ni uno menos. Recuerdo que los compañeros me desconcentraban explicándome chistes o pegándome puñetazos, qué risa. El clima que se vivía era genial. Ahora las máquinas son las que cuentan las piezas y se ha perdido gran parte del placer y del encanto que suponía fabricar tornillos. De todas formas, fabricamos una serie artesanal para coleccionistas y connaisseurs, en la que se siguen contando a mano". Ruidolfo explica que el secreto de su éxito es la pasión que siente por su trabajo: "Yo vivo por y para los tornillos. La familia ya sabe lo que hay y lo entiende. Si llego a casa a las diez de la noche y el otro día me crucé por la calle con mi hijo y no le reconocí no es por el dinero, no, es por la satisfacción que produce fabricar los mejores tornillos del mundo. Hasta la Nasa los utiliza". De hecho, lo único que exige a sus empleados es eso mismo: "Pasión incondicional por esos pequeños trozos de alma enroscables. Que sean conscientes de que los tornillos mantienen el mundo unido y que ellos son piezas fundamentales en ese hecho tan maravilloso que es el de que las piezas no se vayan cayendo por los puestos. Que entiendan que si han de quedarse en la fábrica tres horas más es para que la sociedad que conocemos y que disfrutamos no se desmorone ante nuestra perezosa mirada". Ruidolfo se quita las gafas y deja la mirada perdida en el infinito: "Imagine cómo sería un mundo sin tornillos. Todo cogido con celo o cordeles. Un mundo inestable, caótico, a punto de despedazarse. La vida sin tornillos sería un infierno".


 
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