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Corazón de cerdo
Un señor que juega a fútbol ha asegurado que el "corazón de un catalán no es español". Desconozco si al decir "un catalán" se refiere a un catalán en concreto o si por el contrario ese pronombre es indeterminado y se refiere más o menos a todos, pero lo cierto es que en mi caso esa frase es perfectamente aplicable. Yo, Jaume Rubió i Ancoc, català ya que vivo y trabajo (poco) en Cataluña, no tengo corazón español. Y es que hace ya cuatro años y medio me trasplantaron el corazón de un cerdo inglés y por favor, que nadie haga chistes con la palabra "cerdo" porque era un cerdo de verdad, con rabo en espiral y todo. En vida fue una bestia parda de más de cien kilos de peso que ganó varios concursos del condado y que a su muerte inundó Kent de jamón; mi cuerpo, de sangre, y a los que se veían ya como mis herederos, de desdicha y desazón. Sé que es material de chiste fácil, pero al ponerme este corazón de cerdo, no hubo rechazo ninguno. Y no es sólo que me encuentre bien, es que me siento cada día mejor. Puedo correr más de diez kilómetros sin resoplar, subo las escaleras de dos en dos, las bajo de tres en tres y además, puedo fumarme mi cajetilla diaria de Ducados sin apenas toser más de veinte minutos seguidos, escupir algo de sangre, limpiarme y encenderme otro si me apetece. Todos deberíamos contar con un corazón de cerdo. Sea catalán o no. Resulta gracioso pensar en cómo llegué a necesitar un trasplante. Resulta que un día noté una quemazón en el pecho. Como un picor ahí, cerca del pezoncillo izquierdo. Y me empecé a rascar. Ya se sabe cómo es esto de rascar: empezar es fácil, pero decir "basta" es casi imposible. Cuando me di cuenta, la sangre me llegaba a los nudillos y aun así no podía parar, rasca que te rasca, ay, es que no se me va, no puedo parar, al principio daba gustirrinín, pero ahora duele un poco, sí, porque ya hasta escocía, pero no podía parar y venga, sigue ahí. Suerte que estaba en un bar: cuando comencé a salpicar sangre, la gente se dio cuenta de que algo fallaba. Desde entonces procuro tener algo de talco a mano. Es fascinante cómo funciona de bien la sanidad pública en España. En menos de dos semanas llegó una ambulancia que contaba con un bote nuevo de aspirinas y con un tipo que casi era médico --sólo le faltaban ocho o nueve años de estudios-- y otro que se había tragado varias veces todos los episodios de House. Me llevaron al médico de cabecera, que me dio un volante para el cardiólogo. Ojo: un volante urgente. Si no llega a ser por eso, no hubiera podido ir a visitarme en apenas veintiséis días. Nada más verme, el cardiólogo dio muestra de su buen ojo y gritó: "¡Cielo santo, si está sangrando! ¿Cómo es posible que siga vivo? ¿Quiere dejar de rascarse?" Yo aún no lo sabía, pero mientras yo pedía entre estertores un justificante para el trabajo, en una granja inglesa, un cerdo de cien kilos estaba a punto de morir. Se suicidó pegándose un tiro en la cabeza. Llevaba dos años sin ganar nada en las ferias y claro, después de haber sido el ídolo de los cerdos y porcófilos, el pobre cerdo se sentía abandonado, ignorado, ninguneado, triste y solo. Lo cual era francamente bueno para mí. Al fin y al cabo, era un cerdo. No nos vamos a poner ahora tontos. Un cerdo es menos importante que cualquier persona y más sabroso que la mayoría. A ver si no. Ya sé que los de Peta dirían otra cosa, pero bueno, no es plan, ¿no? O sea, ¿un cerdo tiene los mismos derechos que yo? ¿Tengo que sentirme mal porque muriera? ¿Vamos a acabar donando corazones humanos a los cerdos? ¿Nos estamos volviendo locos? Desde aquí voto NO. No la Constitución Europea. Nada de intervencionismos. ¡Abajo la SGAE! Ahora, publicad esto en Menéame y que alguien vote "irrelevante" si tiene valor. ¿Irrelevante? Hay dos consejos valiosísimos en este texto: 1) lo importante no es que el corazón sea catalán o español, sino de cerdo y 2) ten talco a mano, que rascarse puede ser muy peligroso. Ay, me pica un ojo...
