Jaime, 14 de diciembre de 2009, 14:51:24 CET

Las aventuras de Oh Bama


Todos consideraban a Barack Obama un tipo serio y formal hasta el aburrimiento. Durante el día, era un funcionario de Washington. También era un buen padre de familia, esposo amable y amante normalillo, pero considerado. Era un señor tan normal, tan sencillo y tan poquita cosa que nadie sospechaba que cuando caía la noche, Obama se convertía en Oh Bama, el superhéroe ante el que los criminales huían despavoridos, estirándose de los pelos y gritando "horror, ah, horror". En apenas unas semanas, evitó dos violaciones, tres robos a bancos, siete asesinatos, dos entregas de cargamentos de cocaína y seis peleas de bar. Oculto entre las sombras de la noche, sorprendía a los delincuentes con mensajes de paz, ataques con medallas del premio Nobel, abrazos cariñosos e incluso algún que otro baile sexy. Los maleantes acababan llorando y reconociendo que todo aquello sólo lo hacían porque nadie les había dicho nunca "te quiero y confío en ti". Oh Bama sí. Oh Bama, les rodeaba con su brazo, les llevaba a un sitio tranquilo y les invitaba a un té calentito. Les decía "estoy aquí contigo, háblame, te escucho". Y ellos hablaban y lloraban y reían y al final de la noche se habían matriculado en una universidad a distancia para hacer realidad su sueño de convertirse en respetados dentistas o reputados ornitólogos. Pero Oh Bama, aunque poderoso, sólo era un hombre, y sus andanzas nocturnas comenzaron a pasarle factura. Llegaba al trabajo tarde y sin afeitar, cometía errores continuamente e incluso llegó a quedarse dormido en su mesa. Su jefe le llamó la atención en un par de ocasiones, con cariño, claro, no sin mencionar que todo el mundo valoraba sus años de dedicación y que aquello se lo decía con la intención principal de mostrar su preocupación por él. Ya, pensaba Oh Bama --que entonces era más Obama que Oh Bama--, y una mierda. Llevo años limpiándole el culo a todo el mundo en este despacho y nunca me han dado ni las gracias. Y ahora paso unos días malos y en vez de apoyo, todo lo que tengo son amenazas veladas y falso colegueo. En casa no le iba mucho mejor. Estaba siempre cansado y, en consecuencia, de mal humor. Sus hijos le rehuían, asustados por sus continuas broncas y gritos, y su mujer sospechaba de sus salidas nocturnas. Él le había explicado que tenía insomnio y que el médico le había recomendado largos paseos, pero ella pensaba que tenía una amante. Obama se encerraba a veces en el baño a llorar de rabia. Nadie tenía ni idea de sus esfuerzos, de sus logros, de su empeño por hacer de Washington una ciudad limpia de delincuentes en la que fuera agradable vivir. No se lo podía decir a nadie porque, claro, podría poner en riesgo a su familia y a sus amigos. Pero no podía evitar la rabia cada vez que en lugar de agradecimientos, oía reproches. Lo peor era que sí que se ensalzaba a Oh Bama. Incluso los mismos que le echaban en cara su cambio de actitud, no dejaban de alabar los esfuerzos de aquel luchador enmascarado cuando surgía la ocasión. Lo malo era que a Obama no le gustaba que se hablara tan bien de Oh Bama, porque él en realidad era Obama: Oh Bama no era más que una máscara. A veces tenía ganas de confesárselo al menos a su mujer, pero no lo hacía porque igual era peor, aunque sólo fuera porque ella se preocuparía cuando saliera cada noche a enfrentarse a asesinos y matones. En otras ocasiones, en cambio, quería olvidarse de Oh Bama y volver a su vida de funcionario y a sus noches de descanso. Pero tampoco podía darle la espalda a toda aquella gente en apuros a la que ayudaba. De todas formas, después de apenas veinticuatro días de lucha nocturna contra el crimen, Oh Bama se vio obligado a abandonar su cruzada. Una mañana, conduciendo enfadado por llegar tarde otra vez al trabajo e imaginando los reproches del desagradecido de su jefe, el cansancio pudo con él. No se quedó dormido: estaba demasiado rabioso para eso, pero entre una cosa y otra, tampoco estaba todo lo atento que hubiera debido. Su cerebro dormido e irritado no dio las instrucciones adecuadas a sus pies y al llegar a un semáforo, en lugar de frenar, aceleró. Se saltó el cruce y una furgoneta le dio en todo el costado. No murió, pero resulta complicado luchar contra el crimen desde una silla de ruedas que mueves empujando un palito con la boca.


 
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