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Anecdótico
Hay que abolir las categorías. Lo importante son los ejemplos, las anécdotas, las excepciones y, sobre todo, los detalles. Lo esencial es lo contingente. Esa manía de generalizar, de no poder tratar los casos individuales como lo que son, casos individuales, tiene pinta de ser otra más de nuestras limitaciones. Recurrimos a las categorías por incapacidad. Sin ir más lejos, lo que acabo de escribir es tan categórico que no hay quien lo entienda sin un buen ejemplo y alguna que otra excepción.
Las cosas claras
Unos terroristas iraquíes han secuestrado a tres italianos. La condición que han puesto para no asesinarles es que los romanos se manifiesten exigiendo a su gobierno la retirada de las tropas de Iraq. En este caso, no hay duda: se trata de un chantaje en toda regla. Un chantaje especialmente hipócrita: los terroristas ya saben que la mayoría de los italianos están en contra de esta guerra. Vieron las manifestaciones por televisión, leyeron las encuestas en los diarios. Pero a estos asesinos no les interesan ni Iraq ni los iraquíes. Sólo el golpe de efecto. A pesar de todo esto, si yo estuviera esta tarde en Roma, acudiría a la manifestación. Una cosa es lo que deba hacer un gobierno y otra lo que debamos hacer cada uno de nosotros. Un gobierno no debe ceder a un chantaje. Pero tampoco puede exigirle a nadie que no lo haga: no hay familiar que no pague el rescate en un secuestro. A veces, intentar conciliar las actitudes públicas y las privadas no sólo es casi imposible, sino que además es innecesario. No siempre se puede pedir coherencia. Es más, no siempre es racional pedirla. Lo que es bueno para una sola persona –incluso para cada persona- no tiene por qué serlo para el conjunto de la sociedad. Por ejemplo, yo no creo que nadie deba tomar drogas. Pero creo que es peor prohibirlas. Otro ejemplo: no se le puede exigir a nadie que esté conforme con que el asesino de su hijo pase apenas unos años en la cárcel. Pero tampoco se le puede permitir estrangularle. Por mucho que cada uno de nosotros pudiéramos desear lo mismo en su caso. Además de lo imposible de mantener una coherencia entre lo social y lo privado, nos encontramos con que en realidad no disponemos de unas normas éticas claras. Cada caso es poco más o menos único y no podemos saber cómo enfrentarnos a algo a lo que nunca nos hemos enfrentado. Y las normas generales, aquellas que han extraído lo común de situaciones parecidas, son demasiado generales como para ser útiles. Volviendo al caso de Italia: todos estaremos de acuerdo en que no hay que hacerle daño a nadie, a menos que así se evite un daño mayor. Una inyección puede doler, pero ese pinchazo es sin duda un mal menor y asumible. ¿Pero cómo seguir esta norma en el caso del secuestro de los italianos? ¿Cómo hacemos menos daño? ¿Quedándonos en casa y demostrándoles a los terroristas que somos fuertes, signifique lo que signifique esta palabra? ¿O cediendo al chantaje y saliendo a la calle para que no les peguen un tiro en la nuca? No tengo ni idea. Y desconfío de quien lo tenga claro. Insisto, yo saldría y espero que muchos italianos lo hagan. Y también espero que no estén (estemos) equivocados, porque de eso no estoy nada seguro.
Imprescindible
Hace unas semanas se supo que el bailaor Farruquito, conduciendo sin permiso y a más velocidad de la permitida, había atropellado y matado a un hombre, dándose después a la fuga. En la siguiente actuación que dio después de que se conocieran los hechos, el público le recibió con entusiasmo e incluso se oyeron gritos de "estamos contigo". Parece que muchos lamentarían que Farruquito tuviera que ingresar en prisión y no pudiera ofrecer su arte en años. Algunos incluso consideran que no es tan grave lo que ha hecho y que en todo caso es excusable, si no queremos renunciar a la posibilidad de ver a quien dicen que es una de las mayores figuras del flamenco. Si Farruquito hubiera sido fontanero, no recibiría tantos apoyos. No me imagino a un fontanero sospechoso de un crimen a quien recibieran en una casa animándole a darle duro a esas goteras. Estamos contigo, ¿te paso la llave inglesa? Eres el mejor, nadie como tú para cambiar unas tuberías. ¿Es peor prescindir de un bailaor (o de un novelista, o de un actor) que de un fontanero? ¿Es más importante pintar un cuadro que pintar una casa? Al fin y al cabo, todo "puede servir para dramatizar o cristalizar el sentimiento que un ser humano tiene de su propia identidad", como dice Richard Rorty en Contingencia, ironía y solidaridad. Aunque el mismo Rorty explica que los intelectuales y artistas nos ayudan a entendernos. O nos impulsan a intentarlo. Que no es poco. Y también me imagino que todos queremos ser farruquitos y no fontaneros. Incluso salimos al escenario a bailar, hasta que nos damos cuenta, demasiado tarde para no haber hecho el ridículo, de que somos unos tullidos. Anda, baja del escenario, que te ha llamado un tal Pérez, que tiene un escape.
Un fracaso
Ya no puedo decir que siempre acabo todos los libros que comienzo a leer. Hasta ahora no había llegado a pasarlo tan mal como para dejar un librito a medias. Pero finalmente un autor ha podido conmigo. En doce páginas, contando el prólogo. Se trata de Manuel Azaña, con El jardín de los frailes. No es un tocho de memorias o de discursos: es una novelita de unas 170 páginas. Y que nadie crea que iba con prejuicios: tengo mejor opinión del Azaña presidente que de la mayoría de los políticos de su época. Pero no puedo decir lo mismo del Azaña escritor. Asumo mi responsabilidad en este fracaso como lector y prometo volver a intentarlo más adelante, pero lo cierto es que no he conseguido enfrentarme a frases como "quien posea menos humanidad que espíritu crítico, fallará adversamente si el primer encuentro de un mozo con lo grave y lo serio de la vida se diluye en frívolos devaneos de colegio"; o "ignoro si llevaría alguno en el coleto el mismo fárrago de lecturas desordenadas que perturbó los albores de mi adolescencia". Aunque la frase que me ha matado ha sido: "En el aula hostil, la luz cenizosa de noviembre pesaba en los párpados". Sí, señor. En el vagón de metro hostil, la prosa cenizosa de Azaña me cerraba los párpados.
Hay que cambiar alguna cosilla
Gracias a Flann O'Brien, me doy cuenta de que hemos organizado la vida al revés. Creemos y queremos vivir mientras estamos despiertos, y apenas nos tomamos las horas de sueño como un paréntesis que nos sirve para recuperarnos y poder seguir con el ajetreo diurno. Lo contrario sería más adecuado, como explica un personaje de At Swim-Two-Birds: "When a man sleeps, he is steeped and lost in a limp toneless happiness: awake he is restless, tortured by his body and the illusion of existence". Según este personaje, hay que aumentar las horas de sueño e invertir nuestra concepción de reposo y actividad: "We should not sleep to recover the energy expended when awake but rather wake occasionally to defecate the unwanted energy that sleep engenders". Cosa que se puede hacer rápidamente corriendo ocho o nueve kilómetros, como explica el mismo personaje. Perfeccionar el sueño y dormir cada vez más y mejor. Convertir el reposo en el eje de nuestra existencia. Darnos cuenta de que la fatigosa vigilia no es más que un incordio, con todas sus pretensiones de realidad y esos aires de grandeza. "Mírame", parece que dice el mundo de ahí fuera, "yo soy real". Hombre, será si quiero, ¿no?