Los chistes satánicos


Javier Krahe cocina un crucifijo en un corto que se emite por la tele y algunos se escandalizan como si fueran esas tías solteronas a las que todo les da asco. La BBC emite un musical brutalmente sarcástico con la televisión estadounidense y otros creen que el objetivo de este espectáculo es ridiculizar la Sagrada Familia. Bien, todo el mundo tiene derecho a ponerse como una mona si le da por ahí. El problema es cuando se dice que si se tratara de burlas al islam u otras religiones, estos bufones --en el buen sentido-- no serían tan valientes. Y es cierto, sin duda. Aunque no se trata precisamente de un cómico, ahí está Salman Rushdie, amenazado de muerte por sus Versos satánicos, novela supuestamente blasfema. O el caso de Gurpreet Kaur Bhatti, dramaturga británica, que ha recibido amenazas y ha visto como se suspendía una obra de teatro escrita por ella en la que algunos veían una ofensa a los sij, a pesar de que ella también lo es. Digo que es un problema no porque esté bien que se censuren y eviten las críticas al islam y otras religiones, y que al mismo tiempo se pueda decir lo que se quiera sobre los cristianos. Sino porque cuando se sueltan estas quejas lo que se quiere evitar es justamente la burla del cristianismo. Y lo que hay que hacer es reírse también de las demás religiones. Las religiones han de tolerar e incluso utilizar el humor. Aun cuando sea burla o directamente blasfemia. Mucha gente religiosa se toma demasiado en serio a sí misma. Un budista se echa una siesta y lo llama meditación. Un judío ortodoxo se deja unos rizos ridículos y quiere que no nos ríamos de su aspecto. Los católicos creemos (porque yo también lo soy) que hacerse unas pajillas está mal. Los musulmanes y los mormones siguen aceptando la poligamia como para hacernos creer que algo así no ha de resultar tan agotador como parece. Hay que reírse de las religiones. Tomárselas en serio debería ser pecado. Precisamente porque son demasiado importantes. Si uno se pone a pensar en serio sobre el sentido de la vida, sobre la muerte y sobre cómo puede ser un tipo como Dios, se volvería loco. Él mismo ya avisa: "Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Éxodo 33, 20). Mejor reírnos. Tratar con la inteligencia del humor (aunque no todo el humor sea inteligente y aunque nuestra inteligencia sea escasa) estos temas tan terribles y complejos. Y así a lo mejor somos capaces de encararlos, aunque más que de cara, sea de perfil. Al fin y al cabo el católico y ortodoxo Chesterton era gracioso y divertido también cuando hablaba de religión. A pesar de que, o no, mejor dicho, porque la defendía. Aunque está claro que era bastante más inteligente que Krahe, pero ese es otro tema.


 
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El bosque


Supongo que Eugeni d'Ors cometió un lapsus cuando dijo aquello de que había convertir la anécdota en categoría. Más que nada porque hay que hacer justo lo contrario: elevar la categoría al nivel de la anécdota. Al fin y al cabo, los detalles son más importantes que el conjunto. Asimismo, también son más importantes los sujetos y no los objetos, por lo que intentar ser objetivo, además de imposible, es una tontería. Ya decía Unamuno aquello de que soy subjetivo porque soy un sujeto, sería objetivo si fuera un objeto. El caso es que me está saliendo un párrafo poco anecdótico y no muy subjetivo, así que imagino que lo mejor es citar a Josep Maria Espinàs, sujeto de prosa clara y detallista: "Dicen que los árboles no dejan ver el bosque. Entiendo que se diga con una intención metafórica --los detalles no dejan ver el conjunto--, pero si de verdad hablamos de árboles yo debo decir lo contrario: el bosque no me deja ver los árboles. Quiero decir que la masa arbolada se me impone y no me deja admirar el perfil de un árbol cuando está aislado, perfectamente perfilado, en un campo o un prado". "Si de verdad hablamos de árboles", escribe. Es decir, si de verdad hablamos de algo. Lo demás es blablablá. Más: el árbol no nos deja ver la rama. La rama no nos deja ver la hoja. Y así. A veces se nos imponen las masas. Uno ve cifras y no perfiles. Contornos y no detalles. Encuestas y no preguntas. El todo no es igual a la suma de las partes y a veces casi es mejor dejar las partes sueltas. Esto último ha sonado a cochinada. En resumen: no sería nada raro preferir los fragmentos a la integridad. Según como sea el jarrón, lo mejor es romperlo.


