noviembre 2024 | ||||||
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abril |
Yo también fui de caza
Las reuniones navideñas y los ministros cazadores del PP me han recordado mis propias experiencias con una escopeta al hombro. Tendría unos diez u once años y pasaba con mis tíos unos días en un pequeño pueblo de Almería, de donde es la familia de mi padre. A mi tío Manolo le dio por sacar una vieja escopeta de perdigones y llevarme, de buena mañana, a pegar unos tiros. Yo acepté encantado, pensando en codornices y perdices a la plancha. Mi tía Roser, en cambio, se rió de nuestras inexpertas pretensiones e incluso apostó con Manolo una modesta cantidad de dinero a que no cazábamos ni un resfriado. La verdad es que no dimos ni una con la escopeta. Y las trampas que a mí me parecían tan hábiles sólo servían para que descansáramos un buen rato, más o menos ocultos entre hierbajos y matojos. Sin embargo, uno o dos días antes de volvernos a Barcelona, cuando ya habíamos desistido y mi tío se hacía a la idea de pagar la apuesta, conseguimos cazar, de forma poco ortodoxa y aún menos agradable, un gorrionzucho. Íbamos en el coche cuando oímos un plof. Algo se había estampado contra el parabrisas. Mi tío frenó, sorprendido. En el cristal había una pequeña mancha de sangre y, unos metros más atrás, un gorrión descoyuntado sobre la carretera. No he vuelto a cazar ni con escopeta ni con automóvil. Mi tía no pagó la apuesta, amparándose en razones técnicas. Y, evidentemente, no nos comimos al pobre pájaro.
Navidad
Como estos días no voy a estar mucho por aquí, pensaba despedirme por las fiestas con un texto, justamente, sobre la Navidad. Concretamente, quería explicar que me gusta. Incluso las lucecitas de las calles. Y a pesar de la familia. No me miréis así, yo quiero mucho a mi familia, no soy un tipo desnaturalizado. Pero me cuesta mucho quererla cuando está toda en la misma habitación. Pero el tema, como cualquiera comprenderá, da pereza. Es como la típica redacción sobre las vacaciones que nos obligaban a escribir en el colegio. Así pues, me limito a desearos felices fiestas y a despedirme hasta el año que viene. Que es más fácil. Y se acaba antes.
Hipertensión
Tomás, jubilado, se cansó de mirar obras y se dedicó a pasearse de farmacia en farmacia, para observar cómo tomaban la tensión a los clientes. Tomás había descubierto esta afición casi por casualidad, un día que bajó a comprar aspirinas y se encontró con un vecino que tenía el brazo dentro de un tensiómetro de estos electrónicos, con sus saltarines e hipnóticos números rojos. No tomaba notas, ni mucho menos, pero al cabo de unas cuantas semanas observó que el número de hipertensos en Barcelona era casi alarmante, cosa que no dejaba de comentar a familia, amigos y, especialmente, a los desconocidos con los que tropezaba en las mismas farmacias. "Ya ve -decía-, este chico tiene la máxima en quince coma ocho, con lo joven que es". El único inconveniente que tenía aquella costumbre que le distraía y divertía era que cuando el farmacéutico le preguntaba qué deseaba, Tomás no podía limitarse a contestar que sólo estaba mirando, como si se paseara por una librería o una tienda de ropa, así que acabó dejándose una fortuna en pastillas Juanola. Ah, y una vez compró preservativos, para ver qué cara ponía la jovencita que estaba tras el mostrador. Pero la veinteañera fue muy educada y no hizo ningún comentario respecto a la edad de Tomás.
Don Ramón
Anoche pude ver en el telediario cómo Ramón Moya, entrenador del Espanyol, abroncaba a sus jugadores. Moya se desgañitaba, se ponía rojo, gritaba "cojones" media docena de veces. Éste es el primer año de Moya en Primera División. Hasta hace unas semanas compaginaba su puesto como entrenador del filial con su trabajo como profesor de gimnasia en un colegio de Barcelona. En el que fue mi colegio. Así pues, no es de extrañar que la bronca me haya traído buenos recuerdos. Sobre todo cuando le ha soltado a no sé qué futbolista algo así como "sí, sí, usted, el que está hablando". Aunque a mí me decía, más bien, "sí, sí, usted, el que se ríe". Porque los jugadores del Espanyol parecían preocupados por aquel chaparrón verbal. Pero nosotros, con diez o doce años, no podíamos reprimir la risa floja cuando de tanto gritar, a Don Ramón se le hinchaban las venas del cuello. Entonces nos ponía a dar vueltas al patio.
El mago