El poder de la ofimática
En cuanto vio el correo, tragó saliva. Y pensó algo así como “joder... ¿Y ahora qué hago?” Lo que hizo fue disimular. Ni siquiera borró el archivo, ni el suyo ni el del otro, sencillamente calló y cada vez que salía el tema en cualquier conversación de bar, decía "pues sí, hay que ver cómo está el mundo". Claro que tampoco podía hacer otra cosa. No podía simplemente llamar al periódico y decir, oigan, que ha sido culpa mía; verán, es que tengo un excel que... Porque claro, nadie iba a creerse que él tenía un excel que. Y si le creían, peor, que aún acabaría ahorcado como un Sadam Husein cualquiera. Y luego estaba lo del archivo de texto que había recibido. Había mucho loco por ahí suelto, pero ¿cómo se había enterado? Tenía que ser alguien de la oficina. El caso es que tenía un excel. Igual no hay mucha gente que en sus ratos muertos en la oficina se dedique a hacer excels, pero a él le relajaba, le distraía. Le servía incluso para desahogarse. Sí, desahogarse. Todas las pequeñas humillaciones, toda la rabia contenida, todas las ganas de marcharse dando un portazo y a la mierda la hipoteca, las concentraba en una hoja de cálculo perfectamente diseñada con el objetivo de conquistar el mundo. Las líneas y las columnas ocultaban fórmulas y macros que una vez puestas en marcha y tras un ligero ronroneo del disco duro desencadenarían catástrofe tras catástrofe hasta acabar con el planeta a sus pies. O eso había creído hasta entonces. Nada, una distracción como cualquier otra. No es que pensara ponerlo en práctica, ni mucho menos. Es como cuando dices, un día iré al despacho del jefe y le daré un bofetón. Sabes que no, no lo harás. Eres un tipo tranquilo y educado, no vas soltando bofetones por ahí. Pero lo piensas. Él, lo mismo, pero con su excel. Sólo que un día sin querer ejecutó una de sus macros y la hoja se puso a hacer sus cálculos, acompañada del ronroneo del disco duro y al cabo de dos horas, vale, el mundo no había sido conquistado, pero pam, guerra en Corea, la del norte o la del sur, a saber, que siempre las confundía. Y eso había sido su excel. Sin duda. Todas esas muertes en su conciencia. Niños, habían muerto niños. Y la cosa aún seguía, con sus bombardeos y sus tropas de la Onu y más niños muertos en su conciencia. Por culpa de un excel. Al menos no había destruido el mundo, bien es verdad. Por suerte, no le había salido del todo bien. Pero sí había pensado en arreglarlo. No para probar otra vez, ni queriendo ni sin querer, sino simplemente para demostrarse a sí mismo que era capaz de hacerlo. Era un pasatiempo como cualquier otro. Inocente. En principio. Pero luego estaba ese correo que le había llegado. Con un documento de word adjunto. Un texto que comenzaba con la frase: "Mi nombre es Rubio, Jaime Rubio, y sé lo que tramas. Te lo advierto: este *.doc puede con tu *.xls". Como para arriesgarse a conquistar el mundo en esas circunstancias. A saber quién sería el Rubio este y lo que hacía con su doc.
Sigamos haciendo el ridículo
Gracias a Chicolini, quien es todo un coche, os puedo ofrecer los enlaces de la entrevista, a condición de que no os riáis de mí. Ni siquiera hacia mí, como decía Homer.
-Descarga por Megaupload. (Jódete Ramoncín, que esto no es tu nuevo disco.)
-En streaming (¿se dice así?) a partir del minuto 14:40.
Cómo hacer el ridículo en público
Otra actualización: Buf, no estaba tan nervioso desde... Espera, creo que nunca había estado nervioso. Lo mejor: la radio HA PAGADO EL TAXI. Menudo paseo me he dado por Vic. Qué bonito es el centro de noche.
Actualización: Nada, un tema... Er... Esto... Que era a las diez DE LA NOCHE... Niano noniano...
Mañana viernes a las diez de la mañana estaré en Com Ràdio (91.0 en Barcelona o aquí) hablando de mi libro. ¿Cómo que qué libro? Pues este libro, cuál va a ser.
