Hay gente mala por el mundo


Nadie sospechaba que tras la fachada del alegre asesino en serie J. R. H. se ocultaba un aburrido oficinista. Incluso sus vecinos aún explican lo sorprendidos que se quedaron cuando descubrieron que J. R. H. ocupaba su en apariencia inocente tiempo libre cuadrando balances. "No sé --explica una señora que vivía puerta con puerta con él--, parecía muy majo... Yo siempre le veía descuartizando y enterrando cadáveres de universitarias... Lo normal en un chico de su edad. Y a mí siempre me ayudaba cuando iba cargada con mis quilitos de cocaína". No es la única: en su calle recuerdan lo esmerado que era al esparcir los restos de cadáveres, lo mucho que sabía acerca de alegres prácticas como la extorsión y el entusiasmo con el que hablaba del que decía era su hobby: la fabricación de explosivos caseros. Pero no, la nitroglicerina y la sangre no eran el centro de su vida: mientras de día asesinaba y torturaba a universitarias, de noche trabajaba en una oficina, aprovechándose de la diferencia horaria con América. Al parecer y aunque aún está por confirmarse, se dedicaba a llevar la contabilidad de una empresa importadora de cafeteras de inducción. J. R. H. llevaba sus atrocidades al extremo más repugnante: lucía corbata, traía el almuerzo en un táper, leía la prensa, tomaba cortados con sus compañeros de trabajo (sí, no actuaba solo en sus fechorías) y los lunes se quejaba de lo mal que había jugado su equipo de fútbol favorito. Los policías que le apresaron, hombres hechos y derechos que han visto de todo, no pueden disimular una mueca de asco cuando hablan de los interrogatorios llevados a cabo ante el juez. Porque J. R. H. ha confesado muchas otras costumbres repugnantes: tomaba sopa con regularidad, planeaba comprarse un coche de marca francesa, está enganchado a The office y a House y coleccionaba relojes de bolsillo. Según los juristas consultados, J. R. H. podría pasar treinta años en prisión. La pregunta es: ¿qué hacemos con este sujeto dentro de treinta años? ¿Es posible la reinserción? Los datos de contables reincidentes son alarmantes y nos llevan a considerar la posibilidad de quemarlos vivos a todos y a cada uno de ellos y matar a todas y a cada una de sus familias, para erradicar de raíz cualquier posible multiplicación de un hipotético gen de la contabilidad.


 
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Una divertidísima anécdota


Estaba tomándome un cafe cuando... Oh, no. No, por favor. He escrito café sin tilde. No. Ahora tendría que desplazar el cursor hasta la e, con el teclado o con el ratón, darle a la tecla de borrar, y volver a escribir la e, esta vez con tilde. É. Qué pereza. Buf. Es que siempre me pasan estas cosas. Como si tuviera tiempo para perderlo con estos temas. En serio. No puedo dedicarme a los asuntos importantes porque siempre surgen mil tonterías que me impiden hacer lo que de verdad hay que hacer para que las cosas funcionen. No, es que así no se puede. Llego cada día a casa a las tantas de trabajar (ayer eran casi las siete menos veinte) y se supone que tengo que tener tiempo no sólo para escribir, sino también para releer y para corregir. Pero yo también... Cafe. Qué bruto soy. Debería hacer el esfuerzo y corregirlo, por cafre. Pero es que no... Se me quitan las ganas sólo de pensarlo. No merece la pena. Bueno, sí, la merece, pero es que, no sé, estos reveses de la fortuna me desaniman. No sé sobreponerme fácilmente a los contratiempos. Y mira que intento hacer las cosas bien. Ves a los demás, ahí, al tuntún, haciéndolo todo apresuradamente, sin fijarse en nada, de cualquier manera, la mitad de las veces mal y la otra mitad bien, pero por casualidad, venga, hala, qué más dará. Yo intento esforzarme, cuidar un poco las cosas, los detalles, las maneras. Pero claro, no llego. No llego. Es que además todo me pasa a mí. ¿Quién escribe "cafe"? Es que es ridículo. No tiene sentido. No, en serio, es que tengo la negra. Todo me pasa a mí. Soy gafe. En serio. De desgracia en desgracia. Cafe. Cada vez que lo pienso. Es que me sube como una cosa. Rabia. Es pura rabia. Rabia destilada. No, mira, mejor será que lo deje por hoy. Cierro el ordenador, leo un poco, veo un episodio de House y ya. Mañana será otro día. Obviamente. Si es mañana tendrá que ser otro día. Porque si no, la semana se haría muy larga.


