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Excusas de mal hablador
Dos indicios de que alguien no sólo está equivocado sino que además se empeña en tener razón a pesar de todo: cuando ese alguien se queja de que se han sacado sus palabras de contexto, y cuando asegura que hay cientos de casos que prueban su punto de vista, pero no es capaz de citar uno solo. Obviamente, este tipo de normas no son muy de fiar. Pero en todo caso y por lo que he visto, no falla mucho. Incluso podría citar más de un ejemplo de estas actitudes, pero me temo que alguien sacaría de contexto mis palabras.
Nota al margen
Derrida, filósofo y francés son tres términos que nos llevan a pensar en la serie de estereotipos que señala Terry Eagleton en The Guardian: "The man was regarded by the stuffed shirts as a subversive nihilist who believed that words could mean anything you liked, that truth was a fiction, and that there was nothing in the world but writing. In their eyes, he was a dangerous mixture of anarchist, poet and jester". Y es que cuando según quién escucha el nombre de Derrida, ese según quién arruga la nariz y despacha al francés llamándole el posmoderno que decía que todo vale. No sólo no es verdad que todo valga, sino que además ese todo no vale ni con Derrida: "Deconstruction, the philosophical method he promoted, means not destroying ideas, but pushing them to the point where they begin to come apart and expose their latent contradictions. It meant reading against the grain of supposedly self-evident truths, rather than taking them for granted." Es decir, de trata de cuestionarse continuamente lo que damos por sentado, no de que podamos dar por sentada cualquier cosa sólo porque nos la hayamos planteado. En cambio, alguno igual prefiere creer que ciertas cosas son como son porque siempre han sido de esa manera. O sea, porque sí. Seguir el dictado de los dogmas es muy sencillo. Pero es que cuestionarlos tampoco es complicado. De hecho, la única forma de saber si nuestras ideas son sólidas es intentar tirarlas abajo. Apuntalarlas con tópicos no sirve para nada. Pero, claro, entiendo que haya más de uno a quien no le guste hacerlo. Por miedo a darse cuenta de que está equivocado en algo. Así, esta gente prefiere seguir leyendo a quien le da a uno la razón en todo, no dudar nunca porque, claro, hay cosas que son de cajón, y lamentar que aún haya bobos que no estén de acuerdo con lo que uno dice.
Como una novela
El científico y el artista no hacen cosas tan diferentes. Intentan darle sentido a sus experiencias. Sí que usan distintos lenguajes, pero los problemas a los que se enfrentan son más o menos los mismos. Todos parten de una serie de dudas, de preguntas; ya sea cómo vive alguien el proceso de desenamorarse o si la luz está formada por ondas o partículas. Estas dudas son siempre de índole personal, incluso ante algo aparentemente tan prosaico como las partículas elementales. Y es que su inquietud es la misma: cómo somos. Y por qué. Para que un científico sea capaz de enfrentarse con relativo éxito a sus tareas necesita la misma predisposición que un novelista cuando se enfrenta a sus personajes. Y viceversa. Ambos han de saber que al intentar explicar el mundo, en realidad se están explicando a sí mismos. O al revés. Y que nunca llegarán a una conclusión. Con suerte, ofrecerán interpretaciones -guías, mapas que nos ayuden a los demás a situarnos. En el caso del poeta o del músico, esto es evidente: los mejores de todos ellos procuran responder a una pregunta con cuatro preguntas más. Los científicos sí que aspiran a proporcionar una respuesta. Al menos, una provisional. Una respuesta que no es más que el intento de darle sentido a unas experiencias determinadas. Como si se tratara de una novela. Sí que es cierto que en la ciencia se suele dar por sentado cierto progreso. Y que este progreso no se da en el arte. Puede que Joyce necesitara de una tradición para escribir sus libros, pero esto no significa que su Ulises sea mejor que la Odisea. Eso sí, a la hora de ponerse a trabajar, Joyce y, por ejemplo, Newton, no eran tan distintos.
Quién habrá dejado esto en el suelo...