 
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Libertad de elección


Años antes de que comenzara a plantearse la obligatoriedad o no de las clases de religión y tras pasar por los tribunales, José Luis Gómez consiguió que le fuera permitido decidir el itinerario escolar de su hijo. La justicia reconoció así que la educación es responsabilidad de los padres. Se daba el caso de que Gómez había desarrollado en su juventud una curiosa teoría en contra de que los niños estudiaran matemáticas, teoría que incluso había publicado en revistas y diarios. Según Gómez, las matemáticas eran un lenguaje demasiado abstracto como para poder ser asimilado por la mente infantil. No era conveniente iniciarse en el mundo de los números hasta que se hubiera completado la formación básica. Así pues, el hijo de José Luis no asistió a ninguna clase de matemáticas. Ni siquiera en la selectividad tuvo que pasar por el trance de presentarse a ese examen. Más: sus profesores consiguieron explicarle nociones de física y química sin recurrir a los números, en lo que fue todo un alarde pedagógico. Porque el chico quería ser arquitecto y, por tanto, optó por el itinerario de ciencias. Una vez comenzó la carrera, Gómez consideró que el muchacho ya estaba preparado para recibir las primeras clases de matemáticas y adentrarse finalmente en ese mundo tan abstracto y complejo. Así, el joven Gómez iba por las mañanas a la facultad y pasaba las tardes con una estudiante de magisterio que le enseñaba a sumar, a restar, las tablas de multiplicar, las divisiones y las raíces cuadradas. No pasó de ahí el primer año, con lo que se produjo el desastre: no trajo precisamente buenas notas a casa. Su padre le excusó. Y se excusó, claro. La culpa no es tuya, le dijo, sino del sistema. Todos deberían comenzar con las matemáticas a tu edad. ¿Qué hacen, si no, los niños? Memorizan, son adoctrinados. Pero realmente no asimilan un lenguaje tan complejo. Porque no pueden. No antes de los dieciocho o veinte años. Dieciséis como poco. No, no, a los dieciséis aún no. Que su padre creyera estar en lo cierto no le sirvió de mucho al estudiante de arquitectura, que no fue capaz de sacar adelante la carrera. El hijo acabó demandando al padre por daños y perjuicios. Y ganó. Además, durante el proceso se supo que había crecido sin ser capaz de valorar la música y la poesía, y que lo que más le gustaba de la arquitectura eran los materiales, pero que se mostraba totalmente insensible a formas y proporciones. Se licenció en Derecho, evitando las asignaturas de impuestos. Si no me falla la memoria, hace poco consiguió una plaza de notario y se casó con aquella chica que le daba clases. Está haciendo progresos considerables en geometría.