 
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Pues yo


A: Disculpe el retraso. Es que me he muerto por el camino. B: Menos mal, comenzaba a pensar que le había pasado algo. A: ¡Hombre! B: ¿Sí? A: Que me he muerto. B: Aham. A: ¿Y le parece poca cosa? B: Pf. Todo el mundo lo hace. A: ¿Ah, sí? ¿A cuánta gente conoce usted que se haya muerto? B: Napoleón, Gandhi, Felipe González, entre otros muchos personajes históricos españoles. A: Bueno, ya, pero yo no lo había hecho nunca. Y diría que usted tampoco. B: Pues yo una vez conocí a un señor que luego se murió. A: Oiga, que vengo del más allá, podría mostrar un poco de respeto. B: Pues yo una vez estuve en Italia y también es muy bonito. A: ¿No quiere saber cómo es la vida después de la muerte? B: Pues yo una vez leí un libro sobre el tema y era muy interesante. A mí me gusta mucho leer, tengo casi siete libros en casa y otros dos en el apartamento de Lloret. A: Sé si Dios existe o no... Se lo podría decir... Y gratis. B: Pues yo de niño iba a catequesis. A: ¡Está bien, pues no le contaré nada! B: Lo importante es que yo he ganado: cada uno de mis "pues yo" superaba sus estúpidos comentarios y dejaba en evidencia su ridículo egocentrismo. A: ¬¬ B: Oiga, a mí no me venga con emoticones, que le parto la cabeza. A: Es que no se me ocurre ningún gruñido que recoja todos los matices de ¬¬. B: A ver, pruebe con grumpf. A: Grumpf. B: A mí me ha sonado bien. A: No sé, no sé. Creo que le sobra fastidio y le falta algo de ceja alzada, no sé si me explico. B: Pruebe a decir grumpf con la ceja alzada. A: Grumpf con la ceja alzada. B: Hm. A: Exacto: hm. B: No es lo mismo, no. A: ¿Lo ve? B: Pero es que tuve una mala experiencia con un emoticono. Le presté dinero y... En fin, ya se imagina cómo sigue la historia. Estas cosas de dinero son siempre desagradables. Desde entonces jamás le presto dinero a nadie. A: Pues yo una vez le presté dinero a mi hermana. B: Ah, maldito. Me ha pillado. En mi propio juego. A: Ja, ja. La venganza es un plato que se sirve cuando hay suerte. A: Eso dicen. B: Sí que lo dicen, sí. A: A veces. B: Bueno. A: Parece que refresca. B: Sí... A: Aham... B: ¿Y qué tal es eso de estar muerto? A: Psa. B: Sí, ¿no? A: Sí, bueno. B: Tiene mucha fama, pero luego. A: Pero luego también. B: También, ¿qué? A: También tiene fama. B: Es lo que tiene la fama. A: ¿Qué tiene? B: Dos sílabas. A: Cierto. B: Bueno, ya hemos llegado a mi piso. A: Hasta luego, buenas noches. B: Buenas noches.


 
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Ctrl+Z


El Doctor Jakob Adenauer ha inventado el Ctrl+Z, que permite la corrección de errores en el mundo real. Tiene fabricado incluso un prototipo de Ctrl+Y, para corregir las correcciones. Pero da igual: ha decidido destruir ambos aparatos: Adenauer considera que resultan excesiva y peligrosamente graciosos. Para probarlo, le rompió la cabeza a su ayudante con un martillo, y usó el Ctrl+Z seguido del Ctrl+Y unas cincuenta veces. "Me reí muchísimo --explica--. Al final me dolía la mandíbula de tanta carcajada. Y además creo que a mi ayudante no le han quedado secuelas. No lo sé seguro, porque le despedí antes de publicar mis experimentos, para que no me acusaran de mobbing. Lo mejor era la cara. La misma cara de sorpresa cada una de las cuatrocientas veces. Exagero: igual sólo fueron doce. No tengo tanto tiempo libre". Lo importante en este caso es que Adenauer cree que "un mundo en el que uno pudiera controlzetear y controlygriegar continuamente perdería la gracia después de diez minutos. Un poco de cachondeo está bien. Pero mucho cansa. Estas cosas se han de usar con responsabilidad. Además, igual a largo plazo generan remordimientos de conciencia por cosas que a efectos prácticos en realidad no se hicieron. La paradoja moral resultaría tan compleja que miles de filósofos escribirían libros larguísimos para no llegar a ninguna conclusión. ¿Usted ha leído a Heidegger? ¿Y? ¿Entiende lo mismo que yo? ¿Que el ser es en un sitio? ¿Qué clase de broma pesada es esa? ¿Seiscientas páginas para decir que somos ahí? ¿Dónde vamos a ser si no? ¿Aquí? ¿Esto es Barrio Sésamo, o qué? Imagine si nos metemos ya en asuntos importantes de verdad, como martillazos en la cabeza dados, pero no dados". En todo caso y dejando al margen la metafísica, la caída en la rutina, la monotonía y, en consecuencia, el aburrimiento, "nos llevaría a odiar nuestras vidas y a arrojarnos en masa desde puentes y rascacielos". Según Adenauer, resulta fundamental preservar el modo de vida occidental tal y como lo conocemos, en el que cada día nos depara nuevas sorpresas como "oh, cielos, me quedé sin mermelada" o "he ido a toda hostia con el coche y he llegado tres minutos antes a la oficina". Debemos ser conscientes de que cada uno de nuestros actos es "la última oportunidad que tenemos para hacer esa fotocopia bien o para marcar correctamente el número de teléfono que estemos marcando. El vértigo del riesgo es mucho más importante para la vida que unos cuantos martillazos, por muy divertidos que resulten al principio". El profesor de Leipzig admite que "la ciencia debería ser neutra y mantenerse al margen de los posibles malos usos, pero hay casos en los que la tentación es excesiva. Usted no lo sabe, pero ya le he apuñalado tres veces para luego deshacerlo y volverlo a hacer. Ji, ji, ji... Vale, ya paro. Bueno, va, la última".