Al parecer, las señoras de la limpieza se plagian unas a otras. Y es que una empleada de la galería Tate tiró a la basura parte de una obra de Gustav Metzger, cosa que ya había ocurrido hace un tiempo con una instalación de Damien Hirst. Aprovechando el despiste de esta señora, no son pocos quienes se han puesto a comparar el arte contemporáneo con la basura. ¿Y por qué este arte tan raro es una porquería, según muchos? Pues básicamente porque a ellos no les gusta. Jamás colgarían una de estas obras en su comedor, suponiendo que pudiera colgarse. Esos cuadros -cuando se trata de cuadros- no son bonitos. Y son fáciles de hacer. Cuatro manchas. En cambio, levantar una reproducción a escala de la Torre Eiffel con mondadientes es complicadísimo. Y nadie lo valora. En definitiva, esta gente opina que el tratamiento grotesco del cliché que hace Jeff Koons no es arte. Tampoco el manejo del absurdo y de lo bárbaro por parte de los hermanos Chapman. Por poner dos ejemplos. De todas formas, está claro que en esto del arte contemporáneo hay mucho de broma -menos mal- y no pocos timos. Y en más de una ocasión nos ponemos delante de alguno de uno de esos lienzos –cuando son lienzos- y no sabemos cómo reaccionar, ni si tenemos que reaccionar de algún modo. A mí, por ejemplo, Tàpies y Barceló me dejan frío. Claro que yo tampoco soy un especialista y esto no me ocurre sólo con las obras de autores vivos. También es recurrente el tópico de que el arte contemporáneo, incluida la música y mucha literatura, se ha alejado del público y es en ocasiones incomprensible para cualquiera que no sea el propio autor. En realidad, creo que estas obras se acercan más al público que las clásicas, ya que se abren a él y le dejan más margen de interpretación. Ya lo explicaba Umberto Eco en Obra abierta: estas obras han de ser completadas por la audiencia; el espectador -o el intérprete- ha de tomarse la molestia de concluir el trabajo del artista, y no sólo plantarse delante. De todas formas, este aparente alejamiento del público no es ninguna novedad. No creo que la música de Brahms sea más asequible que una instalación de los hermanos Chapman, por ejemplo. Y digo que es aparente porque cuando la obra merece la pena, está hablando de nosotros. Y nosotros no acostumbramos a andar demasiado lejos de nosotros mismos. Al menos, la mayor parte del tiempo.
Una lectura de Spider-Man
El Spider-Man de Sam Raimi es un homosexual algo tópico. Esto no es nuevo: cuando se estrenó la primera parte ya leí algunas de estas interpretaciones creo que en el suplemento cultural de La Vanguardia, y el propio Raimi reconoció que esta ambigüedad era intencionada. La primera parte narra el despertar a la sexualidad de un adolescente y cómo este joven asume sus preferencias. Peter Parker comienza a experimentar cambios en su cuerpo. Es más, consigue que salga despedida una cosa blanca después de hacer según qué movimientos con la mano. No entraremos en detalles: ya sabemos todos lo que hace Parker en su habitación. Parker tiene un amigo, Harry Osborn, que le presenta a su padre, un tipo madurito, con dinero y sin esposa. La relación entre ambos es tan buena que Harry acaba rabiando de celos. En la película, Harry culpa a Spider-Man de haber matado a su padre. En realidad, lo que ocurre es que le descubre junto al cuerpo tumbado y con el torso desnudo de Norman Osborn. No hay que ser muy listo para saber lo que Harry ha descubierto en realidad. La primera parte acaba además con un Parker que renuncia a la chica para asumir su verdadera identidad, para hacerse cargo de quién es realmente.