 
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Todas putas y tristes


Hasta ahora apenas se había sugerido, casi con timidez y, en ocasiones, con cierta sorna. Finalmente ya está aquí: la campaña contra el último libro de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes. Según Sonia Gómez Gómez*, este libro es un claro ejemplo de literatura "sexista", "que reproduce el esquema de la mujer objeto", ya que explica la historia de un tipo de noventa años que quiere acostarse con una niña de catorce. Esta campaña es parecida la que en su momentó se lanzó contra Todas putas, de Hernán Migoya, con la salvedad de que García Márquez al menos he escrito un puñado de novelas tan buenas que para no empañar su recuerdo no pienso leer esta última. Gómez y quienes protestan cometen al menos dos errores que dejan claro que no saben leer. Primero, confunden autor y protagonista. Toda la literatura tiene al menos algo de autobiografía, pero eso no significa que García Márquez sea un pederasta, que Nabokov sea otro pederasta, un jugador de ajedrez desquiciado y un millonario con problemas, que Martin Amis sea un director de anuncios de televisión alcohólico, que Cervantes estuviera mal de la cabeza, que el tío de Shakespeare hubiera matado al padre del dramaturgo para casarse con su madre, o que Arthur Conan Doyle fuera un detective morfinómano que tocaba el violín en sus ratos libres. El segundo error es pensar que toda la literatura ha de ser hermosa y edificante. Que no hay que usar tacos, que los malos han de sufrir mucho y que se ha de hacer justicia con los buenos por muy mal que lo pasen en las páginas de en medio. Este error es más frecuente en las artes plásticas: sólo se consideran artísticos los cuadros bonitos y las esculturas que quedan bien en los rincones. Pero también es frecuente en los libros. Por volver a Amis, muchos creyeron que hacía burla del holocausto cuando publicó Time's arrow, en la que la conciencia de un médico nazi observaba su vida en orden cronológicamente inverso. Por decirlo de otro modo, la buena literatura siempre es hermosa y edificante, aunque no cuente historias hermosas y edificantes, aunque juegue a presentar como hermoso y edificante incluso lo más abominable. Se supone que el lector tiene la suficiente capacidad crítica, que no va a dejarse arrastrar por el magnetismo de un personaje, que sabe jugar a leer. Al menos, yo no conozco a nadie que alabe a los pederastas por culpa de Nabokov o que haya dejado su trabajo y optado por la delincuencia tras leer El hombre que miraba pasar los trenes. Por ejemplo.

*Vía Libro de notas


 
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Vecindario


Una vez se perfeccionaron tanto la ingeniería genética como la clonación, el profesor Ramón Mejías pudo poner en marcha su proyecto de sociedad perfecta. Según Mejías, una sociedad perfecta era simplemente la formada por buenas personas. Y las mejores personas son los asesinos y los psicópatas, según afirman en medios de comunicación amigos y vecinos de esta gente. Amables, educados, simpáticos, nadie se lo hubiera imaginado, tipos normales, vecinos perfectos. Mejías fabricó así familias enteras siguiendo el patrón genético de asesinos en serie, viudas negras, violadores, niños que agarraban las armas de sus padres y se liaban a tiros en la escuela. El profesor las trasladó hace ya más de siete años a Vecindario, un pequeño pueblo de las afueras de Barcelona construido para el experimento. "Nunca se ha visto un pueblo mejor", aseguraba Mejías a la prensa, con motivo del quinto aniversario de su proyecto. Casitas de paredes blancas y césped bien cortado, vecinos que se daban los buenos días, que se vestían de payaso en los cumpleaños de sus hijos, que preparaban galletas de jengibre con forma de señor sonriendo, que lavaban el coche los sábados por la mañana y que dejaban una bonita pero humilde cantidad en el cepillo de la iglesia. "Un pueblo lleno de buena gente", insistía Mejías en las entrevistas, "y un mundo lleno de buena gente, si me dejaran". Eso sí, alguna vez se ha descubierto que alguno de los vecinos tenía enterrados bajo el césped a doce o trece niños, que otro había descuartizado a la maestra, que la maestra tenía encerrada a su madre bajo llave y llevaba más de tres años sin darle más que agua y galletas. En estos siete años y algunos meses, ya ha muerto, víctima de asesinatos, más de una quinta parte de la población original. Cuando le preguntan por este dato, Mejías se encoge de hombros: "Bah, estadísticas. Cada uno las lee como quiere. En todo caso, los beneficios superan las desventajas".


 
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