 
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Unas croquetitas y una caña


Jaime Rubio fue conducido ante el juez por haber pedido en un bar "unas croquetitas". Ante las protestas de varios de los clientes y del propio camarero, el acusado sólo acertó a balbucear "¿qué?", en lugar de pedir perdón por siglos de opresión machista. En su alegato, el fiscal explicó que al pedir croquetas, Rubio replicaba el discurso sexista según el cual "los hombres cazan y las mujeres cocinan", cuando todo el mundo sabe que eso es "un estereotipo impuesto como 'normal' por el varón blanco europeo. En realidad, las mujeres jamás han cocinado. Y los hombres tampoco. Porque todo el mundo sabe que los opresores no cocinan". En su erudita disertación, el abogado de la acusación explicó como cierta tribu de la Patagonia no tenía palabra para el concepto "teléfono móvil", curiosidad que fue recibida por el juez con un "hum... interesante... Por eso nunca responden a mis llamadas...". Rubio quiso usar un truco barato, al contratar los servicios de una abogada con la única intención de congraciarse con la prensa. De todas formas, la letrada renunció a la defensa del acusado, explicando que Rubio la había llamado por teléfono, asegurando ser "una mujer demasiado atractiva para prosperar en el mundo de los negocios". La abogada se sintió identificada con ella, en un proceso empático que terminó cuando se conocieron y, al darse dos besos, él le rascó con la barba. "Por eso, señoría --concluyó la abogada--, renuncio a la defensa de la señora Rubio, no sin antes arrancarle un ojo con el tacón de mi zapato", cosa que hizo, arrancando también una ovación de público y juristas. La crítica hizo especial elogio del simbolismo. El acusado tapó el agujero dejado por su ojo usando un sujetador a modo de parche. A pesar de sus intentos por explicar que se trataba de un guiño al feminismo, los alguaciles le agarraron de las orejas y lo lanzaron contra la pared, rompiéndole la nariz. Por machista y por contar chistes malos. Pero malos de ir al infierno. Rubio logró ponerse en pie e intentó solicitar permiso para defenderse a sí mismo. Esta petición fue rechazada por cuestiones de paridad de sexo: si el fiscal era un hombre, no podía ser que el abogado defensor fuera también un hombre. Rubio intentó hacer valer su derecho a ser mujer en una sociedad libre, cosa que fue rebatida por el fiscal con un "muy hábil, pero ¿qué sabes tú de opresión?", a lo que Rubio contestó que la opresión se medía con un obarómetro. El nuevo intento de chascarrillo fue contestado con varios merecidos porrazos a manos de los alguaciles. Dado que la porra es un instrumento claramente fálico y, por tanto, su uso es un insulto a los más de tres mil millones de mujeres, los alguaciles también le propinaron varios golpes con un queso de tetilla. Después de una decena de puntos de sutura y unos pocos vendajes, Rubio pudo sentarse de nuevo en el Lehman Brothers de los acusados (éste es de pensar) y escuchar la sentencia del juez, que le condenó a fregar los platos cada noche durante los siguientes catorce años. La sentencia cayó sobre un mazazo sobre el acusado, que a la salida explicó que hasta entonces los platos se los limpiaba a lametones un gato escapado de una obra. Un mazazo también cayó sobre Rubio como un mazazo, cuando fue agredido por un defensor de los derechos de los animales, soliviantado al escuchar estas últimas declaraciones.


 
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