In and out Spider-Man 2 cuenta cómo Peter Parker sale del armario. En la primera parte, sólo Norman Osborn conoce su verdadera identidad, aunque Ben Parker da a entender con sus sermoncitos que sospecha algo de su sobrino y el hijo de Norman también debería saberlo, sólo que no lo tiene asumido. Peter comienza por intentar confesarle a Mary Jane que es Spider-Man. A Parker le sabe mal estar haciéndole daño y cree que es su obligación explicarle los motivos por los que no puede estar con ella. Pero es incapaz de hacerlo. De hecho, Parker duda y se pregunta por qué no puede ser como los demás. Incluso lo intenta. Deja de ser Spider-Man, vuelve a ver a Mary Jane, le va bien en clase, incluso tiene un encuentro a solas y en su habitación con la hija del casero. Pero nada de eso funciona: Peter no hace más que tropezar, no ve las cosas claras –literalmente- y siente remordimientos cada vez que oye una sirena. Total, que no se siente cómodo con esa impostura y decide volver a ser Spider-Man. Comienza por hablar con su tía May. En la película le confiesa que su tío murió por su culpa, cosa que provoca el rechazo sólo momentáneo de tía May, que en la escena siguiente le dirá que le quiere mucho. Esto recuerda -sí, también es un tópico- al momento de dar explicaciones a los padres. En todo caso, Parker ya ha decidido que él ha de ser quien realmente es -gloriosa escena de edificio en llamas con niña atrapada. Problema: Mary Jane quiere a Parker y se lo confiesa en una cafetería. Y aquí estalla la lucha entre el yo homosexual y el falso yo heterosexual de Parker.
King Kong Cuando ella le pide que le bese y justo antes de hacerlo, aparece el machote de la película, el Doctor Octopus, quien, aunque sea presentado como un pulpo, en realidad es un alter ego del hombre-araña, con sus arácnidas ocho extremidades que le ayudan a trepar por los fálicos rascacielos. Parker aún no ha aceptado lo que es y el doctor se le presenta como lo que querría ser: un científico enamorado de su esposa. Es más, Octopus le arrebata brutalmente a la chica, al más puro estilo King Kong, a pesar de que Osborn sólo le había encargado que llegara a Spider-Man a través de Peter Parker. Pero, claro, eso no va con él. En esta lucha hay una escena en la que queda clara la carga simbólica de la película. El pulpo-araña le deja tirado sobre un tren sin frenos. Spider-Man se coloca en el primer vagón, por fuera, y empieza a arrojar sus blancas telarañas a diestro y siniestro para detenerlo. ¿Se puede ser más fálico? En todo caso, cuando Spider-Man vence a Octopus, en realidad está venciendo a ese super-yo que le quiere convertir en lo que no es. Mary Jane se da cuenta -ve a Spider-Man sin máscara, igual que los viajeros del tren- y entiende por qué su amor es imposible: porque Parker es homosexual. Y ya lo sabe la mitad de Nueva York. Y aquí volvemos a Osborn hijo, que a estas alturas también sabe que Parker es Spider-Man. Harry sigue dolido por la relación entre su amigo y su padre. Hasta que se mira en el espejo y ve a Norman Osborn. Se da cuenta de que es igual que él. Entonces arroja el cuchillo al espejo y mata simbólicamente al padre. Gracias a esto, descubre la cámara secreta del Duende Verde. Es decir, puede asumir lo que hay en su subconsciente; puede asumir, en definitiva, que él también es homosexual y que él puede -debe- tomar el lugar de Norman Osborn y amar a Parker, de quien está enamorado.
Epílogo En la -quizás sobrante- escena final, Raimi decide añadir tensión sólo para seguir con las secuelas. La única forma de añadir esta tensión es recurrir a Mary Jane. Ella no se casa con el astronauta porque está enamorada de Parker, aunque sabe que él no puede quererla. ¿Está dispuesta a mantener una relación con un homosexual? Peor aún, ella dice que quiere "salvarle". Salvarle ¿de qué? En definitiva, queda claro que Mary Jane es el verdadero personaje malvado de la película, el antagonista con el que el hombre-araña se tendrá que enfrentar una y otra vez. De hecho, cuando finalmente se besan, suenan las sirenas de la policía. Alarma. Parker vuelve a ser Spider-Man y huye de su enemiga.