Un par de abogados


En un episodio de The Simpsons, Lionel Hutz, abogado alcohólico e incompetente, aporrea su maletín, asegurando que está repleto de pruebas. Pero la cartera se abre accidentalmente: en su interior sólo hay un corazón de manzana. Ayer me acordé de esa imagen. Estuve almorzando con unos amigos. Uno de ellos es abogado y venía con traje y cartera. Lleva poco trabajando y era la primera vez que le veíamos disfrazado, así que aprovechamos para hacer broma. Sobre todo porque con su sueldo no le llega ni para pagarse las corbatas. El caso es que le abrimos el maletín, en un momento de despiste. No, no cayó una pieza de fruta a medio morder. Había un lápiz, un bolígrafo y seis folios.
¿A que se parece a Awacate?
 
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Vamos a contar mentiras


-Inventemos recuerdos -sugirió Silvia-. Creo que voy a convencerme a mí misma de que tú y yo fuimos novios. Sí, yo quería que fuéramos simplemente amigos, como siempre, pero insististe tanto que al final accedí. Fue un error y duró muy poco: nunca me gustaste demasiado, ni siquiera desnudo. Ah, pero qué bien nos lo pasamos en aquel viaje a Moscú. -Silvia -le dije-, déjate de tonterías. -¿Por qué dices eso? -Pues porque jamás pasó nada así. Tú y yo nunca hemos salido juntos. Por suerte para ambos. Ni hemos estado en Moscú. -No te creo -contestó ella. -Pero si es la verdad. -A ver, Jaime, si yo estoy inventando recuerdos, ¿cómo puedo estar segura de que no lo estás haciendo tú también?
 
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Media naranja


Me gusta verla con bata blanca, cuando me cuelo en el consultorio con mi número y mi tarjeta de la seguridad social. A ella le desagrada que yo vaya allí tan a menudo; insiste además en que no es ético, en que debo cambiar de médico. Pero me examina igual, toda seria. El otro día me estuvo mirando los ojos. Ella dice que no tengo nada, pero yo me los noto muy irritados, cada vez más. Creo que tengo algún problema en la córnea. Es mi media naranja, no hay duda. Yo, frágil y enfermizo; ella, doctora en medicina. Nos complementamos perfectamente, somos el ying y el yang personificado. Aunque a ella le falte paciencia. Yo comprendo que no quiera hablar de trabajo al salir de la consulta, porque al fin y al cabo se trata de un trabajo como cualquier otro. Pero no es mi culpa si, por ejemplo, a mí me ha salido un lunar sospechoso. No le cuesta nada echarle un vistazo. Y la semana pasada, cuando fuimos de urgencias, sentía realmente ese terrible dolor. Estaba convencido de que tenía apendicitis, de que me tendrían que operar. Al final no fue nada, gracias a Dios. Por cierto, me duele la cabeza. Igual es por pasar tantas horas frente al monitor, trabajando. Aunque últimamente me duele algo más de lo normal. Ya le preguntaré. Podría ser un tumor cerebral: es un síntoma típico. Aún recuerdo cómo la conocí. Ella todavía trabajaba en el hospital y yo ingresé con un infarto. Bueno, con un dolor a la altura del corazón. Resultó no ser nada. Ni una angina de pecho, a pesar de que notaba una sensación extraña por todo el brazo. Ella me examinó y me hizo las pruebas. Me gustó: era guapa y, a pesar de ser joven, sabía lo que hacía. Esperé a que acabara su turno y la invité a un café, con la excusa de que me había salvado la vida. Ella no quería aceptar, claro, tenía miedo de que estuviera chiflado, pero al final accedió a tomar algo en el mismo bar del clínico. Me explicó que quería especializarse en medicina general. Pensé que a mí me vendría muy bien una novia así, por mis achaques. Lo tuve mal aquellos días para conquistarla, porque tenía miedo de haber cogido la variante humana de la enfermedad de las vacas locas y no pasaba por mi mejor momento. Por suerte, las cosas salieron bien. Ay, el amor. El otro día me dijo una cosa preciosa. Me sentía fatal, con décimas de fiebre y me explicó que aquí en Barcelona no podemos coger la malaria, a pesar de que yo insistiera en que tenía todos los síntomas. ¿No es una buena noticia?
 
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Sin sorpresas


Desde donde trabajo veo un edificio de oficinas. Hay unas cincuenta ventanas que dan a pequeños despachos, casi siempre vacíos. Las luces suelen estar encendidas, pero los ordenadores apagados. Alguna vez nos habíamos preguntado por qué estaba tan vacío aquel edificio. Se nos hacían extrañas esas decenas de despachos y ordenadores para sólo tres o cuatro oficinistas. Nunca contamos más humanos que plantas y la vez que vimos más actividad fue una tarde en la que un par de hombres con mono azul se pusieron a limpiar algunas de las ventanas. Uno de ellos se sentaba en la cornisa dándole la espalda al vacío. No parecía tener vértigo. Total, ya lo tenía yo por él: me temblaban las piernas sólo de mirarle. El caso es que el otro día pasé por el portal, para ver quién se suponía que tenía que ocupar aquellos despachos. Resulta que es un edificio público, de la Generalitat. Es decir, oficinas para ausentes funcionarios. La solución es tan tópica que dan ganas de obviarla.
 
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Derrotas


Me han preguntado si, para mí, lo importante es ganar o participar. He contestado que perder. Se me da bastante mejor y es más divertido. Es cierto que los ganadores tienen una sonrisa llena de dientes y que los que creen en la importancia de participar conservan una moral de hierro, pero los perdedores al menos recordamos que la carrera no lleva a ningún sitio. O, al menos, a ninguno que merezca la pena tanto esfuerzo. Claro que puedo estar equivocado. A lo mejor todo esto no es más que una excusa que me ha forjado mi mala conciencia y quizás, por qué no, quienes me llaman vago tienen bastante razón.
 
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