Las aventuras de Oh Bama
Todos consideraban a Barack Obama un tipo serio y formal hasta el aburrimiento. Durante el día, era un funcionario de Washington. También era un buen padre de familia, esposo amable y amante normalillo, pero considerado. Era un señor tan normal, tan sencillo y tan poquita cosa que nadie sospechaba que cuando caía la noche, Obama se convertía en Oh Bama, el superhéroe ante el que los criminales huían despavoridos, estirándose de los pelos y gritando "horror, ah, horror". En apenas unas semanas, evitó dos violaciones, tres robos a bancos, siete asesinatos, dos entregas de cargamentos de cocaína y seis peleas de bar. Oculto entre las sombras de la noche, sorprendía a los delincuentes con mensajes de paz, ataques con medallas del premio Nobel, abrazos cariñosos e incluso algún que otro baile sexy. Los maleantes acababan llorando y reconociendo que todo aquello sólo lo hacían porque nadie les había dicho nunca "te quiero y confío en ti". Oh Bama sí. Oh Bama, les rodeaba con su brazo, les llevaba a un sitio tranquilo y les invitaba a un té calentito. Les decía "estoy aquí contigo, háblame, te escucho". Y ellos hablaban y lloraban y reían y al final de la noche se habían matriculado en una universidad a distancia para hacer realidad su sueño de convertirse en respetados dentistas o reputados ornitólogos. Pero Oh Bama, aunque poderoso, sólo era un hombre, y sus andanzas nocturnas comenzaron a pasarle factura. Llegaba al trabajo tarde y sin afeitar, cometía errores continuamente e incluso llegó a quedarse dormido en su mesa. Su jefe le llamó la atención en un par de ocasiones, con cariño, claro, no sin mencionar que todo el mundo valoraba sus años de dedicación y que aquello se lo decía con la intención principal de mostrar su preocupación por él. Ya, pensaba Oh Bama --que entonces era más Obama que Oh Bama--, y una mierda. Llevo años limpiándole el culo a todo el mundo en este despacho y nunca me han dado ni las gracias. Y ahora paso unos días malos y en vez de apoyo, todo lo que tengo son amenazas veladas y falso colegueo. En casa no le iba mucho mejor. Estaba siempre cansado y, en consecuencia, de mal humor. Sus hijos le rehuían, asustados por sus continuas broncas y gritos, y su mujer sospechaba de sus salidas nocturnas. Él le había explicado que tenía insomnio y que el médico le había recomendado largos paseos, pero ella pensaba que tenía una amante. Obama se encerraba a veces en el baño a llorar de rabia. Nadie tenía ni idea de sus esfuerzos, de sus logros, de su empeño por hacer de Washington una ciudad limpia de delincuentes en la que fuera agradable vivir. No se lo podía decir a nadie porque, claro, podría poner en riesgo a su familia y a sus amigos. Pero no podía evitar la rabia cada vez que en lugar de agradecimientos, oía reproches. Lo peor era que sí que se ensalzaba a Oh Bama. Incluso los mismos que le echaban en cara su cambio de actitud, no dejaban de alabar los esfuerzos de aquel luchador enmascarado cuando surgía la ocasión. Lo malo era que a Obama no le gustaba que se hablara tan bien de Oh Bama, porque él en realidad era Obama: Oh Bama no era más que una máscara. A veces tenía ganas de confesárselo al menos a su mujer, pero no lo hacía porque igual era peor, aunque sólo fuera porque ella se preocuparía cuando saliera cada noche a enfrentarse a asesinos y matones. En otras ocasiones, en cambio, quería olvidarse de Oh Bama y volver a su vida de funcionario y a sus noches de descanso. Pero tampoco podía darle la espalda a toda aquella gente en apuros a la que ayudaba. De todas formas, después de apenas veinticuatro días de lucha nocturna contra el crimen, Oh Bama se vio obligado a abandonar su cruzada. Una mañana, conduciendo enfadado por llegar tarde otra vez al trabajo e imaginando los reproches del desagradecido de su jefe, el cansancio pudo con él. No se quedó dormido: estaba demasiado rabioso para eso, pero entre una cosa y otra, tampoco estaba todo lo atento que hubiera debido. Su cerebro dormido e irritado no dio las instrucciones adecuadas a sus pies y al llegar a un semáforo, en lugar de frenar, aceleró. Se saltó el cruce y una furgoneta le dio en todo el costado. No murió, pero resulta complicado luchar contra el crimen desde una silla de ruedas que mueves empujando un palito con la boca.